Porque aún estás aquí

Todavía no era hora de levantarse.

Eduardo giró a su izquierda y abrazó el cálido cuerpo de Amanda. Hundió la nariz en su cabello y aspiró el aroma que tanta paz le brindaba, mientras sentía como los dos cuerpos se acomodaban plácidamente para dormir.


“Te digo que es perfectamente legal”, le dijo Roberto, mientras Eduardo giraba la llave del cubículo y lo seguía en el pasillo. “Los estudiantes tienen prohibido consumir alcohol en el campus, pero los profesores no.”

“Eso no tendría sentido, ¿entonces los profesores podemos emborracharnos en nuestros cubículos así nada más?”

“No estoy diciendo que esté bien, estoy diciendo que es legal.”

Eduardo se detuvo a la mitad del pasillo. Algo estaba mal; éste era el departamento de Historia, no el de Letras. Su cubículo no estaba aquí; ¿cómo podía haber cerrado un cubículo de Historia?

Regresó el corto camino que había cubierto, y notó que el cubículo que había cerrado había desaparecido. ¿Estaba seguro de haber cerrado alguna puerta? Tardó en notar al estudiante detrás de él, hablándole.

“Profesor…”

Eduardo giró y se le helaron las entrañas. El muchacho extendía su brazo hacia él, pero en lugar de una mano, era un muñón ensangrentado, con un pedazo de hueso incongruentemente blanco que salía de la herida por varios centímetros, y decenas de moscas volando alrededor del mismo. Moscas negras, grandes, zumbantes, que se lanzaron al unísono a la cara de Eduardo.

Eduardo despertó de golpe, sintiendo su corazón palpitar, un grito atorado en su garganta. Miró el reloj en su buró.

Era hora de levantarse.


“Sigo teniendo pesadillas” le dijo Eduardo al terapeuta. “Todavía relacionadas con insectos.”

El terapeuta levantó una ceja, como invitándolo a continuar.

“Estaba en la universidad, con un compañero, y de repente un estudiante me llamó. Tenía la mano amputada brutalmente, como si acabara de haber sufrido un accidente; pero la herida era revoloteada por muchas moscas, que se lanzaron a mi cara en cuanto las noté. ¿Qué cree que signifique?”

Una ligera inclinación de cabeza fue la única respuesta del terapeuta. Como si le regresara la pregunta.

“No sé” continuó Eduardo. “¿Me preocupan los estudiantes?”


Amanda y Eduardo estaban sentados frente a la televisión, abrazándose. Sin percatarse de que lo estaba haciendo, Amanda se quitó los calcetines y los metió entre los cojines del sofá. Eduardo detestaba que hiciera eso, pero al ver sus piecitos sintió un oleada de cariño por ella tan abrumadora, que sólo la abrazó más fuerte y la besó en la cabeza.


Eduardo bajó la velocidad de su carro frente al semáforo en rojo. Varios peatones comenzaron a cruzar su campo de visión, y por el rabillo del ojo alcanzó a ver en el retrovisor un carro a su izquierda que no parecía que quisiera (o pudiera) frenar.

El carro se detuvo en seco justo enfrente de un peatón, que le dio un golpe en el cofre. Eduardo frunció el ceño. Algo estaba mal; ¿de dónde venía ese zumbido?

El enjambre de abejas dentro del carro creció exponencialmente. Las podía sentir en sus brazos, en su cuello, en su cara. Podía sentir cómo se metían en su cabello, en sus orejas y en su nariz, y cuando abrió la boca para gritar horrorizado, pudo sentir como volaban dentro de su garganta.

Eduardo despertó tosiendo, sintiendo todavía que se ahogaba. Miró el reloj en su buró.

Era hora de levantarse.


“Ahora un enjambre de abejas me sofocó dentro de mi carro”, le relató Eduardo al terapeuta, que procedió a reclinarse en su asiento juntando las puntas de los dedos, como invitándolo a elaborar.

“Siempre son insectos. Siempre me despierto de un sobresalto. Siempre es justo a la hora en que tengo que levantarme.”

El terapeuta lo miró fijamente a los ojos, sin decir nada.

“¿No debería decirme algo además de escucharme?”

El terapeuta asintió lentamente.


Amanda estaba lavando los trastes. Tenía puestos unos pants holgados que solía utilizar de piyama. Eduardo se acercó por detrás y comenzó a besarle la espalda y el cuello. Se fue inclinando mientras le besaba la espalda, hasta que estuvo de rodillas detrás de ella y le empezó a bajar el pants y los diminutos calzoncillos.

Eduardo hizo que Amanda se diera la media vuelta y comenzó a lamerla, dejando que el olor y el sabor de ella envolvieran todos sus sentidos. Amanda empezó a reír entre los gemidos.


Eduardo le estaba dando la espalda al terapeuta. Se sentía realmente molesto.

“¿Sabe qué, doc?” le preguntó, “no me gusta cómo está funcionando esto. No me está ayudando para nada a resolver mi problema de no poder dormir.”

“Eduardo, tu problema no es que no puedas dormir”, dijo el terapeuta con una voz imposiblemente seductora.

Eduardo sintió que los vellos detrás del cuello se le ponían de punta. Algo estaba mal; el terapeuta nunca hablaba.

Dio la media vuelta muy despacio, sintiendo un hueco en el estómago que crecía hasta cubrir todo su ser. El terapeuta tenía la sonrisa más encantadora que pudiera existir, y lo miraba con los ojos compuestos de una mosca, de color rojo brillante. Su postura era relajada, su sonrisa irresistible. Pero sus ojos le helaron la sangre a Eduardo. Vio maldad en ellos, peligro. Sintió el peso de la realidad inescapable de que algun día moriría.

“Eso sólo es un síntoma del problema real” continuó el terapeuta.

Eduardo despertó, sintiendo el sudor frío que cubría su cuerpo. Miró el reloj en su buró.

Era hora de levantarse.


Eduardo abrió los ojos y miró el techo. Estaba cubierto de cientos de mosquitos, de miles. Cerró los ojos con fuerzas. Estoy en un sueño, pensó.

Al abrir los ojos de nuevo, los moscos habían desaparecido. Sintió sus músculos relajarse, y oyó un suspiro de alivió de Amanda a su lado.

“Eran muchísimos moscos”, dijo ella.

“Lo sé”, contestó él.

“¿Qué es eso?”

Eduardo siguión con su mirada la de ella. Un mosco del tamaño de su puño estaba en la pared. Su cuerpo tenía una joya verde brillante que ocupaba casi todo su torso. No se movía, no hacía ningún sonido, pero Eduardo sintió el peligro al verlo.

“No sé, pero si nos movemos bruscamente volará hacia nosotros.”

“¿Qué hacemos?”

“Creo que si me muevo muy despacio a lo mejor puedo ir a la cocina por un vaso para atraparlo”.

Eduardo miró de nuevo a Amanda, y sintió como el alma se le caía a los pies.

“Esto es un sueño”, le dijo.

“¿Cómo sabes?”, le preguntó ella.

“Porque aún estás aquí”.

Eduardo abrió los ojos, y miró el otro lado de la cama, vacío como siempre desde aquel fatídico día. Como había ocurrido casi diario desde que Amanda ya no estaba, Eduardo empezó a llorar sin poder evitarlo, sintiendo de nuevo como si fuera la primera vez el dolor, la soledad, la desesperanza, el miedo.

Como todos los días, su reloj comenzó a sonar.

Era hora de levantarse.

4 comentarios sobre “Porque aún estás aquí

  1. Ruedas en las ruedas de las ruedas. Planes en los planes de los planes. Cantor. Infinitos mas grandes que otros infinitos. Gödel. Tristeza dentro de la alegría. Verdad dentro de la mentira.

    Solo pensamientos al azar, que fueron provocados al leer tu entrada.

  2. Siempre me han gustado las descripciones que haces. Seguí con atención tus publicaciones de “La noche del alacrán” y desde hace tiempo me relajo leyendo tu blog -aunque en las publicaciones “técnicas” no tenga idea de qué estoy leyendo-. Gracias por compartir todos esos pensamientos que no caben en tu cabeza.
    Saludos.

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