El Luchador

El viernes en la noche fui con mis cuates a ver The Wrestler. Se aplican las advertencias de spoilers de siempre.

The Wrestler

The Wrestler

The Wrestler es una película muy simple. Es la historia del luchador de lucha libre Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) que veinte años atrás era la sensación del cuadrilátero, apareciendo en las portadas de revistas y llenando el Madison Square Garden. Ahora es un patético hombre en sus cincuentas, que sigue pintándose el pelo largo, inyectándose esteroides y bronceándose para poder seguir participando en luchas de tercera o cuarta categoría en escuelas y gimnasios pequeños. El tipo vive en una casa camper (rentada) y en la pobreza.

También es una película increíblemente predecible; nada más un doctor le dice, después de tener un ataque cardíaco, que ya no podrá volver a luchar, y uno sabe exactamente cómo va a terminar la película.

Pero eso no es lo importante de The Wrestler, me parece; lo importante es la impresionante y conmovedora actuación de Rourke como The Ram, que hace completamente verosímil a un patético hombre que en realidad nunca dejó de ser adolescente, que es incapaz de mantener una relación con su única familia (su hija, la bellísima Evan Rachel Wood), y que busca una relación con una desnudista (la todavía hermosísima Marisa Tomei). The Ram, con todos sus defectos, es un profesional de su deporte (que, obviamente, la lucha libre es un deporte; el hecho de que todas las peleas estén coreografiadas no tiene nada que ver en el asunto), respeta y adora a sus fans, que a su vez lo siguen idolatrizando (los que se acuerdan de él), sus compañeros luchadores (incluyendo los jóvenes) lo respetan y miran como una leyenda, y además es un tipo encantador. Y todo eso es posible creerlo gracias a la actuación de Rourke, posiblemente la mejor que haya dado en su vida.

Es una película triste, pero muy divertida en varias partes, y con altos grados de patetismo por parte de un pobre viejo cuyo cuerpo ya no le sirve para seguir haciendo lo que ha hecho toda la vida, y que probablemente es lo único para lo que es bueno.

A mí nunca me ha gustado la lucha libre; y no tiene que ver con que las peleas sean falsas: de cualquier forma las coreografías que realizan los luchadores es un espectáculo y un deporte (si no es que un arte) por sí mismo. Supongo que es la misma razón que no me gustan las telenovelas; reconozco su potencial atractivo, sólo no es de mi particular gusto. Pero esta película además muestra lo que no suele aparecer relacionado a las luchas; la camaradería de los luchadores, cómo se ponen de acuerdo en realizar el espectáculo, y cómo funciona el negocio del mismo.

La película vale la pena nada más por la actuación de Rourke; pero además es muy buena, y muy divertida si les gusta el humor negro y no se sienten incómodos con varias escenas sangrientas y violentas.

Así que váyanla a ver.

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La Noche del Alacrán: 11

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

11

Alejandro se quedó un par de segundos como estúpido, hasta que pudo recuperar el habla y dijo:

—¿Qué haces aquí?

Elena frunció un poco el seño.

—Me gustan los toquines— dijo, y sonriendo de nuevo, pero ahora pícaramente, agregó —; nos conocimos en uno… ¿o ya se te olvidó?

Alejandro miró a su alrededor por si veía a Ana.

—No— dijo al no verla cerca de ahí —; sólo me sorprendió verte.

—¿Y tú? ¿Por qué no me llamaste para decirme que vendrías? ¿Vienes solo?

—Vine con Ernesto y Érika… y Mayra…

—¿Te cae?

—La invitó Érika, pero como me invitó a mí una chava agarró la onda y se fue por su lado cuando llegamos.

—¿Perdón?

—Sí, agarró y se fue…

—No, menso; ¿te invitó una chava?— Érika volvió a sonreír pícaramente —, ¿una galana?

—Pues es la idea— contestó Alejandro, que siempre sentía que Elena se burlaba descaradamente de su vida emocional.

—Ooooooh— dijo la muchacha —; ¿y quién es la Loba?

—No te he hablado de ella; la conocí hoy.

—¿Hoy?

—Sí; hoy. En la tarde.

—¿Cómo la conociste?

—Jugando básquet; me dio un balonazo en la nariz y me dijo que me invitaba una chela aquí en el concierto para disculparse.

—¿Te dio un balonazo en la nariz?

En ese momento Alejandro vio a Ana unos cuantos metros más adelante. Parecía estar buscando a alguien, y notó con gusto que la muchacha se había arreglado bastante… eso o era que él de por sí la veía bonita.

—¡Ana!— gritó agitando la mano.

La muchacha dio media vuelta, y a Alejandro le dio el corazón un vuelco cuando la muchacha sonrió alegre de verlo. Se acercaron el uno al otro y se saludaron con un beso en la mejilla.

—Hola— dijo ella, sonriendo, al parecer sinceramente alegre de verlo —te estaba buscando antes de llamarte por celular.

—Yo también— dijo Alejandro.

Y se quedaron callados un par de segundos antes de echarse a reír, como dos idiotas, sin ningún motivo. En ese momento Alejandro notó que Elena se había acercado calladamente, y que (de forma ligeramente descarada) estudiaba a Ana.

—Ella es Elena— dijo Alejandro, presentándolas —, una amiga que me acabo de encontrar aquí. Elena, ella es Ana.

Las muchachas se saludaron con un beso en la mejilla y un “hola”.

—¿También te gustan estos conciertos?— le preguntó Ana a Elena.

—Sí— contestó ella, y miró pícaramente a Alejandro —; generalmente me pasan cosas chidas en ellos. Me comentaba Alejandro que te conoció porque le azotaste un balón de básquet.

—Sí— dijo Ana poniendo cara apenada y tomando a Alejandro por el brazo —, perdónanme de nuevo.

—No te preocupes— dijo Alejandro sonriendo, sintiendo muy chido que Ana le tocara el brazo y (más importante aún) que no lo soltara de inmediato. Elena no apartó sus ojos de la mano de Ana hasta que lo hizo.

—Bueno— dijo Elena —; me voy a buscar a mi novio.

Alejandro y Ana se despidieron de ella con rápidos besos en la mejilla, y se alejaron platicando. Él no se dio cuenta, pero Elena se les quedó mirando hasta que desaparecieron entre la multitud, que seguía creciendo.

—¿Quieres que te invite tu chela ahorita?— dijo Ana sonriendo.

—Mejor al ratito, ¿no? Ahorita yo digo que nos sentemos en alguna isla, en lo que empienza el concierto.

—Va.

Comenzaron a caminar hacia una de las islas, sin decirse nada. Lo que le dio mucho gusto a Alejandro era que no se sentía incómodo en absoluto estando en silencio con ella; y ella tampoco parecía molestarle.

—¿Estudias también en el CCH?— preguntó Alejandro.

—Sí; estoy en quinto semestre.

—¿De verdad?— preguntó Alejandro sorprendido —; qué loco, yo también, y nunca te había visto.

—¿No me habías visto?

—Me acordaría de haberte visto; eres muy bonita.

El piropo se le salió sin que se diera cuenta; pero cuando vio que ella se sonrojaba un poco y sonreía se alegró de haberlo dicho.

—Gracias. Yo sí te había visto.

—¿En serio? ¿Dónde?

—En las canchas. Jugando básquet generalmente, aunque de vez en cuando con la bola de tu amigo.

—¿Cómo es posible que no te viera entonces?

—No lo sé; a lo mejor estabas concentrado jugando. Yo creo que sí, porque generalmente juegas muy bien; no sé qué te pasó hoy— Ana sonrió al decir esto, y lo miró a los ojos. Alejandro no podía creer que Ernesto no viera lo bonita que era; se le cortaba un poco la respiración cuando le sonreía.

—Estaba distraído— dijo sonriendo también.

—¿Con qué?

—Contigo; ¿no te digo que estás muy bonita?

Habían llegado a una isla sin mucha gente, y se sentaron sobre el pasto ligeramente frío. Ella se sentó mucho más cerca de él de lo que esperaba, pero no le molestó en absoluto. Se estaba sintiendo muy cómodo con ella, hasta que dijo:

—¿Y ya decidiste qué carrera vas a elegir?

La sonrisa de Alejandro se desvaneció lentamente. No era justamente de lo que tenía pensado hablar con Ana esa noche.

—No, aún no— le dijo, y de repente, sin poder contenerse comenzó a hablar —. Y mis papás y amigos están jode y jode con que elija, y yo la verdad no tengo ni la más remota idea de lo que quiero estudiar en la licenciatura. Y ya sólo faltan unos días y me da un pánico enorme elegir ahí, en la cola, y luego descubrir que cometí un error garrafal, y entonces…

Se quedó de repente callado, porque comenzaba a sentir ese pánico del que había empezado a hablar. Ana lo había escuchado abrazando sus propias rodillas, y cuando se quedó callado le puso una mano sobre la pierna, en un gesto simple pero sorprendentemente tierno.

—Tal vez sólo te cuesta porque tienes mucho de dónde elegir.

—¿Perdón?— preguntó Alejandro, que experimentaba una combinación extraña de sentimientos; su pánico con lo referente a la elección de carrera, vergüenza de haberse desahogado tan de golpe con Ana, alegría y asombro de que ella le hubiera puesto la mano en la pierna…

—Sí— continuó Ana, sin quitar su mano —; por lo que he oído eres muy listo en todas las materias que tomas, entonces supongo que te cuesta elegir carrera porque es posible que puedas ser bueno y te gusten varias de las alternativas, y…

—¿“Por lo que he oído”?— la interrumpió, incrédulo, Alejandro. Ana se ruborizó de nuevo, lo cual la hacía verse, por difícil que pareciera, todavía más bonita.

—Gerardo— dijo ella —, uno de los chavos con los que estábamos jugando hoy, es cuate mío y toma varias materias contigo. Me comentó que siempre participas, y que entiendes todo, y que sacas diez siempre.

—No saco diez siempre— dijo Alejandro, sintiéndose extrañamente avergonzado… y técnicamente era verdad; tuvo un nueve en su primer semestre porque un profesor no lo aguantaba.

—Bueno— continuó ella —, pero el punto es que eres bueno en casi cualquier cosa que te propongas. Si yo fuera así supongo que también me costaría elegir, teniendo tantas opciones. Quiero decir; muchos chavos saben que más les vale no pedir ciertas carreras porque su promedio, o que se han retrasado, hace casi imposible que los acepten. O los mandan a Acatlán o cosas por el estilo. Así es más sencillo poder elegir. Pero tú en cambio es casi seguro que te aceptarán en cualquier carrera que elijas; y como al parecer no te cuesta ningún área entonces tienes un abanico de posibilidades demasiado amplio. A mí también me costaría elegir en esas circunstancias.

Alejandro la miró; nadie le había hablado así de la elección de carreras, en general todo mundo sólo lo había estado chingue y chingue al respecto. Excepto Elena; pero ella porque parecía que no le interesaba hablar de eso. Al menos no había hablado con él de ello.

—¿Tú qué vas a elegir?— preguntó Alejandro.

—Medicina.

—¿De verdad?

—Sí.

—Órale.

—¿Qué?

—Nada… es que he oído que es muy difícil. No sólo las materias, sino la vida como estudiante de medicina. Que no duermes, y que es de que al primer error te corren, y que luego si de verdad quieres hacer algo interesante son varios años de carrera y luego otros tantos de especialización.

—Sí, más o menos así es.

—¿Cuándo te decidiste?

—Cuando tenía seis años.

Alejandro la miró asombrado.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Y cómo fue que a los seis años decidiste estudiar medicina?

Ana se quedó callada un momento, como pensando si decirle o no, así que Alejandro añadió:

—Si no es problema que pregunte, claro.

—Mi papá me estaba llevando a la primaria un día cuando chocamos contra un camión que llevaba varillas. Fue culpa de mi papá, que venía jugando conmigo, y una de las varillas rompió el parabrisas y lo atravesó por el pecho completamente. Yo sólo me lastimé el pecho al llevar el cinturón de seguridad, y eso me sacó todo el aire e hizo que me medio desmayara. Cuando abrí los ojos mi papá había perdido la consciencia, y la varilla que atravesaba su cuerpo salía de la parte de atrás del asiento, chorreando sangre. Yo estaba segura que estaba muerto, y traté de quitarme el cinturón para acercarme a él y tratar de hacer algo, pero por la histeria no pude.

Alejandro estaba callado, sin tener ni puta idea de qué decir o hacer. Así que sólo continuó oyendo a Ana:

—En ese momento llegaron los paramédicos, y te lo juro que fue como en las películas; me sacaron del carro rompiendo el cinturón, y luego llevaron unas pinzas especiales con las que cortaron la varilla mientras otra mujer chiquita chiquita pero increíblemente hábil atendía a mi papá en el asiento. Luego lo movieron del carro a una camilla, donde lo pusieron de lado porque no querían sacar la varilla, y lo metieron a una ambulancia. Ahí me pusieron también, y nos llevaron al López Mateos en Avenida Universidad. La mujer súper hábil me abrazó todo el camino y en el hospital me acompañó mientras revisaban que estaba bien, y se quedó conmigo hasta que llegó mi mamá medio histérica al hospital. Yo estaba al lado de mi mamá cuando llegó un doctor a decirle que la varilla había pasado cerquísima del corazón de mi papá, y que lo estaban operando pero que la cosa no se veía bien. Yo le pregunté que qué le pasaba a mi papá, moqueando como la niña que era, y el doctor, que era joven y muy guapo, y nos miraba a mi mamá y a mí con decisión, pero también con compasión y ternura, se puso de cuclillas y me explicó exactamente, pero con la sencillez necesaria para que le entendiera, cuál era el problema y cómo pensaban arregarlo. Fue un desmadre larguísimo; operaron a mi papá como tres veces, y hubo varias semanas en las que fue de que no sabíamos si iba a vivir o no.

Entonces la expresión de Ana se iluminó.

—Pero mi papá era (todavía es, para su edad) muy fuerte, y los médicos que lo atendieron muy buenos, y se recuperó completamente. Y ahí fue cuando supe que tenía que ser cirujana. Del corazón, si puedo.

Alejandro la miró, con la boca semi abierta del asombro. Asombro de la historia que acababa de oír, y de que se la hubiera contado con menos de un día de conocerlo.

—¿Sabes?— le dijo Ana, ruborizándose de nuevo un poco y mirándolo —. Jamás le había contado esto a nadie tan pronto. En general lo platico tras mucho tiempo de conocer a alguien. Cuando lo platico.

—¿Por qué me lo contaste a mí?

—No sé. Siento que puedo confiar en ti.

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Madrid

Cuando supe que venía a estar tres meses en Barcelona, me quedó claro de inmediato que tenía que ir a visitar Madrid un fin de semana. Podría centrar todo alrededor de la necesidad de ver el Guernica, que ciertamente era muy fuerte; pero también tienen que ver las novelas del Capitán Alatriste (aunque Omar tuvo a bien recordarme que, probablemente, la ciudad habría cambiado algo desde el siglo XVII), El Prado, la Puerta de Alcalá y un montón de cosas que sencillamente tenía que ver. No porque no crea volver aquí a Europa (sin duda alguna volveré), pero un viaje relámpago de menos de 48 horas era posible sin lugar a dudas.

Guernica

Guernica

Originalmente pensaba tomar el tren en la noche de un viernes durmiendo en el viaje, llegar temprano a Madrid, pasear como loco un día, pasar la noche en la estación de autobuses o la de trenes, pasear como loco otro día, y regresar de nuevo a Barcelona durante la noche de un domingo. Suena pesado; pero sé que podía haber hecho eso.

Las Meninas

Las Meninas

Por suerte no fue necesario; mi cuate Eddie de aquí del curso resultó que también quería ir a Madrid, y quedamos de hacer juntos el viaje. Mejor aún; él tiene amigas en la ciudad, y una de ellas fue más que generosa y nos dio alojamiento durante una noche… y dormir en un sofá es como doce millones de veces que pasar la noche en una estación de autobuses. Eso lo sé por experiencia propia.

Las Lanzas

Las Lanzas

Me fui a pasar dos de los días más maravillosos que he tenido en Europa… que de por sí en general son de los más maravillosos que he tenido en mi vida. Las amigas de Eddie son la neta del planeta en bicicleta, y nos estuvieron paseando durante casi dos días por varios lugares de la ciudad. No sólo pude ver el Guernica (y , no pude evitarlo, lloré al verlo); vi Las Meninas y Las Lanzas de Velázquez, y muchas otras obras en El Prado y en el Reina Sofía. Sabía que sencillamente no tenía tiempo de ver todo lo que hay que ver; así que vi lo que más me interesaba, y traté de ver con calma una parte importante de cada museo, pero sin angustiarme de tratar de verlo todo.

Vi la Puerta de Alcalá, la Plaza Mayor, el Rastro, la Puerta del Sol, el Parque del Buen Retiro, la Plaza de Cibeles… y un montón de lugares más, que tal vez después con más tiempo describa, pero de muchos de los cuales seguro subiré las fotos cuando regrese a México. Y además (y creo que de hecho es más importante) lo hice en compañía de gente muy chida.

Pasaron muchas cosas en Madrid; me emborraché hasta el huevo en un bar donde el cantinero era un chileno cagadísimo; comí delicioso en ambos días; tomé vinos maravillosos; conocí gente; visité un montón de lugares de los cuales sólo había oído hablar en mi vida; y un montón de cosas más. Cada una de estas cosas probablemente merezca ser contada con lujo de detalles, pero estoy medio muerto (regresé hace un par de horas) y mañana comienza el segundo curso intensivo, así que sólo platicaré una.

El primer día (domingo) fuimos a comer a un restaurante muy chido, y nada más nos habíamos sentado en nuestra mesa una de las amigas de Eddie colgó su bolso de la misma. Debo especificar que esta encantadora muchacha es novia de un mexicano, y vivió siete meses en la Ciudad de México estudiando en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y se ganó para siempre mi corazón porque dijo que amaba a mi Ciudad.

Yo de hecho no lo vi, pero un tipo del restaurante tomó su bolso y se dirigió a la salida; por suerte una mujer que ahí comía sí lo vio y le tocó el hombro a mi amiga y le dijo que la estaban robando. En ese momento no lo sabía, pero dentro de su bolso iban sus credenciales, dinero, llaves; su vida entera, y ella lanzó una expresión que yo sólo pude calificar como mexicana: “ay, no”.

En ese momento me di la vuelta y grité “¡hey!”, y el tipo se lanzó a la carrera. Lo que siguió después es justo lo que no deben de hacer en este tipo de situaciones: me puse de pie y salí corriendo del restaurante gritando a todo pulmón que detuvieran al ladrón mientras lo perseguía.

En ningún momento me cruzó por la cabeza que (posiblemente) pudiera romperme la madre, que pudiera guiarme a un callejón u otro lugar donde hubiera amigos suyos que, además de romperme la madre, me robaran a mí mi pasaporte, dinero y papeles, o todo el tipo de escenarios que alguien como yo que ha vivido toda su vida en una Ciudad grande como la de México debería saberse de memoria si trata de sobrevivir en las calles. Yo sólo tenía el “ay no” de mi amiga en la cabeza, y la clara visión de que no debía dejar escapar al tipo.

Entonces ahí me tienen corriendo por las calles de Madrid a las tres de la tarde, persiguiendo a un ladrón y gritando a todo pulmón que lo detuvieran, mientras en general todo mundo se quedaba pasmado sin saber qué hacer.

Por suerte he estado haciendo ejercicio, incluyendo correr, así que fui acortando la distancia que me separaba del ladronzuelo, y yo creo que él se dio cuenta de que si seguían así las cosas no sólo lo iba a alcanzar; sino que probablemente lo hubiera tacleado cuando lo hiciera. Así que se detuvo y se dio la media vuelta.

Otra cosa que debo mencionar: yo no tenía ni puta idea de qué se había robado; sólo oí que el tipo había agarrado algo, y yo creí que le había robado la chaqueta a mi amiga. Cuando el tipo se dio la media vuelta comenzó a reclamarme a mí que él no había hecho nada, agitando su saco, que llevaba en la mano. El saco era obviamente de hombre, y además también estaba obviamente vacío (de hecho alcancé a tantearle los bolsillos). El tipo obviamente había hecho algo, porque nadie inocente se lanza a la carrera así en esas circunstancias, pero lo que yo supuse era que había tirado lo que se hubiera robado en algún momento mientras trataba de huir de mí.

En ese momento otro español se acercó corriendo, para hacerme el paro; el único que alcanzó a reaccionar a tiempo para hacerlo, pero yo ya estaba comenzando a darme cuenta de que no había mucho que pudiera hacer. Si hubiera atacado al ladrón (que además, repito, sinceramente no creo que yo tenga posibilidades de madrear a nadie, a menos que sea inválido o veinte años menor que yo), a lo mejor yo me metía en broncas: particularmente si no había ninguna evidencia de que hubiera hecho algo.

Así que dejé que se fuera (nos gritamos un par de cosas, pero creo que él estaba también bastante asustado de mí; por suerte no notó que probablemente yo estaba todavía más asustado que él), y regresé caminando al restaurante. Durante el trayecto varios madrileños me preguntaron si lo había agarrado; les dije que sí porque, bueno, técnicamente sí lo había hecho.

Al llegar al restaurante todo mundo estaba de pie, y mi amiga sonriente me mostró su bolso; el ladrón lo había soltado en el momento en que me levanté para perseguirlo. Nunca me di cuenta.

Después estuvimos riéndonos del asunto; pero creo que sí hice una soberana estupidez. Uno nunca sabe en este tipo de circunstancias, y en una de esas el tipo podría haber estado armado, o loco. O armado y loco.

Pero al final todo salió bien; nadie salió herido, mi amiga recuperó su bolso, y ciertamente me quedé con una muy buena historia (entre muchas varias) para contar de mi viaje a Madrid. Regresé hoy rendido, pero muy satisfecho de uno de los viajes más divertidos, interesantes, y (de forma medio involuntaria) emocionantes que he tenido.

Madrid es una ciudad maravillosa, y tengo que volver a ella un día. Con ladrones de bolsos o sin ellos.

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La Noche del Alacrán: 10

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10

Alejandro trató de no pensar mucho en Mayra, pero se le dificultaba por varias razones. En primer lugar seguía sintiéndose mal, pero no se le ocurría nada que pudiera hacer para redimirse con la muchacha… excepto tal vez andar con ella, y eso sin duda estaba descartado.

La segunda es que el recuerdo de sus encuentros sexuales lo asaltaban cuando las hormonas se le aceleraban… que solía ser en la mañana, al medio día, y en la tarde. Y todas las horas intermedias que pasaba despierto. Y a veces hasta dormido.

De hecho muchas veces estuvo a punto de llamarla, según él para disculparse; pero en el fondo sabía que sólo quería volver a coger con ella. Y entonces no la llamaba. Y se sentía mal también de pensar así; pero luego razonaba que no tenía nada de malo, y luego él mismo se decía que era ver a una muchacha únicamente como un objeto, y luego se decía que no mamara, que estaba exagerando. Y al final le dolía la cabeza, se masturbaba pensando en ella, y conseguía al menos dormir.

Así fue su vida respecto a Mayra hasta unos cuantos días antes del balonazo a su nariz y que Ana lo invitara al concierto; dos fines de semana antes de eso, Alejandro estaba baboseando en Perisur cuando se encontró a Mayra, de forma completamente inesperada.

La saludó y para su sorpresa ella ya no parecía enojada, así que le invitó un café en el Sanborn’s y platicaron largo y tendido. Él descubrió que seguía en general cayéndole mal, pero se sentía bien el poder disculparse y explicar cómo era que él había entendido las cosas. Ella pareció tomar su explicación bien, y ya cuando habían pagado y se iban a despedir, Alejandro dijo la pendejada:

—Me alegra poder haberme disculpado. Estaría chido que nos viéramos otro día.

Nada más decirlo, de nuevo se arrepintió de haberlo hecho. Mayra le sonrió, con un brillo medio extraño en los ojos.

—Me encantaría volver a verte— le dijo.

Y después lo besó en la mejilla y le dijo adiós. Él se quedó, una vez más, como un imbécil parado donde estaba. Inmediatamente le llamó a Ernesto para decirle la pendejada que había cometido.

—No te preocupes— le dijo Ernesto —; nada más no la llames. Yo creo que entenderá la indirecta.

Para el día del balonazo y el concierto Alejandro incluso había olvidado el asunto… hasta que vio a Érika bajarse del micro con Mayra detrás de ella.

—Güey— le dijo Alejandro A Ernesto, mientras las reinas se acercaban —, ¿qué hago?

—¿Huir?

—No mames.

—¿Por qué no le dices la verdad?

—Güey, ya hice llorar una vez a esta niña, y te lo juro que lo que menos quiero es volverlo a hacer.

—Contrario a lo que pudieras pensar— dijo Ernesto riendo —, a lo mejor es capaz de sobrevivir al tremendo choque.

—Tas bien pendejo.

No hubo tiempo de más conversación, porque Érika se acercó decidida a la puerta del copiloto, la abrió, y le dijo a Ernesto:

—Vente acá atrás conmigo, mi vida.

Fue tan rápido que Ernesto reaccionó por instinto y obedeció a su novia, mientras Alejandro lo miraba escandalizado. Pero se dio cuenta de que, realmente, no había nada que pudiera decir: lo más normal es que los novios se fueran en el asiento trasero si había un cuarto pasajero.

Mayra entró rápidamente al carro y le sonrió a Alejandro.

—Hola— le dijo.

—Hola— contestó Alejandro, y la besó en la mejilla cuando ella se inclinó.

—Hola Alex— dijo Érika.

—Hola— volvió a decir Alejandro.

—Hola Ernesto— dijo Mayra.

—Hola— contestó Ernesto.

Se quedaron callados unos cuantos segundos.

—Antes de irnos déjame comprar un chesco— dijo Ernesto de repente, y luego se dirigió a su novia —, ¿me acompañas?

—Claro— dijo Érika, y ambos bajaron del carro.

Alejandro vio incrédulo como su mejor amigo lo dejaba en el carro con Mayra. Ernesto tomó de la mano a Érika y caminó a un puesto de la calle.

—¿Por qué trajiste a Mayra?

—Me había contado que se encontró hace unos días a Alex, y que se tomaron un café, y que le había dicho que quería verla de nuevo.

Ernesto suspiró, pensando en la estupidez de su amigo.

—Estaba siendo educado— dijo —; Alejandro va al concierto porque lo invitó una chava que le gusta. En parte por eso te invité; probablemente nos abandone si se le hace con ella.

—No manches, ¿y qué va a pasar con Mayra?

—Pues no sé; justo por eso te saqué del carro, para poder explicarte todo.

—Yo pensé que querías dejarlos solos un momento.

—¡Verga!— exclamó Ernesto volteando a mirar el carro. Y como lo temía, Mayra ya estaba acariciando el pelo de Alejandro.

—¿Cómo has estado?— le preguntó Mayra a Alejandro mientras le acariciaba el pelo. Alejandro se estaba comenzando a sentir incómodo, pero no sabía cómo apartarse sin parecer grosero.

—Bien— contestó, y decidió que lo mejor era ser directo. Tomó la mano que le estaba acariciando el pelo y la puso entre las suyas —. Mayra; en vista de lo que pasó entre nosotros, quiero ser completamente honesto contigo. Al concierto me invitó una chava, que me gusta.

—Ah— dijo Mayra, y luego sonrió —. Qué mala suerte; yo sólo quería sugerirte que cogiéramos.

Alejandro se quedó sin habla unos segundos. Pinches viejas; todas estaban dementes.

—Ya me sacó Érika de mi casa— dijo Mayra, poniéndose algo seria —, y la verdad me da hueva regresarme. Si no te importa, déjame acompañarlos al concierto; te aseguro que cuando aparezca tu amiga me desapareceré.

—¿Segura? ¿No tienes problema con eso?

—Ya encontraré con quién coger por ahí— dijo tranquilamente Mayra, mirando por la ventana del carro.

Se veía particularmente sexy esa noche, y las hormonas de Alejandro lo hicieron dudar medio segundo. Tal vez un segundo completo.

—Gracias— dijo por fin, controlándolas —. Perdón; yo no tenía idea de que Érika te invitaría.

—No te preocupes. Me gusta que al menos seas honesto.

Ernesto y Érika volvieron a entrar, con refrescos para todos. Antes de que pudieran decir nada, Alejandro dijo:

—Bueno, ya que estamos todos listos; vámonos.

Arrancó y el carro y se encaminaron. Ernesto y Érika iban detrás sin saber exactamente qué decir, o hacer.

—Eh— balbuceó Ernesto —… ¿todo bien, ka?

—Todo perfecto.

Pasaron unos segundos en silencio. Alejandro podía ver por el espejo retrovisor que Érika estaba preocupada, pero como seguía ligeramente molesto de que lo hubiera emboscado invitando a Mayra no le dijo que todo estaba bien.

Dejaron el carro en el Estadio Olímpico Universitario y caminaron hacia las islas; la gente comenzaba a llegar, pero realmente no había muchas personas todavía. En el camino Alejandro y Ernesto se separaron unos pasos de Érika y Mayra, y el primero actualizó al segundo en cómo estaba la onda. No las podía oír, pero estaba seguro de que Mayra también le estaba explicando a Érika.

Varios grupos de chavos de distintas edades se encaminaban a las islas; cuando Alejandro, Ernesto, Érika y Mayra tuvieron a la extensión de pasto a la vista, pudieron observar que el escenario ya estaba puesto y que algunos técnicos andaban probando el sonido.

Las islas estaban con más gente de la común a esa hora, pero no llenas. Algunos grupos tomaban chelas o fumaban mota, e incluso un partido de futbol se desarrollaba en la enorme extensión de pasto con islas de árboles alrededor.

Los muchachos se detuvieron no muy lejos del escenario, ligeramente indecisos de qué hacer a continuación. Alejandro quería buscar a Ana, pero tampoco quería verse tan desinteresado en sus cuates, además de que quería asegurarse (o al menos eso se decía) de que Mayra estaría bien. La muchacha entonces le hizo un favor cuando les dijo a todos:

—Oigan, si no les importa me voy a dar un rolín a ver a quién me encuentro.

Y sin más se dio la media vuelta y se fue. Alejandro sintió una confusa mezcla de pena y alivio. Érika lo miraba con el ceño ligeramente fruncido.

—Oye— le dijo Alejandro —, no fue mi culpa.

—Ajá— contestó Érika —. Pinche Alex; te manchaste con mi mejor amiga.

—Sí, pero me disculpé; y no fue idea mía invitarla hoy.

—Hombres— dijo Érika girando los ojos, como si eso diera por terminada la discusión. Sin derecho a réplica.

—Bueno— dijo Alejandro, sin ganas de discutir —; voy a buscar a Ana.

—Suerte— dijo Ernesto.

Alejandro se internó en la masa de gente, que de pronto había aumentado considerablemente. Podía llamarle a Ana, pero sentía que sería una buena señal que pudiera encontrarla sin necesidad de hacerlo.

Estaba recorriendo las islas, pasando entre los grupos de chavos que se iban congregando en el lugar, cuando alguien le tocó el hombro. Alejandro se dio la media vuelta.

—Hola mi rey— dijo, con una alegre sonrisa, Elena.

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La Noche del Alacrán: 9

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9

Elena y Alejandro fueron a cenar a un Vips. Por alguna razón que él no podía terminar de entender, Elena adoraba la sopa Vips; le encantaba comerla de noche en particular.

Cuando se saludaron en la entrada, Elena miró suspicazmente a Alejandro, quien tenía el pelo algo revuelto, y la ropa algo arrugada; pero según él nada como para llamar la atención.

Elena lo siguió mirando unos segundos suspicazmente, hasta que de repente se le acercó mucho; su cara estaba a unos cuantos centímetros de su cuello. De manera ligeramente perturbadora, Elena lo olió.

—Acabas de coger— dijo sonriendo pícaramente.

Alejandro no pudo evitar sonrojarse. Elena estalló en una carcajada y le dio un beso en la mejilla.

—¿Por eso me llamaste? ¿No te están cogiendo rico?

—El problema es que me están cogiendo demasiado rico— contestó el, algo molesto.

La sonrisa se borró de inmediato de la cara de Elena.

—¿Cómo?

Habían ya entrado al restaurante y se habían sentado en una de las mesas. Pidieron de comer a una mesera y Alejandro le contó los hechos (sus dos exasperantes citas con Mayra, el sexo ligeramente sucio), sin decirle cómo se sentía respecto a ellos. En gran medida porque no lo sabía.

Cuando terminó, Elena lo miraba seria.

—¿Te gusta coger con esta niña?— le preguntó.

—Sí— contestó él de inmediato, porque eso sí lo tenía bien claro.

—Bueno…

—De hecho me gusta mucho.

—Ajá.

—De hecho es perturbadoramente satisfactorio; Mayra hace cosas (y me deja hacerle cosas) que creo sólo he visto en películas porno.

—Entiendo.

—Pero es que además parecería que tenemos una especie de conexión sexual; yo no tengo que decir nada porq…

—¡Que ya entendí, chingao!

El sonido de las conversaciones en mesas aledañas se paró de inmediato; todo mundo había volteado a mirar a Elena. Alejandro también la veía, sacadísimo de onda. Aunque sí la había oído gritar cuando tronó con su novio, y en varios de los mundialmente famosos estallidos histéricos que ella tenía, nunca le había gritado a él. De hecho en general siempre le hablaba como niño chiquito.

Elena se llevó las palmas de las manos a los ojos.

—Perdón— dijo, y suspiró como si estuviera contanto —. Bueno, ¿cuál es el problema entonces?

—Que no sé como me siento teniendo una relación puramente sexual con una muchacha que, siendo franco, creo que no me gusta…

—¿Físicamente?— lo interrumpió Elena.

—Eh… ¿perdón?

—Sí, ¿físicamente no te gusta?

—Claro que no, ¿crees que tendría sexo con alguien que no me gustara físicamente?

—Tuviste sexo conmigo…

—Yo… ¿qué? ¿De qué carajos hablas?; tú siempre me has gustado mucho.

Elena sonrió de una manera, que si Alejandro no la conociera, hubiera calificado de coqueta.

—Gracias.

—Como sea, Mayra es guapa. Muy guapa.

—Sí.

—Y se arregla muy bien…

—Ajá.

—…de hecho hoy traía puesta una tanga que…

—Rey— dijo Elena llevándose las mano a la cara —, no me interesa eso, ¿entiendes?

—¿Perdón? ¡Te estoy contando mis broncas!— exclamó Alejandro indignado; nunca antes Elena le había dicho que no quería oír algo.

—Sí, pues; pero para eso no tengo que oír de qué color son los calzones de la vieja que te está cogiendo.

La mesera llegó a la mesa justo cuando Elena hacía ese comentario, y les sirvió la comida mirándola feo. Elena se sonrojó.

—Estás rara hoy— dijo Alejandro tomando su tenedor y comenzando a comer.

A lo largo de la cena él trató de explicarle los sentimientos encontrados que tenía. Elena lo escuchó con atención, y contrario a como era ella normalmente se mantuvo callada casi todo el tiempo.

Pagaron la cuenta y salieron a la calle, que ya estaba notablemente vacía. El metro quedaba cerca, y se encaminaron hacia allá.

—¿Entonces tú que opinas?— preguntó Alejandro, que se había cansado de esperar a que ella solita le dijera qué debía hacer. Elena suspiró.

—Mira, lo que yo tengo ganas de decirte es que dejes de verla de inmediato, y te podría inventar media docena de razones de porqué eso es lo que te conviene. Pero la verdad es que creo que estás haciendo una tormenta en un vaso de agua; la chava te gusta físicamente, y físicamente te da placer. Y supongo que tú a ella también, porque te sigue llamando. Y porque ya he probado la mercancía— añadió sonriendo pícaramente.

Habían llegado al metro y entrado; Alejandro iba en una dirección, y Elena en otra, y se detuvieron donde debían separarse.

—Así que creo que deberías seguir cogiendo con ella— continuó Elena, suspirando como si lo dijera muy a su pesar —. Si ya se evitó lo único que te molestaba, que era tener que soportar sus estúpidas conversaciones, no veo por qué tengas que privarte (y a ella, de hecho) el placer de coger si a ambos les gusta. Y ciertamente es mucho mejor a que te la estés jalando en tu cuarto.

—¡Oye!

—Ay mi rey— le dijo Elena tocándole tiernamente la mejilla —. No trates de negarlo.

Alejandro sonrió, pero después frunció el ceño, y la miró suspicazmente.

—¿Qué quisiste decir con que tú querrías decirme que ya no la viera?

Elena suspiró y se acercó aún más a Alejandro. Lo hubiera podido besar de lo cerca que estaba.

—Porque la verdad no me gusta la idea de que te esté cogiendo otra vieja.

Alejandro se quedó sin habla unos momentos, y después volvió a fruncir el ceño.

—Pero nunca me dijiste nada de Angélica.

—Ay mi rey; era obvio que esa nena no te iba a coger rico. Y de hecho me ves tan tranquila porque es obvio que la personalidad de esta muchacha te revienta los hígados. Si no me verías histérica de celos.

Alejandro la miró como idiota. Ella lo besó en los labios, de nuevo tan suavemente como si fuera su hermana.

—Que seas mi amigo y que yo tenga novio no quiere decir que no me pueda poner celosa— dijo dignamente, y comenzó a caminar hacia la dirección del metro que la llevaría a su casa —. Pero que conste que no me vi egoísta y no te dije que la dejaras de ver —añadió antes de desaparecer por la escalera.

Alejandro se quedó donde estaba unos segundos, como pendejo. Por fin dio media vuelta y se encaminó al andén del metro que le tocaba, pensando que su mejor amiga sin duda alguna estaba loca como pelona de hospicio.

Así que durante algunas semanas siguió viendo a Mayra; funcionaban de forma casi clínica: se veían exclusivamente para coger, intercambiando las menos palabras posibles. A veces ni hablaban; llegó a ocurrir que Alejandro recibía un mensaje por su celular (“¿puedes hoy a las cinco?”) y él sólo contestaba una sílaba (“sí”); cuando llegaba a casa de ella era directo a lo que trujía.

Probablemente hubieran podido seguir así varios meses, pero entonces a Érika se le ocurrió la idea de que ella, Mayra, Ernesto y Alejandro salieran en una cita doble. Primero se lo comentó a Ernesto (o más bien le avisó que así ocurriría) y luego a Mayra. A Alejandro no le dijo nada, porque dio por hecho que Mayra se lo diría, cosa que en efecto ocurrió.

Así fue como pasó: un día Mayra le mandó un mensaje del celular preguntándole si sus papás estarían en la tarde; él le contestó que no, y ella a su vez le dijo que llegaría como a las cuatro. Llegó, cogieron un par de veces, y cerca de las seis Mayra y él estaban recostados en su cama. Alejandro estaba esperando unos minutos para que ella dijera que ya tenía que irse; él había entendido que lo que procedía entonces era decirle que la acompañaba a la parada del micro, y ya después podía seguir con su vida. Ya bien cogido.

Pero en lugar de decirle que ya tenía que irse, le acarició una tetilla y le dijo:

—Érika quiere que salgamos los cuatro el fin de semana. Lo está organizando con Ernesto y me dijo.

Alejandro hizo un sonido parecido a un gemido de dolor.

—¿No quieres ir?— preguntó Mayra, un ligero aire de sorpresa en su voz.

—Por supuesto que no quiero ir— contestó aún más sorprendido Alejandro —, ¿por qué querría ir?

—Bueno, Ernesto es tu mejor amigo, y Érika es su novia. Y voy a estar yo, obviamente.

Alejandro la miró como pendejo durante varios segundos.

—Ajá— dijo lentamente —… ¿y?

—Bueno— dijo Mayra, ahora sí con una nota más que perceptible de inseguridad en su voz —, como novios debemos hacer ese tipo de cosas de vez en cuando, ¿no? No podemos nada más hacer el amor.

El muchacho sintió una mezcla de incredulidad y risa; en primer lugar estaba casi seguro de que lo que ellos tenían no podía calificarse como “noviazgo”… y en segundo lugar estaba segurísimo que lo que ellos hacían no era “el amor”. Era un sexo sucio, vulgar e increíblemente satisfactorio; pero ciertamente no era “hacer el amor”.

En ese momento cayó en cuenta de que, si se ponía algo cursi, nunca había “hecho el amor” en su vida. Le hubiera gustado hacerlo con Elena, pero cuando ella detectaba que él quería algo más que sexo o amistad no lo dejaba acercarse ni a medio metro, así que al final sólo podía calificar como “sexo” lo que había tenido con ella. Con Angélica, desde un punto de vista técnico, nunca se acostó. Hicieron un montón de cosas, pero aunque él creía que el cariño de la muchacha por él era sincero, lo cierto es que él nunca sintió lo mismo. Y bueno, con Mayra él estaba seguro de que, al menos de su parte, no había nada que se pareciera a “amor” en el asunto. De hecho, le comenzaba a caer mal cuando abría la boca para hablar.

Como en ese momento estaba pasando; el caer en cuenta de que nunca se había acostado con una chava que quisiera, aunado al hecho de que Mayra se atreviera a llamar su relación como “noviazgo”, y que además por alguna razón su voz de por sí siempre lo sacaba de quicio, hizo que contestara algo que cualquiera con dos dedos de frente no hubiera contestado… y además con un tono de voz que hizo que después se arrepintiera de haberlo usado.

—Nosotros no somos novios— dijo, con una voz que combinaba enojo, hartazgo y cierta burla —, y ciertamente no “hacemos el amor”. Nosotros cogemos.

Nada más las palabras terminaron de salir de su boca, Alejandro se arrepintió de haberlas dicho. No porque fuera mentira (era lo que pensaba); pero sí se dio cuenta (demasiado tarde) de que el tono era innecesario. Además notó que había lastimado mucho a Mayra, cuando vio que los ojos de la muchacha se comenzaban a llenar de lágrimas.

—¿Entonces para ti todo esto sólo ha sido por el sexo?— preguntó ella, con la voz rompiéndosele por las lágrimas.

Alejandro se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir. Estaba consciente de que se había manchado, pero él creía que era un acuerdo tácito entre ellos que nada más se veían por el sexo.

Mayra se levantó mientras trataba de contener, inútilmente, sus lágrimas, y comenzó a vestirse lo más rápido que pudo. Salió de su recámara, de su casa y de su vida llorando ya a lágrima viva.

Alejandro se quedó en la cama, como un completo imbécil, sin estar seguro de qué era lo que había ocurrido. ¿Cómo era posible que Mayra creyera que eran novios? Solamente cogían; incluso había sido ella la que había sugerido ir a un lugar para estar a solas en la segunda cita (que él intentó fuera una cita de verdad), y después nunca le dijo nada de volver a salir para otra cosa que no fuera coger. Jamás le platicó sus problemas o le preguntó por los suyos. Él había llegado a sentirse utilizado sexualmente.

Como Mayra se negó rotundamente a volver a verlo o ni siquiera a contestarle el teléfono, fue Ernesto, quien se enteró a través de Érika, quien le contó cómo había sido que Mayra había entendido las cosas.

—Ella creía que no te gustaba hablar— le dijo Ernesto mientras estaban en su cuarto, fumando mota.

—¿Y por qué creía eso?

—Porque parecías enojarte cada vez que hablaban.

Alejandro asintió, concediendo eso. Sólo que no era que no le gustara hablar; es que no le gustaba hablar con ella.

—Pero ella se me lanzó, la primera y la segunda vez que nos vimos.

—Creyó que se te dificultaba expresar tus sentimientos. Consecuencia, o motivo, dentro de su cabeza, de que no te gustaba hablar.

—¿Y ella por qué no hablaba?

—Porque entonces parecías enojarte más.

Alejandro volvió a asentir, concediendo también eso. Ciertamente no soportaba su voz en general.

—¿Pero cómo pudo creer que éramos novios?

—Pues como no podías expresarte— continuó Ernesto, que todo el tiempo había tenido una sonrisa de oreja a oreja porque se le hacía hilarante el asunto —, ella pensó que acceder a coger fue tu gutural manera de estar de acuerdo que sí querías andar con ella. Por alguna razón le gustas mucho.

—Déjame adivinar, y todo el sexo que tuvimos era la única manera en que yo podía expresar que la quería.

—Exacto.

Alejandro le dio un toque al churro de mota. Sentía que la ocasión lo ameritaba.

—Entonces todo este tiempo ella no creyó, como yo, que nos juntábamos nada más para coger; creyó que éramos novios, y que yo tenía un problema de comunicación y por lo tanto mis sentimientos sólo los expresaba cogiendo como conejo con ella.

—Algo así. Érika está muy ofendida por cómo te portaste.

—Sí me manché en cómo dije las cosas; pero que no mame, yo no tenía forma de entender que Mayra pensaba como pensaba.

—Consecuencia de que no te gusta hablar. Ábrete, carnal, no te cierres en un caparazón. Deja que el amor entre a tu vida.

Los dos muchachos se rieron, tosiendo.

—Oye— dijo Alejandro —, ¿y tú no sabías cómo pensaba Mayra?

—No; por lo que tú me platicabas yo entendía lo mismo que tú, que sólo quería utilizarte como objeto sexual.

—¿Y Érika?

—Érika, por lo que Mayra le platicaba, entendía que tú y ella eran una feliz pareja, si bien contigo teniendo algunos problemas para expresar tus sentimientos.

—¿Y nunca compararon notas, carajo?

—Cabrón; no te ofendas, pero el universo no gira en torno a ti. Tengo mejores cosas de qué platicar con mi novia que de tu vida sentimental.

—¿Y cuando sugirió que saliéramos los cuatro juntos?

—Se me hizo algo raro, pero no terriblemente raro. Digo, si te cogías a Mayra podías ir a comer con ella a un restaurante, ¿no?

Alejandro le envió a Mayra un largo mensaje por celular diciéndole que sentía cómo se había portado, pero que sencillamente él había creído otra cosa, y trató de seguir con su vida. Su lado racional le decía que él no tenía ningún motivo por el cual sentirse mal; cualquiera hubiera podido entender las cosas como él las había entendido. Pero eso no evitó que se sintiera de la chingada un tiempo. Se sentía culpable de haber lastimado a una muchacha que, si bien nunca le cayó muy bien, sí le había puesto unas cogidas monumentales.

Cuando se lo comentó a Elena, su amiga se desternillaba de la risa.

—¿Entonces la vieja pendeja creía que te la cogías en cuanta posicion podías porque era tu única manera de mostrar tu profundo amor?— preguntó, botada de la risa.

—Sí.

Elena soltó una alegre carcajada que hizo que el resto de la gente en el Centro de Coyoacán voltearan a verla. Estaban caminando cerca de la iglesia, comiendo un helado.

—¿Entonces ahora te quedaste sin nalguita?— preguntó Elena, los ojos brillando de alegría. Parecía disfrutar mucho de oír las pendejadas que le ocurrían.

—Así es— contestó Alejandro, sonriendo contra su voluntad. No le gustaba cómo Elena se burlaba de una situación que, si bien no era una tragedia griega, tampoco era para estarse botando de la risa; pero el buen humor de ella era tan desbordado que se lo estaba contagiando quisiera o no.

Elena se detuvo enfrente de él, con las manos sosteniendo el helado a sus espaldas, y poniéndose de puntitas le dio un beso en la punta de la nariz.

—Es lo mejor mi rey— le dijo más seria, pero todavía sonriendo y con los ojos brillantes —. No eres de los que nacieron para sólo tener sexo con una muchacha.

Elena se dio media vuelta y siguió caminando, comiendo tranquilamente su helado. Alejandro, todavía sin moverse, frunció el ceño.

—¡Oye!— le gritó a Elena, que ya se había alejado unos tres metros —; no parecías tener esa opinión cuando la muchacha eras tú.

Elena lo volteó a ver y le guiñó el ojo, de una forma que él hubiera considerado coqueta si no fuera porque la conocía.

—Eso era distinto— dijo ella —. Yo soy maravillosa.

—Y medio demente— añadió Alejandro alcanzándola.

—Sí, sin duda. Pero eso no me quita lo maravillosa.

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Best Galactica Scene EVAR

…: You need to think about the people of this fleet now, and surrender.
Laura Roslin: No.
Laura Roslin: Not now. Not ever.
Laura Roslin: Do you hear me?
Laura Roslin: I will use every cannon, every bomb, every bullet, every weapon I have down to my own eye teeth to end you.
Laura Roslin: I swear it!
Laura Roslin: I’m coming for all of you!

I'm coming for all of you!

I’m coming for all of you!
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The Curious Case of Benjamin Button

Víctor descubrió un cine que pasa películas subtituladas, y fuimos en bola a ver The Curious Case of Benjamin Button. Se aplican las de siempre.

The Curious Case of Benjamin Button

The Curious Case of Benjamin Button

Benjamin Button es un tipo que nace cuando acaba la Primera Guerra Mundial, y que tiene la curiosa característica de que nace siendo un viejito; con artrítis, cataratas, sordo, y que conforme pasa el tiempo se va haciendo cada vez más joven. Su padre, horrorizado, lo abandona en un asilo de ancianos, donde es adoptado por una muchacha negra (la espectacular Taraji P. Henson, robándose todas las escenas donde aparece), y el niño-anciano es criado entre puros viejitos, lo cual tal vez era lo mejor que le podía pasar.

La película es narrada en la forma de un diario, que termina en posesión de Daisy, el amor de su vida, y que la hija de Daisy se lo lee cuando está a punto de morir.

Bajo una premisa tan estúpida, está una película muy bonita, y un descarado vehículo para exaltar las cualidades de Brad Pitt como actor. Que funciona; el tipo actúa muy bien. La vida de Benjamin Button termina siendo no muy distinta a la de todo el mundo; aprende, sale de su casa, se enamora, vive, y al final muere porque no puede volverse todavía más joven. Las circunstancias de su “defecto” (que cada vez se vuelve más joven) realmente no añaden mucho a la trama, excepto para (repito) exaltar las cualidades actorales de Pitt.

A mí me gustó mucho la película; las actuaciones por sí mismas harían que valiera la pena, pero además está magníficamente hecha (la única escena de acción es fabulosa, por ejemplo), la historia de amor es bonita, y es muy divertida (si no hilarante) en muchas partes. Y no se notan las casi tres horas que dura, lo cual siempre es una buena señal.

El cine en que la vimos estaba incomodísimo, pero suficientemente decente, y yo decidí ignorar el subtitulaje, porque tenía muchas cosas idiomáticas de España. Pero estuvo bien; me divertí.

Vayan y véanla.

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La Noche del Alacrán: 8

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

8

Alejandro y Ernesto se estacionaron cerca de la parada de microbuses en Zapata, dispuestos a esperar a Érika. No habían pasado cinco minutos cuando Ernesto dijo:

—Ahí viene.

Érika bajó del micro, y los dos muchachos notaron que no venía sola: una muchacha la acompañaba. Alejandro miró paniqueado a Ernesto.

—Güey— le dijo —, ¿le mencionaste que una chava me invitó y básicamente voy porque me la quiero a ligar?

—Ehhh… no. Le dije que había un concierto.

—¡Mierda! ¿Sabes entonces quién seguro es la chava que viene con ella?

Ernesto sonrió maliciosamente.

—Sí; Mayra.

—Mayra.

—Yep, Mayra.

Los dos chavos se hicieron hacia adelante en sus asientos para mirar a las muchachas que se acercaban.

—Mayra— dijeron al unísono.

Poco después de que Érika y Ernesto se desvirgaran mutuamente, a la chava se le ocurrió una idea fabulosa; ¿por qué no presentar a Alejandro con su mejor amiga de la Prepa 6, Mayra? Con algo de suerte y comenzarían a andar, y Alejandro dejaría de estar jodiendo con ver a Ernesto, cuando Érika y él querían disfrutar casi todo el tiempo del recién descubierto placer de estar cogiendo.

A Alejandro le gustó la idea; por cómo la había descrito Ernesto Mayra parecía una chava guapa e inteligente, y ya había pasado un tiempo desde que había dejado a Angélica.

Así que Alejandro y Mayra salieron al cine un día. Érika realmente quería una cita doble, pero Alejandro se negó rotundamente a la idea: no le tenía miedo al ridículo siempre y cuando fuera en frente de completos desconocidos.

Alejandro había elegido con antelación la película, y las cosas comenzaron a ir de bajada cuando Mayra se quejó de que estuviera subtitulada; le dijo que se cansaba de leer los subtítulos.

Todo fue empeorando a partir de ese momento; Alejandro no pudo determinar si en bruto era ella inteligente o no, pero sí se percató de que, bajo su definición, era una pendeja. No había leído jamás un libro que no le hubieran dejado en la escuela, e incluso varios los había evitado viendo la película… doblada, de ser posible. Veía como cinco telenovelas y estaba al tanto de las vidas personales de los principales actores en ellas; no que Alejandro tuviera nada en contra de eso, pero parecía que esa era la única preocupación que tenía en la vida la muchacha.

Alejandro trató de ser cortés, pero conforme fue pasando el tiempo en la cita se percató de que no soportaba a Mayra. Y ciertamente era guapa; muy guapa, y más por el hecho de que se esmeraba al arreglarse. Pero incluso su voz comenzaba a parecerle como el sonido de un taladro perforando su cerebro.

Así que, después del cine y de cenar (Mayra le comentó que no había entendido la película… que era una comedia romántica), Alejandro tenía una cara que parecía tuviera un pedazo de caca en la punta de la nariz. De verdad hizo un esfuerzo por comportarse educadamente, pero encontraba tan insoportable a la muchacha que tenía que estarse conteniendo para no gritarle que se callara.

Porque además parecía no poder dejar de hablar.

Con alivio la fue a dejar a su casa (su papá le prestó la nave ese día), y cuando llegaron se estacionó y apagó el carro. No tenía intención alguna de bajar y abrirle la puerta, así que se quedó ahí mirándola con ojos que le querían decir que como que ya era hora de que le llegara.

La muchacha le sonrió y le dijo:

—Me la pasé muy bien.

Alejandro tuvo que hacer un esfuerzo por contener la risa; era imposible que nadie pudiera considerar las cuatro horas pasadas como algo “bueno”. Así que o la chava estaba tratando de ser amable, o de verdad tenía algún tipo de daño cerebral.

Pero su humor se transformó en pánico cuando la chava se quitó el cinturón de seguridad y se inclinó lentamente hacia él. No era posible; ¿de verdad quería que la besara? ¿Qué carajos tenía mal esta muchacha? ¿Cómo era posible que hubiera interpretado las cosas de tal forma que pensara que él quería besarla?

Resultó que el equivocado era él: la chava no quería beso de las buenas noches. Mayra se siguió inclinando hasta que su cabeza estuvo en el regazo de Alejandro, y con manos rápidas y hábiles le desabrochó el pantalón para comenzar a hacerle, ahí mismo en frente de la casa de ella donde probablemente estarían sus padres, el guagüis más fabuloso que jamás le hubieran hecho.

Que, lamentablemente, no eran tantos.

Alejandro no hizo nada inicialmente porque estaba básicamente en shock por la sorpresa. Después no hizo nada porque se sentía muy rico. Y después lo único que pudo hacer fue gemir lo más discretamente que pudo, mientras lo aterrorizaba la idea de que alguien los fuera a cachar. De hecho, la imagen del papá de Mayra saliendo de la casa y descubriéndolos hizo que se riera un poco.

—Voy a terminar— dijo Alejandro con la voz entrecortada, cuando sintió que no faltaba mucho.

—Mmmh mmmh— murmuró Mayra sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, y de hecho (Alejandro pensó en el término adecuado) “echándole más ganas”.

Alejandro pensó que era ligeramente extraño venirse dentro de la boca de una chava que no tenía veinticuatro horas de haber conocido; pero como ella no parecía tener problemas con eso, sencillamente se dejó ir. O venir.

Mayra procedió a tragarse todo el asunto, que a Alejandro no pudo evitar sentir que era ligeramente obsceno y (tal vez por lo mismo) increíblemente cachondo, y después volvió a abrochar su pantalón sonriéndole. Le dio un beso sorprendentemente tierno en los labios, y le guiñó un ojo.

—A ver cuándo volvemos a vernos, ¿sí?

Y alegremente se bajó del carro y se dirigió a su casa moviendo los dedos a forma de despedida, sin dejar de sonreír todo el tiempo. Alejandro se quedó en el carro con una extraña satisfacción, y sin saber exactamente qué había ocurrido. Ni por qué.

Lo más sorprendente fue que se encontró a sí mismo llamándola un par de días después, para que fueran a una exposición en el Centro Cultural Universitario. Trató de prestar atención a lo que decía, por si estaba perdiendo algún tipo de sutileza en su conversación. Trató de verdad de encontrar una chispa de su personalidad que le atrayera, de descubrir algo que a él le pareciera inteligente o interesante de ella.

Nada. Al poco tiempo (ni una hora llevaban baboseando en la exposición) Alejandro quería sacarse los ojos; se estaba aburriendo horrores, y además la chava tenía la peculiaridad de que no sólo lo exasperaba: su sola presencia le fastidiaba incluso la exposición, que en otras circunstancias igual y hubiera disfrutado bastante.

Así que de nuevo tenía su cara de tengo-caca-en-la-punta-de-la-nariz, cuando ella le tomó la mano y lo miró de una manera que él sólo podía describir como lujuriosa.

—¿No quieres que vayamos a un lugar donde podamos estar solos?— le preguntó.

Alejandro rompió sus propias costumbres y tomó un taxi para llevarla a su casa. Durante el trayecto ella comenzó a besarlo y a tocarlo, de forma francamente lasciva, valiéndole completamente madres que el conductor los mirara divertido por el espejo retrovisor.

Ya en su casa y en su cuarto Mayra procedió a darle una cogida que él sólo pudo calificar como “monumental”. La muchacha tenía una especie de sexto sentido o algo por el estilo, porque hacía justo lo que quería que hiciera justo cuando quería que lo hiciera, y sin tener que decir nada. Y además Alejandro rápidamente se dio cuenta de que cuando cogían ella se mantenía callada. Lo cual era una ventaja.

Cuando acabaron el tercer round (ella tenía la capacidad de prenderlo de nuevo casi de inmediato), ella lo abrazó y le preguntó con voz algo cansada si la acompañaba a la parada del micro.

Alejandro vio alejarse al micro con Mayra dentro, y se quedó en la calle tratando de descifrar lo que sentía (además de un ligero dolor en las piernas; durante el segundo round la estuvo cargando estando él de pie).

Decidió que pensaría en eso luego, y se fue a dormir a su casa.

Cuando unos pocos días después ella lo invitó a salir y le dijo que pasara por ella a su casa, Alejandro pensó seriamente en decir que no. El sexo era fabuloso, y además (a falta de un mejor término) sucio, en una buena manera. Pero de verdad el pasar tiempo con ella no cogiendo era medio desesperante.

Al final ganaron sus ganas de coger, y fue por Mayra a su casa. Ella lo invitó a pasar y, para sorpresa (y algo de alivio) de Alejandro, procedió a seducirlo sin ni siquiera preguntarle cómo había estado, o si quería un vaso con agua.

Unas horas después, habiendo hecho cosas que Alejandro estaba seguro debían estar prohibidas en algunos países, Mayra le dijo tranquilamente que sería bueno que se fuera, porque sus papás no debían de tardar. Eso le hizo darse cuenta de que eran las únicas palabras que habían intercambiado desde que se saludaron y ella lo invitó a pasar.

Se vistió y puso los tenis, de nuevo sin saber exactamente cómo se sentía.

—¿Te llamo después?— le preguntó cuando estuvo listo para irse. Ella ni siquiera se había levantado del suelo, donde habían cogido la última de varias veces, apenas cubierta por un cobertor. No tenía cara de que lo acompañaría a la puerta.

—Sí— contestó ella, y Alejandro tuvo la impresión de que no le interesaba en lo más mínimo si la llamaba diez minutos después o nunca.

Él solito se salió de la casa, procurando cerrar bien detrás de sí. El metro estaba a algunos kilómetros, y decidió caminar esa distancia para poder pensar. Desde un punto de vista puramente práctico la situación parecía buena; daba la impresión de que ella tampoco quería nada que no fuera sexo (¿si no porqué ni siquiera le había preguntado cómo estaba cuando llegó a su casa?), y entonces las horribles horas que había pasado con ella cuando habían salido nunca más volverían a repetirse, porque ya establecidas las reglas quedaba claro que cuando se vieran únicamente cogerían.

Pero una parte suya se sentía mal al respecto. Estaba el hecho de que Mayra al parecer sólo lo utilizaba sexualmente… que no era una tragedia en sí mismo, y además él también la utilizaba sexualmente a ella. Pero eso no quitaba que se sintiera mal al respecto.

Y estaba el hecho de que, si lo analizaba seriamente, en el fondo Mayra le caía mal. ¿Por eso sería tan rico el sexo?, pensó durante un segundo. Le estaba empezando a doler la cabeza, pero sí quería entender cómo se sentía. Y entonces pensó en la única persona que a veces parecía entenderlo mejor que él mismo, y sacó su celular del bolsillo.

—Hola— dijo cuando contestaron —, ¿estás ocupada? Me gustaría platicar tantito.

—Claro, mi rey— contestó Elena.

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Febrero

Comenzó febrero y con eso hubo muchos cambios.

En primer lugar ahora tengo un compañero de habitación; es bastante simpático, pero la verdad nos vemos poco porque él está en un curso y yo en otro, así que sólo nos medio saludamos en la mañana y en la noche. De interés es que es musulmán, lo cual es interesante para mí porque nunca había vivido con uno. No más espagueti con tocino este mes, me parece.

La otra es que comenzaron los cursos intensivos, y la parte de intensivos es en serio; apenas llevamos dos días y sí han sido pesados. También tiene que ver que sigo yendo al magnesio, porque había ido diario (sin contar fines de semana) y no quiero detenerme. Eso me obliga a levantarme a las siete, porque los cursos empiezan a las 9:30; y entonces también debo estar cargando una bolsita con las cosas del gimnasio, porque no me da tiempo de regresar a la Vila a regresarlas.

Los cursos han sido pesados, pero fabulosos. El primero lo está dando Jiří Matoušek; todo mundo me había hablado maravillas de él, y por supuesto conozco algunos de sus libros: pero nadie me había dicho que es un expositor maravilloso. No sólo habla de cosas interesantes y las expone magistralmente; también es muy divertido y maneja muy bien el ritmo de sus pláticas. Y digo, estoy entendiendo y aprendiendo un montón de cosas, lo cual siempre es bueno.

Como esta semana empezaban los cursos, el sábado fuimos a cenar a un buen restaurante en Barcelona. Yo esperaba más comida (tenía hambre), pero estuvo rico y divertido, y después fuimos a unos tres bares a tomar alcohol y platicar, no necesariamente en ese orden de importancia. Cerca de las cinco de la mañana algunos ya queríamos regresarnos, y como no hay camiones ni tren a esa hora tuvimos que tomar un taxi. Salió a 8 euros por persona entre 4, lo cual me parece “razonable” (bajo una definición muy amplia de razonable).

Al otro día mi cuate Eddie nos había invitado a todos a irlo a ver bailar swing; pero yo fui el único que no estaba tan cansado, crudo o borracho (o el único lo suficientemente demente) como para pararme y acompañarlo. Para que los cuates aquí no se lo perdieran lo filmé con mi cámara digital; pueden verlo bailar aquí.

Ahí nos encontramos otra compañera del curso, y fuimos los tres al Museo Picasso, que no quiero sonar ingrato (era gratis por ser el primer domingo del mes), pero la verdad me decepcionó un poco. Pero también pude probar la versión española (o al menos de Barcelona) de churros con chocolate.

Mañana tenemos día “libre” (no hay curso intensivo), pero más bien será estudiar todo lo que vimos los primeros dos días, y por supuesto seguir trabajando en los problemas “normales”. Así que no esperen una actualización del blog en pocos días.

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La Noche del Alacrán: 7

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

7

Camino al metro Zapata, para recoger a Érika, Alejandro y Ernesto se rieron de lo que acababa de pasar con el cactus.

—Hay que darle una medalla a tu cactus.

—Sí güey; tomó una por el equipo.

—Ei; y después de todo lo que había sobrevivido.

—¡Oye!, yo creo que se va a poner bien. No creo que algo de fuego lo haya matado.

—¿Tú crees?

—No tengo ni puta idea, pero eso espero. Mañana le llamo a Elena y le pregunto qué tengo que hacer para que se componga.

Porque el cactus era regalo de Elena. Más o menos así había ocurrido: poco después de que Alejandro terminara con Angélica, Elena y él volvieron a frecuentarse más o menos seguido. Se habían alejado un poco después de que ella consiguiera su novio, y todavía más cuando Alejandro comenzó a salir con Angélica.

Un día Elena le pidió que la acompañara al mercado de flores de Xochimilco, y Alejandro fue porque no tenía nada mejor que hacer. Estuvieron baboseando un ratote, viendo flores, macetas y plantas en general, mientras Elena al parecer buscaba algo. Alejandro no decía nada porque estaban platicando muy chido, pero después de cerca de dos horas comenzó a desesperarse.

—¿Qué estás buscando, a todo esto?— preguntó por fin.

—Unas flores.

—Mmmh. ¿De qué tipo?

—Básicamente del tipo que más te gusten.

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Si no para qué crees que te traje?

—Ah. No sé; esperaba que por el placer de mi compañía.

Elena lo miró con ternura.

—Esa la puedo tener por teléfono. Necesito tu opinión como hombre.

Y ciertamente todo ese tiempo había estado preguntándole qué le parecían tales o cuáles flores, lo que a él básicamente había estado contestando con “están chidas” casi todas las veces.

—¿Y se puede saber para que necesitas la opinión de un hombre?

—No; no la opinión de un hombre; tu opinión como hombre.

—Bueno, ¿se puede saber para qué necesitas mi opinión como hombre?

—Para elegir unas flores; ¿no pones atención?

Alejandro suspiró. Elena solía hacer cosas como esa.

—Quiero decir: ¿para qué necesitas las flores?

—Ah. Para mi novio.

Habían estado caminando, viendo los puestos con distintas flores. Alejandro se detuvo en seco.

—¿Perdón?

—Sí; pasado mañana es su cumpleaños, y platicando con él hace unos meses, después de que me regaló un ramo muy chido de flores, me confesó que nunca le habían regalado a él flores. Y pensé que sería chido, ¿no? Digo, no tiene por qué ser exclusivo de los chavos el dar flores.

Alejandro estaba de acuerdo; pero no era por eso que se había detenido. Una combinación de celos, despecho y simple furia se habían apoderado de él. Una cosa era el aceptar que Elena no quisiera andar con él, o que él de verdad pudiera estar feliz por ella y su novio. Pero era algo completamente distinto que lo usara a él para elegir el regalo de su novio.

Hasta ese momento Elena notó que Alejandro se había detenido. Se dio la vuelta buscándolo.

—¿Qué tienes rey?— dijo al ver cómo la estaba mirando.

—Elena; vete a la chingada.

Alejandro dio media vuelta y se fue, dejando a Elena sola y perpleja en el mercado de flores de Xochimilco. Él se fue derechito a su casa, donde se encerró en su cuarto a escuchar música deprimente con las luces apagadas.

No estaba muy seguro de porqué lo afectaba tanto. Sí creía tener cierto derecho a sentirse molesto, pero no tardó en reconocer que había hecho un berrinche como no hacía desde que tenía diez años y sus papás no le habían querido comprar cierto juguete un día de reyes.

Siguiendo con la autoflagelación no cenó, diciéndole a su mamá que no tenía hambre. Y la verdad no tenía; para ese momento se sentía mal de haber dejado a Elena ahí sola, haciéndole mega berrinche.

Cerca de las once de la noche oyó un golpe contra su ventana, y cuando corrió la cortina para ver qué era descubrió ahí a Elena, trepada al árbol que crecía en el patio trasero de su casa y al que una de sus ramas casi casi llegaba a su ventana.

Durante la época donde Elena lo utilizaba como consolador humano habían ido varias veces a casa de él a coger, y rápidamente ella aprendió a salir huyendo de su recámara por el árbol cuando sus papás llegaban intempestivamente. Al parecer también había aprendido el camino contrario.

—¿Qué haces ahí?— preguntó él abriendo la ventana —. Pásate.

—¿Ya se te quitó el síndrome premenstrual?— preguntó ella, mirándolo suspicazmente desde su rama, sin moverse.

Alejandro suspiró.

—Sí. Lo siento. Pásate.

Elena entró a su recámara.

—Mmmh— mumuró mirando el cuarto, dejando su mochila en el piso —. Hacía un rato que no estaba aquí.

—Sí— dijo Alejandro, y antes de que él mismo pudiera detenerse añadió— desde que encontraste alguien con quien coger y al que quieres como novio.

Nada más acabó de decir eso se arrepintió de haberlo hecho. Se avergonzó de lo despechado que había sonado.

—Lo siento— repitió, poniendo las palmas de sus manos en sus ojos y apretándolos hasta que vio estrellitas. Suspiró y la miró —. Sólo es que estoy celoso de que tú nunca me darás flores.

Elena lo miró con esa intensidad que al parecer sólo ella podía tener para él.

—Quiero a mi novio— le dijo —. Lo quiero muchísimo, de hecho, y sí, sólo a él le doy flores. Pero lo cierto es que tengo dieciséis años, y lo más seguro es que, tarde que temprano, me voy a aburrir de él, lo voy a lastimar horrible, y no va a querer volver a hablarme el resto de su vida.

Alejandro la miró impresionado. Ella lo dijo con una calma increíble, pero a la vez como si estuviera tan segura de ello como que al otro día saldría el sol.

—La diferencia entre tú y mi novio— continuó Elena —… y de hecho entre tú y un montón de güeyes en este mundo, es que contigo me he asegurado de no hacer nada que pueda causar que te pierda para siempre. Y la primera de esas cosas es no andar contigo.

Le tocó la mejilla dulcemente.

—No te has dado cuenta, porque para ser tan increíblemente inteligente para algunas cosas, eres encabronadamente pendejo para otras, pero un día vas a encontrar una chava que te hará darte cuenta de que, exceptuando que te desvirgué, yo no tengo nada de especial. De hecho, probablemente encuentres a varias.

Le dio un beso en los labios, pero tan suave que Alejandro lo sintió casi como si fuera su hermana.

—No trates de encontrarle sentido a esto que te digo— le dijo ella —; ya sabes que estoy loca. Sólo entiende que no ando contigo no porque tengas nada malo. Al contrario. La de los problemas soy yo.

—Claro— dijo Alejandro riéndose amárgamente—; “no eres tú, soy yo”.

—Pero en este caso es verdad— dijo ella sonriendo dulcemente, y recogiendo su muchila —. Además, a lo mejor no te doy flores, pero sí otros vegetales.

Y de su muchila sacó el cactus. Alejandro lo miró algo desconcertado.

—¿Un cactus?

—Mi rey— dijo ella —, si te conozco, sé que es la única planta que no vas a asesinar en unos cuantos días. Con algo de suerte y hasta te dura.

La puso en su escritorio, cerca de la lámpara.

—Además— agregó, mirándolo pícaramente —, es como nuestra relación. Es espinosa, no muy bonita, y algo seca; pero ciertamente perdura.

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La Noche del Alacrán: 6

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6

Después de unas cuantas estaciones más los chavos se bajaron del metro para tomar el micro a casa de Alejandro, que para ese momento había dejado de pensar en las posibilidades que tendría con Ana porque se empezaba a morir de hambre. Cuando por fin llegaron a su destino, ambos chavos estaban con ánimo de comerse una vaca, con todo y pezuñas. Sólo que la mamá de Alejandro se paniqueó cabrón cuando vio a su hijo con la playera bañada en sangre.

—¿Pero qué te pasó?— le preguntó alarmada.

A Alejandro le caía bien su jefa, pero lo exasperaba que se asustara con todo; y más aún que siempre le estuviera diciendo que debía tomar a Ernesto como ejemplo. A veces le daban ganas de decirle todas las cosas que Ernesto hacía y que ella no sabía, comenzando con la mota; pero entonces sólo la haría preocuparse más. Así que no lo hacía.

Alejandro y Ernesto le platicaron el accidente jugando básquet mientras comían; para ese momento, y ya en retrospectiva, al primero le parecía muy gracioso todo el asunto.

—Y entonces la chava me invitó a un concierto hoy en la noche, para disculparse del santo madrazo…

—¡Alejandro!— lo interrumpió escandalizada su madre, que todavía no podía sentirse cómoda con su hijo diciendo groserías en frente de ella.

—…perdón, del trancazo. ¿Tú crees que mi papá me preste la nave?

La señora lo miró preocupada. Se le veía en la cara que no le gustaba la idea de que Alejandro se fuera con carro a un concierto, y menos invitado por una muchacha que por poco le rompía la nariz.

—Ay hijo, no sé. ¿No será muy peligroso? Luego se ponen muy locos los chavos en esos conciertos.

—No madre, no te preocupes; además, Ernesto me va a acompañar.

Ernesto sonrió, poniendo la cara de niño inocente que siempre ponía en frente de la mamá de Alejandro.

—Bueno— dijo la señora, todavía con inseguridad en su voz —; pregúntale a tu papá cuando llegue.

Alejandro y Ernesto comieron como degenerados y después subieron al cuarto del primero, donde Alejandro se cambió la playera por una que no estuviera llena de sangre. Como todavía no llegaba el papá de Alejandro, y probablemente tardaría un rato más, se pusieron a jugar videojuegos mientras retomaban la conversación del metro.

—¿Y qué te dijo Érika?

—Ah, que sí, que sí iba.

—¿Hay que ir por ella?

—Sí, por favor.

—¿A dónde?

—Va a tomar un micro de su casa, así que la recogemos en Zapata.

—Chido. Nada más estoy calculando a qué hora irnos etc. ¿No quedaron en una hora, o sí?

—No; quedé en llamarle.

—Ya.

Ernesto puso de repente pausa en el videojuego.

—Cabrón— le dijo a su amigo —, ¿tienes condones?

—Eh… creo que sí. No estoy seguro.

—Yo traigo en mi mochila; dime si vas a querer.

—Sí, mejor dame un par. Igual y hasta tengo suficiente suerte con Ana y los necesito.

Ernesto sacó de su mochila dos condones y se los pasó. Era extremadamente cuidadoso con eso; desde que él y Érika se desvirgaron, y fue ella la que llevó los condones, Ernesto siempre cargaba condones en su mochila. Y también siempre andaba arrastrando a su amigo a que donaran sangre en las campañas de donación voluntaria que hacía la UNAM cada semestre. Además de que se sentían bien los chavos de hacer algo atruista, sacaban gratis un análisis del VIH y otras enfermedades venéreas.

La primera vez que lo arrastró a donar sangre, poco después de haber comenzado a coger con Érika, Alejandro le dijo:

—No entiendo tu paranoia al respecto; Érika y tú no se han acostado con nadie más. Además por lo que me cuentas utilizan condón hasta para saludarse; ¿qué es lo que tanto te preocupa?

—No está de más. Y tú deberías agradecerme; te has acostado con chavas de más dudosa precedencia…

—¡Hey!

—…y no tienes una pareja que te conste sea única. Así que ni siquiera sabes si alguna no te ha pasado chancros vietnamitas.

Eso dejó pensando a Alejandro un rato, y cuando algunas semanas después fueron por los resultados de sus análisis, no pudo evitar dar un suspiro de alivio. Y a partir de entonces cada semestre él y Ernesto donaban sangre para aprovechar y sacar un análisis gratuito.

Los dos muchachos siguieron jugando unos momentos en silencio, pero Alejandro la verdad no estaba muy concentrado; después de comer había comenzado de nuevo a pensar en qué haría con Ana.

—¿Qué le vas a decir a tú papá?— preguntó de repente Ernesto.

—¿Perdón?—

—Que qué le vas a decir a tu papá, para pedirle la nave.

—Ah. ¿Que vamos a un concierto y como vamos a salir tarde necesito carro?

—Mmmh. ¿Y crees que te lo preste así nada más?

—Contrario a ti, yo no he destrozado las llantas de la nave de mi jefe, así que no tengo que hacer circo, maroma y teatro para que me la suelten.

—Necesito un carro.

—Yo también.

—Y vamos a necesitarlo todavía más en la universidad.

Alejandro hizo un ligero gesto de molestia. No quería hablar de la elección de carrera, y ya sabía qué era lo siguiente que Ernesto diría.

—¿Ya pensanste qué vas a elegir?— preguntó éste último, confirmando lo que Alejandro temía.

—Güey— dijo con tono cansado —, todavía faltan semanas, ¿sí? No es mañana ni nada por el estilo.

—Cabrón, es la próxima semana.

—Bueno pues; sigue sin ser mañana.

—¿De verdad no tienes ni idea o nada más te haces pendejo?

Alejandro puso pausa al juego.

—No tengo idea— dijo.

—¿Sabes el desmadre que es intentar cambiar de carrera si llegas a arrepentirte? Y sólo puedes cambiarte a una carrera que tenga menos demanda que la que hayas pedido originalmente; y aún así no siempre se puede.

—Lo sé.

—Pues ya decídete, cabrón.

—En esas ando.

—“En esas ando”. En esas andas haciéndote pendejo.

—Bueno pues, ya; el fin de semana acompáñame a la Biblioteca Central y me ayudas a hojear la guía de carreras.

Ernesto se quedó callado unos momentos.

—¿De verdad?— preguntó incrédulo; Alejandro no le había sugerido nada del estilo nunca.

—Si con eso dejas de estar chingue y chingue sí, el fin de semana lo vemos.

—OK. Pero en serio.

—Es en serio.

Siguieron jugando un rato, hasta que Alejandro oyó el característico sonido de las llaves de su papá abriendo la puerta principal de la casa, y bajó para pedirle el carro.

—Papá, ¿me puedes prestar el carro hoy?

—Hola hijo— dijo el señor, sarcástico.

—Perdón; hola papá. ¿Me puedes prestar el carro hoy?

—¿Para qué?

—Hay un concierto hoy en Ciudad Universitaria al que me invitaron, y de verdad tengo ganas de ir. Ernesto me va a acompañar —dijo justo cuando su amigo aparecía por las escaleras.

—Hola señor— le dijo al papá de Alejandro.

—Hola Ernesto. Mmmh. ¿Quién te invitó al concierto?

Alejandro repitió la historia del taponazo de Ana. Como lo esperaba, su papá pareció ablandarse con la idea de que una chava lo hubiera invitado.

—Bueno. ¿A qué hora planearías regresar a la casa?

—Eh… no sé, pero probablemente tarde.

Una agradable e inesperada consecuencia de que Ernesto secuestrara el carro de su papá, es que Alejandro ya no tenía que dar una hora exacta para regresar a su casa; sólo tenía que avisar dónde estaba y tener su teléfono prendido todo el tiempo.

—Está bien; sólo váyanse con cuidado.

—Gracias pa.

Alejandro y Ernesto regresaron al cuarto del primero, y a falta de algo mejor que hacer siguieron jugando. Ernesto había conectado algo de mota en las canchas, y sugirió que se dieran un toque; pero en primer lugar Alejandro no tenía la menor de las ganas, y además no quería arriesgar de ninguna manera que no le prestaran el carro o (mucho peor) que no lo dejaran salir.

Cerca de las siete Alejandro se metió a bañar. Cuando regresó a su cuarto, luego luego detectó el olor a petate quemado.

—¡Güey!— dijo abriendo la puerta y encontrando a Ernesto fumando tranquilamente un churro —¡Eso se huele desde afuera!

Rápidamente le quitó el churro a su amigo y lo apagó. Abrió las ventanas y comenzó a agitar una almohada para que el cuarto se aireara.

—¿No podías esperarte una hora a que estuviéramos en Ciudad Universitaría.

—Relájate cabrón. Tus papás no se van a dar cuenta.

En ese momento, tocaron a la puerta.

—Alejandro— llamó su mamá —, ¿está todo bien? Algo huele raro.

Ernesto y Alejandro se miraron horrorizados el uno al otro. El segundo quiso ir hacia la puerta para contestarle a su madre, pero al mismo tiempo el primero se levantó, causando que chocaran y los dos cayeran al piso. Tratando de detenerse Alejandro se agarró de la lámpara de su escritorio, que cayó encima de los dos estrepitósamente.

—¿Alejandro?— volvió a llamar su mamá.

En el suelo, y seguro de que su noche, y probablemente su vida misma, habían valido madre, Alejandro vio su cuarto desde el piso y al ver su cactus (la única planta que sobrevivía a sus cuidados) se le ocurrió una idea.

Unos segundos después, Alejandro le abría la puerta a su mamá.

—Qué onda— preguntó.

—Algo huele a quemado— dijo su mamá, mirándolo sospechosamente.

—Ah; es que mientras me bañaba Ernesto estaba jugando y sin darse cuenta tiró mi lámpara sobre mi cactus.

Y le enseñó el pobre cactus, con un lado completamente ennegrecido.

—Ah— dijo su mamá —. Tengan más cuidad.

—Sí… bueno, de hecho ya nos vamos en un ratito.

Alejandro apenas había tenido tiempo de pasarle el encendedor de Ernesto a su cactus, rogando que su mamá no se diera cuenta de la diferencia con el olor a la mota. Cerró la puerta, suspirando.

—Cabrón— le dijo Ernesto sonriendo —, tienes suerte de que tu jefa no haya olido nunca mota.

—Cállate; por poco nos cagan por tu culpa.

—Bueno pues; no pasó a mayores. Ahora termina de enchinarte las pestañas y ya vámonos, que le llamé a Érika mientras te bañabas.

Alejandro terminó de arreglarse y, después de despedirse de sus papás y asegurarles que tendrían mucho cuidado, salió de su casa atrás del volante, con Ernesto a su lado.

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La Noche del Alacrán: 5

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5

Alejandro y Ernesto iban de pie en el microbús rumbo al metro Copilco, el primero pensando en lo que tenía que hacer y cuál sería su estrategia una vez que estuviera en el concierto con Ana.

—Oye— le dijo de repente Ernesto —si cabe la posibilidad de que me mandes a la verga por esta reina, ¿no hay bronca si le digo a Érika que venga, no?

—No, claro que no— le contestó Alejandro, que en ese momento la verdad no le podía importar menos —; sólo considera que tendrás que ver cómo hacerle para llevarla a su casa.

—Ah, ese es el chiste— dijo Ernesto con una enorme sonrisa —; si todo sale como yo espero, no tendré que llevarla a su casa.

Ernesto ya varias veces había metido de contrabando a Érika en su recámara para pasar la noche, desde la vez que su mamá entró de improviso y los descubrió in fajanti. Para ser tan liberales sus papás con tantas cosas, resultó que sí tenían problemas (principalmente su mamá) con que metiera muchachas a pasar la noche. Así que desde esa vez la metía de contrabando.

La cosa era bastante absurda; Alejandro estaba seguro de que los papás de Ernesto sabían que Érika de repente pasaba ahí la noche, pero se hacían güeyes mientras no ocurriera de forma descarada. Y Érika siempre les decía a sus papás que se iba a quedar con una u otra amiga; o bien eran retrasados mentales, o también elegían hacerse de la vista gorda.

Pero como sus propios padres eran medio absurdos con un montón de cosas Alejandro no decía nada.

Ernesto procedió a llamarle a Érika y decirle que había un concierto, y que si quería él y Alejandro podían pasar por ella antes de que empezara, a lo que la muchacha estuvo de acuerdo.

El microbús en ese momento llegó al metro Copilco y los muchachos se bajaron para entrar a la estación subterránea.

—¿Y cuál es tu plan con la reina?— preguntó Ernesto una vez que pasaron los torniquetes.

—¿Podrías dejar de decirle “reina”? Se llama Ana.

—Bueno pues, ¿cuál es tu plan con Ana?

—No sé.

Y de verdad no sabía. Después de que su amistad con Elena se estabilizó en una relación puramente platónica cuando ella se consiguió galán, Alejandro tardó un rato en encontrar novia; y de hecho lo que ocurrió es que la novia lo encontró a él.

Antes de que Érika y Ernesto se hicieran novios, Alejandro y él solían ir con regularidad casi religiosa a la Cineteca porque salía algo más barato que las salas comerciales. Además de que el Cacotas tenía un valedor encargado de un puesto de películas piratas, y les pasaba casi todos los estrenos muchas veces incluso antes de que salieran. Así que en la Cineteca veían películas que el valedor del Cacotas ni siquiera sabía que existían en muchos casos.

Cuando Ernesto se hizo novio de Érika dejó de ir muchas veces con Alejandro al cine, y entonces iba solo. Un día de esos salió de la sala y fue a tomarse algo en la cafetería, hasta que de repente una chava sentada al lado le preguntó:

—Ya no vienes con tu amigo, ¿verdad?

Y así fue como conoció a Angélica. La verdad él no tuvo mucho que hacer en el sentido de la seducción; la muchacha lo llamaba constantemente por el celular, y le decía que hicieran tal o cual cosa. A Alejandro no le parecía particularmente bonita, y ciertamente no era (ni de lejos) la chava más interesante que hubiera conocido; pero poco a poco se fue encariñando con ella porque era razonablemente simpática, y siempre le sugería hacer cosas que él normalmente no haría, como ir a espectáculos de danza o a concursos de comida española.

Y a pesar del empeño con que lo buscaba, jamás dio un primer paso en nada físico; él tuvo que ser el primero en tomarla de la mano, en abrazarla y al fin en besarla.

Angélica resultó ser una novia que él no podía sino calificar como devota: le daba regalitos, lo mimaba, cuando él iba a su casa le hacía de comer. Estaba seguro de que podría haberle dado una canasta de calcetines sucios y ella los hubiera lavado. Pero por alguna razón todas esas atenciones tendían a deprimirlo, y suponía que tenía que ver conque a él no le nacía para nada hacer cosas de ese estilo.

Pero así siguieron hasta que un día los papás de Alejandro salieron de fin de semana, y él trató de coger ahí con Angélica. Estaban en su cuarto toqueteándose, hasta que ella dejó de besarlo, lo miró a los ojos, y le dijo:

—Corazón… yo no me voy a acostar con nadie hasta que me case.

Alejandro se quedó como pendejo mirándola durante casi un minuto entero, incapaz de articular palabra.

—Pero no te preocupes— le dijo ella al ver su cara que transitaba rápidamente a un estado de pánico —; eso no significa que no podamos hacer nada.

Y entonces comenzó el periodo que el cabrón de Ernesto definió como su periodo “semi activo” sexual. Alejandro y Angélica hacían montones de cosas, pero sin nunca llegar de hecho al coito; y aunque ciertamente varias de esas cosas eran muy placenteras, el hecho es que él se sentía como que ella lo aplacaba con paliativos, sin darle nunca el remedio necesario.

Y también se sentía medio mal al considerar que debía tronar con ella, porque entonces pensaba que sólo estaba con ella por el sexo.

—¿Cuál sexo?— le preguntó Ernesto cuando por fin le confió su conflicto.

Un día Alejandro se encontró con Elena en Coyoacán, para variar sin su galán, y le invito un helado Bing. Estuvieron platicando de banalidades un rato hasta que de repente Alejandro le soltó todas sus dudas respecto a Angélica. Ya le había contado antes a Elena de la muchacha; y aunque se dijo que no esperaba que se pusiera celosa, una parte de él se decepcionó cuando de hecho no lo hizo. Pero ese día en Coyoacán le contó las cosas íntimas; y fue literalmente catártico: comenzó con el problema del sexo, pero de ahí se siguió con cómo en el fondo le molestaban todas sus atenciones hacia él, y por último le terminó confensando que en el fondo ni le gustaba mucho, ni se la pasaba tan bien cuando estaba con ella.

—Déjame ver si entiendo— le dijo Elena —; no te gusta particularmente.

—Ajá.

—Y definitivamente no se te hace muy interesante.

—Sí.

—Y te molestan todas las atenciones que te dedica porque te hacen notar que tú no se las quieres dedicar a ella.

—Exacto.

—¿Y además no afloja?

—Ei.

Elena le volvió a lanzar una de sus miradas que le hacían pensar que podía ver hasta el fondo de su ser, y después le puso los dedos tiernamente en la mejilla.

—Mi rey— le dijo dulcemente —, ¿qué chingados haces con esa mosca muerta?

Esa noche Alejandro le llamó a Angélica y le dijo que fueran al Centro Cultural Universitario al otro día. Cuando ella llegó, él le dijo que tenían que hablar.

Alejandro jamás había terminado con nadie; sus “noviazgos” de la secundaria (por decirles de alguna manera) fueron tan ridículos que ni siquiera estaba seguro de cómo habían llegado a ser; mucho menos de cómo habían dejado de ser.

La mosca muerta, como le había dicho Elena, resultó terriblemente combativa ante la perspectiva de que su novio la tronara, y le gritó, le imploró, le mentó la madré, rogó una vez más y por último le preguntó dramáticamente si era porque no había querido acostarse con él.

Completamente hartado y cansado (llevaban horas en el drama) Alejandro le dijo que sí, que era por eso.

—Está bien— le dijo ella —; vamos a tu casa a coger si es necesario para que no te pierda.

Días después, Alejandro le contó el episodio con pelos y señales a Ernesto, que ponderó el asunto un momento.

—Déjame ver si entiendo— le dijo —; tú ya estabas hasta la madre de andar con ella, detonado porque no se acostaban.

—Sí.

—Y cuando le dijiste que terminaran ella te reclamó que en el fondo sólo lo hacías por el sexo.

—Ajá.

—Y entonces ella te dijo que OK, que cogieran.

—Ei.

—¿Y tú de todas formas te hiciste el digno y la mandaste al cuerno?

—Exacto.

—Tas pero si bien pendejo.

Ernesto y él se rieron, y Alejandro supo que en el fondo su amigo estaba de acuerdo con él. Elena fue mucho más explícita en su apoyo.

—Fue lo correcto— le dijo —. Eres demasiado chido para esa mosca muerta.

Así que Alejandro realmente no tenía mucha experiencia a la hora de tratar de seducir muchachas, y no tenía en el fondo ni puta idea de qué haría cuando viera a Ana.

—Cabrón— le dijo Ernesto —, desapendéjate; en esta estación transbordamos.

Él y Alejandro cambiaron de línea del metro y volvieron a subirse a un vagón.

—¿Tú qué crees que deba hacer?— le preguntó Alejandro a Ernesto de repente, en serio. Su amigo lo miró un segundo.

—Supongo que tratar de ser tú mismo. Parece funcionarte con las chavas que les gustas.

—¿Y si no le gusto?

—¿De verdad quieres estar con alguien a quien no le gustas?

—Bueno; no. Pero tal vez habría forma de que le guste más.

—Si es portándote distinto a como eres sería como estar engañándola, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

Se quedaron callados unos momentos, hasta que Ernesto le dio un codazo.

—No te preocupes; le gustas.

—¿Por qué lo dices?

—Esa impresión me dio cuando nos acompañó a la enfermería.

Pasaron un par de estaciones en silencio.

—Güey— dijo Alejandro.

—¿Qué onda?

—Gracias.

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La Noche del Alacrán: 4

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4

Ernesto se llevó la noche de su vida ese día. En comparación, la de Alejandro no fue muy buena que digamos. Su mejor amigo, antes de ir a pasar una noche de sexo adolescente tierno y atolodrando, le llamó a su mamá para inventarse la excusa más enredada que jamás a nadie se le ha ocurrido para explicar por qué no iría a dormir a su casa, y después le marcó a Alejandro, que cuando vio el número de Enesto en su celular se le cayó el alma a los pies.

—Güey— dijo contestando —, por favor no me digas que chocaste.

—Eh… no, no, no he chocado.

—Ah. ¿Qué pasó? ¿Salió todo bien con Érika?

—Eh… sí, sí, todo chingón. Gracias.

—Ajá. Bueno, ¿y entonces para qué me marcas? ¿Ya vienes por mí? Pensé que te tardarías un poco más.

—Eh… justo por eso te marco.

—Güey, no mames que todavía están en el restaurante. Quedé con mi papá que regresaba como a la una o dos. Si siguen en el restaurante apenas te va a dar tiempo de salir e ir a dejar a Érika a su casa.

—Eh… no, no; ya salimos del restaurante.

—Ah. Bueno, ¿entonces cuál es el problema?

—Eh… me temo que no vas a poder llegar a las dos a tu casa.

—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Van a hacer algo más tú y Érika?

—Eh… sí… algo así.

—Ajá. Mmmh. Mira, creo que me puedo chorear a mi jefe si llego a eso de las tres; pero lo que sea que vayan a hacer apúrense, porque no mames mi papá se va a poner bien punk conmigo si llego después de las tres. Y además a ver dónde chingaos me lanzo para no estar en la calle; aquí ya están puliendo los pisos.

—Eh… Alejandro… tampoco vas a poder llegar a las tres. Al menos no con carro.

—¡¿Qué?!

—Mira, te explico luego. Me cae que vas a entender; y de verdad lo siento. Te debo una por esto. Luego te explico.

Y Ernesto colgó. Alejandro miró incrédulo su teléfono, y procedió furioso a marcarle de nuevo, pero descubrió horrorizado que lo había apagado. Se quedó como estúpido unos segundos, sin tener ni puta idea de qué hacer. Tenía menos de cien pesos en la cartera, y no podía regresar a su casa sin el carro de su papá; lo despellejaba vivo si descubría que se lo había prestado a Ernesto.

Estaba considerando seriamente huir a Guatemala cuando su celular comenzó a vibrar en su mano. Era Elena, la muchacha que le había hecho el favor de desvirgarlo en un concierto unos meses antes.

—¿Bueno?— dijo contestando.

—¿Dónde andas?

—En un centro comercial, ¿por qué?

—¿Podrías venir a mi casa? De verdad me haría bien hablar con alguien.

—Claro— dijo Alejandro sin poder creer su suerte—; ahorita llego.

Tomó uno de los taxis que siempre estaban en el centro comercial y veinte minutos después tocaba la puerta de Elena. La chava le abrió la puerta en pants y chanclas, con el pelo hecho un desmadre y cara de evidentemente haber estado llorando, y de inmediato lo abrazó sollozando.

—Eh— dijo sorprendido Alejandro —… ¿estás bien?

Alejandro había conocido a Elena en un toquín que se había llevado a cabo durante su intersemestral de primer año. Ernesto llevaba poco tiempo de haber descubierto la mota, y la estuvo fumando generosamente durante el concierto. En un tropezón empujó a Alejandro contra Elena, que tiró su bebida por ello.

Apenado, Alejandro se ofreció a comprarle otra, y en el camino comenzaron a platicar. Tres horas después, con el concierto dando sus últimos estertores, seguían platicando, y Elena además ya estaba considerablemente mareada de haber estado tomando, así que Alejandro se ofreció a llevarla a su casa. Ernesto había desaparecido (casualmente conoció a Érika en el mismo concierto), y Alejandro y Elena caminaron al carro que su papá le había prestado. En el camino Elena trastabilló y él la sostuvo; después de recuperar el equilibrio ella no soltó su mano.

Alejandro imaginó muchos posibiles escenarios de lo que pasaría después, pero realmente no el que de hecho ocurrió; al llegar al carro le abrió la puerta a Elena, que de forma particularmente hábil le quitó el seguro a la puerta trasera, hizo a Alejandro a un lado, abrió dicha puerta, tomó a Alejandro de la solapas y, con una inusitada fuerza para una chava tan delgadita, lo aventó sobre el asiento trasero para después aventarse ella misma, cerrar la puerta, y desvirgarlo ahí mismo sin ni siquiera decir “permiso”.

—Eras virgen, ¿verdad?— preguntó ella cuando todo terminó… humillantemente poco después.

—Eh… depende de cómo definas virgen.

—Eras virgen— afirmó entonces Elena, y le dio un beso riéndose.

—¿Tan mal estuve?— preguntó Alejandro, angustiado.

—No para un virgen— contestó ella riéndose descaradamente ahora.

—Te estás burlando de mí— dijo Alejandro y trató de incorporarse, pero ella lo abrazó con su inusitada fuerza.

—No, mi rey; perdón. Es sólo que eres muy tierno.

—¿Eso es bueno o malo?

—Es bueno… en general. Sólo no exactamente lo que me esperaba.

Le dio otro besó y lo miró profundamente, como si quisiera tratar de mirar sus deseos y gustos, sus miedos y sueños a través de los ojos.

—Eres muy chido— dijo al fin —. Te diría que ándaramos, pero creo que no te mereces una chava tan loca.

Y, oh Dios sí estaba medio loca. Alejandro se obsesionó unas semanas con Elena, pero ella le dejó muy claro que sólo lo quería como amigo. Cuando él por fin aceptó eso, y reanudaron las conversaciones amistosas que duraban horas, y fue obvio que de verdad ya no estaba obsesionado con ella, Elena se volvió a acostar con él, de forma igual de agresiva que la primera.

—Eres mucho mejor si no eres virgen, mi rey— dijo ella recostándose cuando todo terminó… sorprendentemente mucho después.

—No te entiendo— dijo él… porque no sabía qué más decir y porque de verdad no la entendía.

—Te dije que estaba loca. No le busques chichis a las hormigas— le dijo dándole un beso —; seguimos siendo amigos nada más.

Eso fue lo que definió los primeros meses de su amistad con Elena; una amiga súper chida con la que podía hablar de cosas que incluso con Ernesto le costaba expresar, porque ella lo entendía siempre a la primera, y con la que de vez en cuando (cuando se le pegaba la gana a ella) tenía sexo.

Así siguieron las cosas hasta que Elena se consiguió novio. Al inicio a Alejandro le costó mucho aceptar eso, pero fingió que estaba contento por ella porque tenía miedo de que si se mostraba celoso la podría llegar a perder. Hasta un día en que comieron juntos y ella le estaba platicando una cosa completamente intrascendente, y él notó algo raro en ella. Algo que habitualmente no estaba ahí.

—¿Qué?— preguntó ella cuando notó cómo la miraba.

—Te ves… rara— dijo él.

Elena sonrió, con una sonrisa tan luminosa que Alejandro no pudo evitar él mismo ponerse de buen humor.

—Estoy feliz— dijo ella simplemente.

Y en ese momento Alejandro entendió realmente la situación. El novio de Elena, por celoso e incómodo que lo hiciera sentir a él, la hacía feliz a ella. Y a partir de ese momento no tuvo que fingir nada; de verdad estuvo contento por su amiga.

Así estaba el asunto hasta la noche que Ernesto se dio a la fuga con el carro de su papá, y Elena lo llamó a su casa para recibirlo bañada en lágrimas. Después de pasar a su casa e ir a la recámara de ella (sus papás no estaban), Elena le platicó entre sollozos que su novio y ella habían tronado.

Alejandro estaba sinceramente preocupado por su amiga, pero siendo completamente honesto no había ido ahí sólo por ella, ni tampoco sólo para no estar en la calle sin saber a dónde ir mientras a Ernesto se le pegaba la gana regresarle el carro de su papá. Cuando sonó su teléfono y vio que era de su casa, esa fue la razón por la que había ido con Elena.

—¿Bueno?— dijo contestando el teléfono y haciéndole señas a Elena de que tenía que tomar la llamada.

—¿Dónde estás hijo?— preguntó su papá. Todavía no sonaba molesto, lo cual siempre era una buena señal.

—En casa de una amiga papá; te estaba a punto de llamar. Se puso medio mal en la fiesta, y la traje para acá y me ofrecí a esperar a que llegaran sus papás— mintió él campantemente —. Si no te molesta, dame chance de llegar algo más tarde mientras llegan.

—Mmmh— Alejandro conocía perfectamente el gruñido de su papá cuando una situación no le estaba gustando mucho, así que sacó su carta mayor.

—Estamos en su casa seguros, el carro está en su patio, no estoy tomando, y si quieres te doy el número de su casa por cualquier cosa.

—A ver— dijo el papá; como que la idea le gustaba.

Alejandro le pasó el número de la casa de Elena, se despidió de su papá y colgó. Como que lo conocía, Alejandro esperó unos segundos hasta que sonó el teléfono de la casa de Elena. La muchacha, extrañada, lo contestó:

—¿Bueno?

—Buenas noches— dijo el papá de Alejandro —, ¿se encuentra Alejandro? Es su papá.

—Un momento— Elena le llevó el auricular todavía más extrañada a su amigo —. Es tu ¿papá?

—Gracias— dijo Alejandro tomando el auricular —, ¿qué pasó papá?

—Nada más comprobaba que el número estuviera bien… no vayas a creer que no confío en ti.

—Claro que no papá— dijo Alejandro con una sonrisa de oreja a oreja.

Alejandro estuvo platicando con su amiga toda la noche, escuchando un momento todas las razones por las cuales su novio (o ex novio, para ese momento) era un pendejo y no quería volverlo a ver nunca, y al siguiente todas las razones por las cuales era el hombre más maravilloso del mundo y no podía vivir sin él. Alejandro le daba palmaditas en la espalda y trataba de darle la razón en todo; sólo era ligeramente difícil hacerlo cuando Elena se empeñaba en contradecir su propia postura cada cinco minutos.

Así que cuando ella se quedó callada unos segundos, para después comenzar a besarlo, incialmente se alegró, porque en eso sí sabía cómo comportarse. Sólo que apenas llevaban unos segundos besándose, cuando algo entró atropelladamente en su conciencia y se separó de ella.

—¿Qué pasa?—preguntó ella, extrañada.

—Eh… hasta ahora siempre he estado de acuerdo con que nos acostemos cuando tú digas. Pero creo que no sería buena idea que lo hiciéramos ahorita.

—¿Por qué?

—Porque por lo que me platicas hay una posibilidad de que tú y tu novio se contenten… si dejas de portarte como esquizofrénica en algunas cosas. Y si eso ocurre, te conozco; te vas a sentir de la chingada de haberte acostado conmigo. Así que creo que lo mejor es que no lo hagamos.

Elena lo miró con esa mirada suya tan profunda que a veces le echaba.

—Claro que soy hombre— dijo Alejandro, sonriendo—; si me insistes suficiente te prometo no poner mucha resistencia.

Elena se echó a reír y le tocó la mejilla con su mano.

—Gracias rey; ya sabía que eras muy chido. Necesitamos encontrarte una muchacha menos loca que yo que haga feliz. Y te coja rico.

—¿No va lo segundo incluido en lo primero?

Los dos muchachos se rieron de nuevo. Eran las seis y media de la mañana, y aunque cansado Alejandro estaba contento. Su teléfono celular comenzó a sonar, y vio aliviado que era Ernesto.

—¿Dónde estás, hijo de la chingada?

—Ya voy para allá… ¿dónde estás?

—Ahorita te marco para decirte dónde me recoges.

—OK.

Alejandro colgó su teléfono y le sonrió a Elena.

—Ya me voy; vienen por mí.

—Gracias por haber venido— le dijo Elena abrazándolo —. Y gracias por todo lo demás.

—No te preocupes.

Alejandro salió de casa de Elena y le marcó a Ernesto para que pasara por él en una calle cercana; no quería decirle cómo había sido su noche hasta enterarse de por qué le había hecho la jalada de raptar el coche de su jefe.

Ya después con más calma Ernesto le platicaría lo que había pasado, y Alejandro ciertamente comprendió que la situación había sido meritoria de la actitud gandalla de su amigo. Las cosas no pasaron a mayores; el papá de Alejandro vio que el carro estaba en perfecto estado y que su hijo no había estado bebiendo ni nada por el estilo (claro que no era que desconfiara de él), y nunca se enteró de lo que realmente había pasado esa noche.

Pero Alejandro le recordaba a Ernesto esa noche cada vez que necesitaba un favor urgente.

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La Noche del Alacrán: 3

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3

Los conciertos en general habían resultado en buenas experiencias para Alejandro. En uno de ellos había perdido la virginidad, entre primer y segundo semestre, con una chava que después los dos descubrieron se llevaban mejor como cuates. O eso se seguía repitiendo Alejandro.

Ernesto estaba apuntadísimo para ir; ese viernes en la noche no tenía todavía nada planeado con Érika, y en los toquines de Ciudad Universitaria seguro alguien estaría rolando.

—¿Vamos a comer a tu casa o a la mía?— preguntó Ernesto, mientras ambos salían de la enfermería.

—A la mía güey; tengo que bañarme y arreglarme.

—¿Por?

Alejandro lo miró incrédulo.

—¿Cómo que “por”? Porque quiero ligarme a Ana.

—¿A tu agresora? ¿De verdad?

—Güey— dijo Alejandro, ligeramente hartado —sé que desde que andas con Érika ninguna mujer te parece que se le pueda comparar, pero no podrás negar que es muy bonita.

—No está mal, supongo que varios podrían decir que está guapa. Pero no creí que te gustara.

—Bueno pues; me gusta.

—La chava que por poco te rompe espectacularmente la nariz…

—Sí.

—Que te humilló jugando básquet durante casi una hora…

—Eso sólo fue porque me distraía el tenerla en frente.

—Ajá. OK, vamos a tu cantón.

—También le voy a pedir la nave a mi jefe.

—¿Para qué?

—Por si puedo darle un aventón terminando el concierto, o si hay que ir a otro lado, o qué se yo.

—¿Y si vive hasta casa de la chingada?

—Hasta casa de la chingada iré.

—Imagínate que es Neza ka…

—A Neza iré.

—Cabrón, ni sabes dónde está Neza.

—Claro que sé dónde está Neza.

—A ver, ¿dónde está Neza?

—Hasta casa de la chiganda.

Habían llegado a una de las paradas de microbuses en frente del CCH, y se formaron para tomar el que los llevaba al metro Copilco, que era su ruta habitual cuando iban a la casa de Alejandro.

—¿Te das cuenta que si vas hasta casa de la chiganda me vas a arrastrar también a mí?— preguntó Ernesto.

—Güey— le dijo Alejandro mirándolo sorprendido —si la nena quiere jalar conmigo, lo siento mucho pero te me vas a tener que desaparecer.

Ernesto lo miró indignado.

—¿Me vas a cambiar por una pinche vieja? ¿Qué hay de “bro’s before ho’s”?

—Güey, ¿ya te olvidaste de la fiesta de cumpleaños de Érika? Me debes una por esa.

Ernesto lo consideró un segundo.

—OK, te debo una por esa.

Los dos muchachos se subieron al micro.

Lo que había ocurrido durante la fiesta de cumpleaños de Érika fue lo siguiente: ella y Ernesto llevaban apenas unas semanas andando, y él quería hacer algo especial por ella, así que le pidió a Alejandro que le pidiera el carro a su papá para que la pudiera llevar a un lugar chido.

Ernesto no podía pedirle el carro a sus papás porque justo unos días antes de que él y Érika se hicieran novios le había destrozado dos llantas, y desde entonces sus papás decían que no le prestarían el carro “por un tiempo”, donde “un tiempo” podían ser unas semanas o hasta que Ernesto pudiera comprarse uno.

La cosa estuvo así: Ernesto había salido con Érika (todavía como “cuates”, aunque realmente nadie se tragaba eso, pensó Alejandro), y regresó muy contento por Periférico. Tan contento estaba él en el carril de alta velocidad, que no se dio cuenta de que su salida ya estaba a unos cuantos metros, y se le hizo muy fácil cruzar todos los carriles de Periférico para agarrarla.

De milagro no le pegó a ningún otro carro, pero tampoco pudo salirse bien a la lateral, y las dos llantas izquierdas golpearon contra el camellón, reventándose espectacularmente al hacerlo, y forzando a Ernesto a utilizar todas sus habilidades como conductor (que como puede verse, no eran muchas) para llevar al carro doblemente cojo a un lugar seguro.

Las dos llantas quedaron hechas mierda completamente, y de puro milagro no jodió los rines ni nadie salió herido. Pero a partir de ese momento sus padres, por hippies que fueran, no se sentían muy cómodos en soltarle las llaves a su hijo.

Entonces el día del cumpleaños de Érika, Ernesto la quería llevar a un restaurante más o menos elegante, pero se le ocurrió que llevarla en micro o incluso taxi no sería lo más romántico del mundo; así que le pidió a su mejor amigo que le pidiera el carro a su papá.

Alejandro no se sentía terriblemente cómodo con la idea, pero su lealtad como cuate superó a sus dudas, y le hizo el favor. A espaldas de sus papás, por supuesto; ellos también se habían enterado del accidente de las dos llantas.

El plan era el siguiente: Alejandro se inventó una fiesta con unos cuates, y le dijo a su papá que para eso necesitaba el carro. Su papá le preguntó que como a qué hora pensaba regresar, y Alejandro le dijo que como a las una o dos de la mañana; supuso que eso daba tiempo más que suficiente para que Ernesto llevara a Érika a cenar y luego a su casa sin ningún problema.

Alejandro salió de su casa, recogió a Ernesto, unas cuadras más adelante cambiaron de lugar, y Ernesto lo dejó en un centro comercial cerca de su casa, ambos pensando que Alejandro vería una película en el cine y babosearía por ahí mientras Ernesto llevaba a cabo su plan.

Que hubiera sido un buen plan, excepto que a ninguno de los dos se les ocurrió que Érika tenía su propio plan, y una idea muy clara de lo que quería de regalo por cumplir diecisiete años.

Ernesto había sugerido recoger a Érika en su casa, pero ella le dijo que antes de ir a cenar con él estaría con unas amigas, cerca de ese restaurante, y que entonces mejor pasara por ella a una calle cercana. A Ernesto se le hizo ligeramente extraño, pero era el cumpleaños de ella, así que no dijo nada.

Estaba muy guapa cuando la recogió, usando falda, cosa que nunca hacía en la Prepa 6, donde estudiaba. Él se bajó del carro, la besó y le dio su regalo y un abrazo.

—Así que Alex fue el que te prestó las ruedas— dijo Érika fijándose en el carro.

—Es una ocasión especial— dijo él, sonriendo.

Se fueron caminando al restaurante, y se pasaron las siguientes dos horas platicando y comiendo muy a gusto. Ernesto estaba seguro de que Érika había apreciado el gesto, y básicamente con eso se daba por satisfecho. Entonces ella le tomó la mano y le preguntó dulcemente si podía pedir la cuenta.

Ernesto pidió la cuenta y pagó, y después caminaron de regreso al carro de Alejandro. En el caminó miró el reloj de su celular; no habían transcurrido todavía tres horas desde que había dejado a Alejandro en el centro comercial, así que tenía tiempo de sobra para ir a dejar a Érika a su casa, pasar por Alejandro, y poder decir “misión cumplida”.

Una vez dentro del carro, Ernesto iba a encenderlo cuando Érika le puso la mano en la pierna y lo besó.

—Gracias por todo…— le dijo, mirándolo con los ojos brillantes, y esa dulzura en la voz que, a pesar de que le encantaba, lo medio sacaba de onda porque no era la forma normal de hablar de Érika.

—Fue un placer— dijo él, aprestándose a encender el carro de nuevo.

—…pero quiero algo más.

Ernesto la miró sorprendido; no era de Érika ponerse berrinchuda.

—Ajá…— dijo él lentamente.

—Mis papás creen que me voy a quedar en casa de una amiga…

—Ajá…

—Mi prima Vero me prestó las llaves de la cabañita que tienen ella y su marido en el Ajusco…

—Ajá…

—Quiero que vayamos a pasar la noche allá.

Ernesto no dijo nada. En primera porque literalmente se quedó sin habla, y en segunda porque la pequeña porción de su cerebro que todavía le corría la ardilla estaba segura de que un “ajá” más lo haría verse más idiota de lo de por sí ya debía parecer.

De repente se le prendió el foco, y dos obstáculos pragmáticos se le presentaron clarísimos. Así que mencionó el primero, porque ése lo podían solucionar antes de subir el Ajusco.

—No tengo condones…

—Yo traigo— dijo, enfática, ella.

El segundo obstáculo era que tenía poco más de una hora (minutos más, minutos menos) para regresarle el carro a Alejandro. Hay que reconocer que la lealtad de Ernesto a su amigo era enorme, porque le dedicó casi un segundo entero a pensar en el dilema.

—Vámonos— dijo encendiendo el carro.

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La Noche del Alacrán: 2

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2

Todas las veces que Alejandro acabó en la enfermería del CCH Sur fue por hacer alguna pendejada.

La primera pendejada fue un día correr por la piedra volcánica con zapatos de vestir, lo que causó un resbalón seguido de una espectacular caída que le ocasionó la primera fractura de su vida, al querer meter la mano para no romperse el hocico. No se rompió el hocico, pero sí la muñeca, que el cabrón de Ernesto se apresuró a recordarle le arruinaba la única vida sexual que tenía.

En la enfermería del CCH Sur estaban acostumbrados a las pendejadas; no sólo las de Alejandro, sino de todos los chavos que entre los quince y dieciocho o diecinueve años suelen hacer. Así que cuando Ernesto y la muchacha bonita que había invitado a Alejandro al partido de básquet (cuyo nombre era Ana) llegaron ayudándolo a caminar a la enfermería, la enfermera que regularmente atendía procedió a preguntarles que qué pendejada había hecho:

—¿Y qué tarugada hizo esta vez?

—Nada más lo taparon, ¿usté cree?— se apresuró a contestar el entretenidísimo Ernesto, que bajo circunstancias normales habría encontrado la pendejada de Alejandro muy divertida: pero que dado que ya había dado tres o cuatro toques a un churrito de mota la encontraba hilarante.

La última pendejada de Alejandro fue que miraba demasiado a Ana, en lugar de poner atención al juego. No lo podía evitar; realmente era muy bonita: no podía creer que todo mundo a su alrededor actuara de forma normal cuando él únicamente quería postrarse a sus pies y seguirla mirando. Además de eso era buenísima jugando básquet; ciertamente estaba por encima del nivel de casi todos los que estaban en la cancha. Hombres y mujeres.

Alejandro era también muy bueno… generalmente, pero ese día estaba demasiado ocupado viéndola, además de que trataba de ser casual al respecto para no parecer agresivo, descarado, o idiota. Que en retrospectiva llegaría a pensar que dos de tres no está tan mal.

Lo que había pasado es que Alejandro tenía el balón y se dirigía a la canasta, cuando Ana lo bloqueó (era casi de su misma estatura). Alejandro se acomodó y quiso lucirse con un tiro de tres puntos, pero justo cuando se agachaba para brincar, el sol se reflejó de alguna manera en los ojos de Ana, y Alejandro se pasmó porque estaba seguro de que no había visto algo tan hermoso en toda su vida.

Su cuerpo sin embargo actuó en automático y trató de saltar; sin muchas fuerzas ni muy bien que digamos, además de que hasta los brazos y las manos se le habían aflojado ante la bonita muchacha. Y ella, que no se pasmó para nada, le tapó el tiró. Y el balón se le estrelló en la cara a Alejandro. Y luego todo él se cayó de espaldas, mientras una cantidad ridídula de sangre comenzaba a brotar por su nariz.

El golpe que su cabeza dio contra el piso, encima de todo lo anterior, causó que la sangre brotando alegremente de su nariz salpicara a todos alrededor, principalmente a las piernas de Ana, que horrorizada se llevó las manos a la boca y la nariz mientras decía “¡lo siento, lo siento!”.

Ernesto se levantó de la banda rolando la mota y corrió a la cancha sinceramente preocupado; sólo que cuando vio a Alejandro (severamente apendejado por el golpe a la nariz y a la cabeza) comenzar a gemir, no pudo evitarlo y lanzó una estentórea carcajada. En su defensa, ciertamente era divertido.

Ana miró molesta a Ernesto, y se acuclilló al lado de Alejandro, que trataba inútilmente de ponerse de pie. Inútilmente porque en ese momento su cerebro no se daba cuenta de que “arriba” estaba para “arriba”, sino que creía que estaba “al lado”, y entonces sus pies sólo pateaban débilmente el aire.

—¿Estás bien?— preguntó Ana, y al ver que Alejandro estaba haciendo algo (no había forma de que descifrara que estaba tratando de ponerse en pie), añadió agarrándolo del hombro—, no te muevas.

Alejandro dejó de moverse y, no sin esfuerzos, enfocó la mirada en Ana. En ese momento cayó en cuenta del lamentable estado en el que se encontraba: todo sudado de haber estado jugando, sucio de polvo del piso que se había pegado a su piel y ropa húmeda, su pelo suelto hecho un absoluto desmadre, y además acostado en el suelo. Por suerte no se dio cuenta de que además tenía la cara bañada en sangre, y que un hilillo de la misma salía de su nariz, le daba vuelta a su boca por la mejilla y caía de su quijada para manchar alegremente su playera blanca.

Así que quiso compensar apariencia con hombría, y se puso en pie diciendo “estoy bien”… o al menos esa fue la orden que su cerebro envió a sus piernas y boca. Lo que ocurrió fue que pareció que quiso dar un brinquito acostado mientras balbuceaba algo parecido a “eshb fen”.

Incluso ese pobre intento de movimiento ejerció demasiada presión sobre su cuerpo, y no pudo seguir sosteniendo la cabeza, la cual se estrelló de nuevo contra el suelo salpicando una vez más a Ana, sólo que ahora en su también blanca playera. La muchacha hizo presión con su mano, que seguía en el hombro de él, y repitió:

—No te muevas, te digo. Te golpeaste dos veces la cabeza.

—Tres si contamos el balonazo— añadió Ernesto, que seguía desternillándose de la risa.

Ana lo volvió a mirar con una mezcla de desagrado y molestia, pero cuando regresó su mirada a Alejandro había una sincera preocupación y culpa en ella.

—Creo que deberías ir a la enfermería. Vamos, deja te ayudo.

Alejandro para ese momento estaba completamente plano sobre el suelo, de espaldas, aprovechando la situación para ver a la bonita muchacha.

—Chido— dijo él, alegrándose de, al parecer, haber recuperado la capacidad de hablar.

Una bola se había formado alrededor de su desgracia, consistente principalmente de los que habían estado jugando básquet con él (y que parecían molestos de que perdían a dos jugadores), y de los roladores de mota, que siguiendo el ejemplo de Ernesto se morían de la risa de la situación.

Entre Ana y Ernesto (que eran los más cercanos) ayudaron a Alejandro a levantarse y lo ayudaron a caminar a la enfermería. Sobre planito caminaba sin ningún problema, pero por alguna razón subir o bajar escalones presentaban una ligera dificultad. Y en el CCH Sur no se pueden dar tres pasos sin encontrar una escalera.

Además Alejandro se dio cuenta de que cada vez que trastabilleaba un poco, Ana ponía su delicada mano sobre su pecho y lo ayudaba, así que también exageraba un poquito. Fue así que llegaron a la enfermería, donde comprobaron que no tenía rota la nariz, y básicamente le pusieron algodones en los orificios nasales, además de limpiarle la cara.

Alejandro alcanzó a verse reflejado en el cristal de un dispensario, y al verse con los algodoncitos fuera de sus narices, pensó que más pérdida de estilo era ligeramente imposible.

Ana seguía ahí, a pesar de que hacía ya rato habían confirmado que fuera de un ligero dolor de cabeza Alejandro estaría bien; Ernesto había recibido una llamada en su celular (por el tono Alejandro supo que era Érika), y estaba afuera atendiéndola.

—De verdad lo siento—repitió Ana por enésima ocasión, lánzandole una mirada de preocupación con unos ojos que Alejandro encontraba criminalmente bonitos.

—No te preocupes; lo que más me duele es el orgullo.

Era verdad; hacía años que no lo tapaban, y mucho menos de forma tan humillantemente espectacular.

—No es necesario que te quedes— agregó Alejandro, que lo único que quería es que se quedará. Ahí. Con él. Toda la vida, ¿por favor? — La doña ya dijo que no me va a pasar nada, mi cuate Ernesto está aquí, y entiendo si tienes que hacer otras cosas. Como ir y humillar a otros jugadores de básquet, por ejemplo.

La muchacha sonrió, y bajó la mirada. Parecía estar pensando algo.

—Me pongo muy agresiva a veces cuando juego— dijo al fin.

—¡No!, ¿en serio?

Los dos se rieron. A Alejandro le dolió la cabeza, y además uno de los algodoncitos, sangriento y (horrorizado se dio cuenta) con un moco pegado, cayó al suelo. Quiso recogerlo, pero se resbaló de la camilla donde estaba, y (por segunda vez en el día) fue a dar al suelo. Al menos el algodoncito moquiento quedó tapado por su cuerpo.

—¿Estás seguro de sentirte bien?— alcanzó a oír a Ana.

—Perfecto—, dijo él recogiéndo el algodoncito sin que ella viera. Se puso de nuevo de pie, y se sentó en la camilla.

Ana lo miró a los ojos. Alejandro sintió claramente cómo se le hacía un hueco en el estómago, pero le sostuvo la mirada, e incluso logró sonreír.

—Gracias por la preocupación— dijo.

Ana se pasó la mochila al frente (la había llevado en la espalda desde que la recogió de abajo de una de los tableros de la cancha de básquet), y sacó su celular para ver la hora. Eran casi las cuatro.

—Tengo que irme…— le dijo, mirándolo de una forma que él estaba seguro era apenada.

—Está bien —dijo él, tratando de que la desilusión no se le notara en la voz.

—…pero quiero compensarte.

Alejandro pensó rápidamente que justo así comenzaban varias películas porno que había visto, y ciertamente varias fantasías suyas.

—¿Vas a hacer algo en la noche? —preguntó ella.

—No— se apresuró a decir él —, justo mi cuate y yo íbamos a las canchas a ver si algo se armaba.

—Hay un toquín en las islas, atrás de la Torre de Rectoría. ¿Quieres ir? Te invito una chela y así te compensó el golpe.

—Chido; perfecto. ¿A qué hora es?

—A las ocho; ¿cuál es tu celular?

Alejandro tomó su mochila, que Ernesto había llevado y dejado al pie de la camilla, y sacó su celular. En un momento los dos muchachos tenían cada quien el número del otro.

—Bueno— dijo ella dándole una alegre sonrisa —, tengo que irme porque quedé de comer con mis papás. ¿Me llamas cuando llegues a las islas?

—Claro.

Ana se inclinó y le dio un rápido beso en la mejilla, y Alejandro se preguntó cómo era posible que alguien que había estado jugando básquet bajo el sol casi una hora pudiera oler tan bien. Y le hizo tomar dolorosa conciencia de su propio olor.

—Bye— dijo ella echándose la mochila al hombro y encaminándose a la puerta.

—Bye— dijo Alejandro.

Se quedó sentado en la camilla unos minutos, mirando el número del celular de ella guardado en el suyo.

—¿Donde está tu agresora?— preguntó Ernesto, que regresaba de haber platicado con su novia.

—Mi agresora me invitó a un concierto esta noche— contestó Alejandro, sonriendo de oreja a oreja, y mostrando el número de ella en su celular.

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La Noche del Alacrán: 1

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1

Alejandro miró con suspicacia a su maestro de filosofía mientras éste balbuceaba acerca del “cogito ergo sum”, tratando desesperadamente de recuperar la cadena de ideas que permite llegar a un solipsismo para explicárselo a la clase.

Alejandro había leído hacía años Marciano vete a casa, así que ya sabía del argumento, en primer lugar. Y en segundo lugar, le había dado hueva la primera vez, así que oírlo de nuevo, y además de forma atolondrada, por su torpe maestro de filosofía le daba todavía más hueva.

Pero no era por eso que miraba con suspicacia a su maestro; era porque no estaba seguro si el tipo estaba pacheco o no. Literalmente pacheco; todo mundo sabía en el CCH que el OjoCaido (le decían así porque tenía un ojo, pues, caído) le entraba durísimo a la mota, y varios afirmaban haberlo visto dar así clase.

El OjoCaido continúo sus balbuceos, y Alejandro lo miró con todavía más suspicacia. No estaba seguro de si estaba pacheco por dos razones: la primera era que el tipo había fumado tanta mota en su vida que incluso cuando seguro no había fumado mota parecía que había fumado un poquito. La segunda era más personal; Alejandro mismo no estaba seguro de haber estado realmente moto alguna vez en su vida.

Era su quinto semestre en el CCH; había fumado mota ya bastantes veces. Sólo que o bien él no supo cómo fumarla, o no había entendido los efectos de la droga, o le habían dado perejil y, pendejo de él, se había creído que era mota. A veces estaba seguro de que sí le habían dado perejil.

El OjoCaido miró aliviado su reloj; aún faltaban tres minutos para el final de la hora, pero ya era una tiempo “decente” para decirles que continuarían durante la siguiente clase. Los chavos comenzaron a salir del salón.

Alejandro miró a su cuate Ernesto que, como era de esperarse, estaba completamente dormido sobre la mesa. Le dio un codazo en las costillas.

—Güey, ya vámonos.

—Oh, tan rico que estaba jeteando.

—Güey; entramos a las diez de la mañana y apenas son las dos, ¿cómo puedes tener sueño?

—Ayer metí de contrabando a Érika a mi recámara.

Ernesto dijo esto con una sonrisa de oreja a oreja, y con los ojos brillantes. Alejandro apartó la mirada algo incómodo. Desde que su mejor amigo y Érika habían comenzado a coger (desvirgándolo a él en el proceso), las cosas entre ellos dos ya no eran las mismas. Le molestaba la idea de parecer que estuviera “celoso”… pero pinche vieja le estaba quitando tiempo de calidad con su mejor amigo.

—Ya vámonos—, repitió Alejandro levantándose de la mesa.

No era sólo que Ernesto pasara mucho tiempo con Érika, ni que cuando no lo hiciera de cualquier forma hablara de ella todo el tiempo. Le recordaba que ya tenía bastante rato sin tener novia, y que su propia vida sexual se limitaba entonces a encuentros privados con la palma de su mano.

—¿Vas a ver a Érika?— preguntó Alejandro, tratando de no sonar despechado.

—Nel; tiene que hacer no sé qué madres con su jefa en la tarde.

—Eso te dijo; igual y va a ver al otro.

—Tas pendejo. Igual y hasta la noche la veo, no sé; depende de qué se arme hoy.

De forma automática habían caminado a la explana del CCH Sur, y se quedaron ligeramente apendejados unos cuantos segundos, sin saber exactamente qué hacer.

—Vamos a las canchas— dijo Ernesto, encaminándose.

Alejandro lo siguió, ligeramente desanimado. Ir a las canchas significaba dos cosas: ir a jugar básquet, que dada la pobre condición atlética de Ernesto era más bien improbable, o ir a ver si algún cuate estaba rolando mota. Que para Alejandro significaba una vez más preguntarse si le estaban dando o no perejil.

Hubo una ocasión en que Alejandro sí estaba seguro de que había logrado ponerse bien pacheco; el único problema es que no tenía memoria del suceso. Su papá le había prestado el carro para ir al CCH (que por supuesto sólo lo llevó para farolear; se movía mucho mejor en transporte público), y él y Ernesto habían ido igual a las canchas donde se encontraron con su cuate el Cacotas, que estaba presumiendo su maquinita para hacer cigarros que había conseguido en la Casa del Fumador. La maquinita por supuesto era para hacer cigarros de tabaco; pero funcionaba perfectamente para hacer churros también.

En esa ocasión, como en casi todas, Alejandro fumó sin estar seguro de que la chingadera le estuviera haciendo ningún efecto, pero aparentó estarla disfrutando enormemente, porque todos sus cuates de verdad parecían disfrutarla. Se fue al carro de su papá con un ligero dolor de cabeza (que él atribuía al humo más que a cualquier otra cosa), y salió manejando del CCH rumbo a Periférico, donde recordaba perfectamente haberse metido.

En algún momento segundos después de haberse metido a Periférico Alejandro parpadeó, y cuando abrió los ojos se encontró en la sala de su casa viendo la tele. Pocas veces en su vida se había friqueado tanto; salió como pedo de indio al garage, donde descubrió aliviado que el coche estaba ahí al parecer intacto. Nunca había podido recordar cómo carajo había llegado a su casa, ni qué había hecho durante el tiempo que su cerebro alegremente decidió olvidar.

Sin embargo siempre era posible (si bien no necesariamente probable) que de hecho hubiera chavos jugando básquet, y como a Alejandro sí le gustaba jugar se animó un poco mientras seguía a su amigo hacia las canchas.

Durante el trayecto (el CCH era grande) Ernesto comenzó a hablar de la elección de carrera. Eran mediados de otoño y faltaban unos días para la misma. Si se le podía llamar “elección” al hecho de sugerir que quería estudiar uno y rogar porque no te enviaran a la facultad que se les diera la gana. Alejandro y Ernesto habían platicado al respecto, aunque siendo justos la mayor parte de la pláctica la había llevado el segundo, que desde que tenía memoria (y lápices y reglas) había sabido que sería arquitecto. Los papás de Alejandro, en su forma de ser de hacemos-como-que-te-respetamos-pero-en-realidad-haces-lo-que-digamos lo habían estado chingue y chingue desde que había terminado el cuarto semestre para que se decidiera.

El punto era que Alejandro no tenía ni puta idea de qué quería estudiar. Tal vez por eso es que había tomado matemáticas y filosofía al mismo tiempo como materias optativas. Y que su familia y Ernesto pareciera que era su tema preferido de conversación no ayudaba.

En las canchas había poca gente; un grupo mixto de muchachos en una de las canchas con caras de que estaban a punto de echarse una cascarita, y en la última cancha (como siempre que era viernes) unos cuantos chavos rolando la mota.

A Ernesto le encantaba la mota, y como además sus papás eran medio hippies nunca le decían nada al respecto; si la mamá de Alejandro lo hubiera descubierto un día fumando, probablemente lo hubiera internado en una clínica de rehabilitación. Para acabarla de joder Ernesto juraba que la mota le ayudaba a su lado creativo; y maldita sea si Alejandro lo llegara a admitir, pero ciertamente dibujaba cosas más chidas mientras o poco después de haber fumado mota.

Su mejor amigo se encaminó a la última cancha, y Alejandro lo siguió arrastrando los pies. No tenía ganas del mal sabor del humo, del dolor de cabeza y además de tener que aparentar como que se la estaba pasando poca madre; pero era viernes, y los fines de semana Ernesto se los dedicaba exclusivamente a Érika. Además de que cuando iba cayendo la tarde generalmente entre la bola que rolaba la mota surgía un plan para hacer algo… que generalmente consistía en ir a otro lado a fumar más mota. Pero al menos en esas reuniones Alejandro solía conocer gente interesante.

En eso estaba pensando mientras cruzaba al lado de la bandita que parecía indecisa a jugar, cuando escuchó un silbido digno de un arriero. No que Alejandro en su vida hubiera oído silbar a un arriero; pero se imaginaba que así sonaría.

Una chava del grupo, que debían haberla bloquedo de su vista antes porque si no seguro la habría notado (era imposiblemente bonita), y que aparentemente era la que había silbado, le dirigió la palabra:

—Oye, nos falta uno. ¿Le entras?

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Los Desposeídos

Hace ya rato tengo ganas de leer todas las novelas de Ciencia Ficción que hayan ganado el premio Nebula y Hugo; no son realmente muchas, y las que he llegado a leer entran fácilmente dentro de mis favoritas.

Así que a finales del año pasado (je) comencé The Dispossessed, de Ursula K. Le Guin. A Le Guin la leí por primera vez cuando una ex novia me regaló Un Mago de Terramar, la primera de las novelas de Earthsea. Me gustó, pero nada fuera de lo normal.

En cambió The Dispossessed me afectó profundamente. Así como con la serie de His Dark Materials me pude identificar de forma casi absoluta respecto a mis ideas acerca de dios, la religión, la muerte y cosas por el estilo, con The Dispossessed me pude identificar respecto a mis ideas socioeconómicas. Por lo tanto también respecto a las políticas; pero realmente lo político queda rebasado por la filosofía social y económica que presenta esta novela.

La novela, que tiene 35 años, en principio es de dos planetas en un sistema binario, en uno de los cuales se autoexilian los seguidores de una filosofía que en la novela llaman “odonismo”, por Odo, una mujer que la desarrolló durante toda su vida. Los “odonianos” se auto proclaman como anarquistas, pero me parece que es una ingeniosa manera de Le Guin para poderle darle la vuelta al estigmatizado término “comunistas”. Por supuesto mucha gente no sabe que el comunismo y el anarquismo, al menos en teoría, terminan desarrollando sociedades básicamente idénticas.

Los habitantes de Anarres, el planeta de “anarquistas”, son para todos los motivos prácticos comunistas viviendo en una “utopía” comunista. Entre comillas porque realmente no la tienen fácil; Anarres es un planeta árido y difícil, y los odonianos sufren en varias ocasiones hambre y escasez. Eso sí; todos la sufren. Pero cuando no hay sequías, accidentes o cosas de ese estilo, los odonianos son capaces de cumplir las condiciones objetivas materiales; así que al menos en teoría sí es posible que funcione una sociedad comunista del estilo.

La historia es de un físico que viaja de Anarres a Urras, el planeta del que los odonianos se auto exiliaron; el primero en 160 años en hacerlo. El físico sale para tratar de terminar su Teoría Temporal General, para establecer lazos con el otro planeta (para motivos prácticos la gente de Anarres y de Urras no tiene ningún tipo de contacto, excepto algunos intercambios comerciales, muy restringidos), y también para desestancar la revolución en Anarres, que ha comenzado a generar una burocracia parasitaria.

Pero eso es pretexto; lo bonito del libro es oír sobre una sociedad funcional, con sus ventajas y desventajas, donde no hay propiedad, donde no hay gobierno, donde no hay leyes, donde no hay cárcel, donde no hay crimen, donde no hay policía, ejército, tiendas, ricos, pobres, etc. La sociedad odoniana sataniza tanto el concepto de propiedad, que nadie dice “mi mamá”; dicen “la mamá”. Nadie tiene nada; si alguien le presta a alguien más “su” pañuelo, le dice “ten, toma el pañuelo que estoy usando”. El insulto más grave que existe es “profiteer”; usurero.

Y a pesar de ser tan alienígena dicha sociedad, Le Guin muestra de forma muy bonita un conjunto de personas que trabaja y vive su vida en paz, tranquilamente. La novela no es propagandística ni maniquea; Anarres es un mundo horrible, sin animales fuera de sus dos pequeños océanos, lleno de desiertos, seco, árido; y los odonianos se parten mucho la madre para tener casi nada más lo más básico (aunque “se parten la madre” tal vez es exagerado; al parecer en promedio todo mundo trabaja a lo más cinco horas, en situaciones normales). La gente no es “mejor” ni “peor” que en otras sociedades; como en todas partes hay gente mierda, y gente tonta, y gente que le tiene miedo al cambio. Y también, como en todas partes, hay gente maravillosa. Pero eso sí; no hay realmente desigualdad. Todos están igual de jodidos.

No comparto todos los puntos de vista de la Le Guin; por ejemplo, a pesar de que yo sí soy de los que cree en la hipótesis Sapir-Whorf, no creo que fuera necesario crear un lenguaje artificial para crear una sociedad como la odoniana. Tampoco creo que el concepto de “nación” sea inherentemente malo; creo que el poder identificar un cierto conjunto de usos y costumbres como raíces de una sociedad no sólo no es malo, sino incluso deseable. Y por supuesto, si a alguien se le ocurriera hacer un experimento social de ese estilo, yo esperaría que fuera en un planeta menos desagradable que Anarres.

Pero fuera de eso, yo espero (y sinceramente creo) que la humanidad (si no se destruye a sí misma antes) terminará siendo muy parecida a la odoniana. En un planeta más amable que Anarres, espero.

Independientemente de eso, la novela es maravillosa; no es ciencia ficción dura (de hecho la parte de “ciencia” es bastante mamila), pero tiene una trama muy interesante y personajes más que memorables. Así que yo sí se las recomiendo.

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La novela

Hace un mes terminé de escribir una novela, dentro del experimento colectivo denominado NaNoWriMo. Lo hice en gran medida porque quería ver si podía; para probarme a mí mismo como escritor. Me asumo como escritor; tal vez no uno particularmente bueno, pero escritor al fin y al cabo. No me dedico a eso; no me gano la vida con ello. Pero es una parte importante de mi persona.

Cuando acabó NaNoWriMo y yo “gané”, me di por satisfecho. No esperaba más realmente; nunca consideré seriamente el mostrar al mundo el fruto de escribir 50,000 palabras en 30 días. Pero ocurrió algo simpático, que debí prever dado que conozco el enorme tamaño de mi ego: me gustó mi novelita. No me engaño tampoco; no es la gran novela de las letras hispánicas; no es un relato realmente original; los personajes no son verdaderamente entrañables; y siendo completamente sincero la redacción no se aleja mucho de lo que ustedes, queridos lectores, pueden ver regularmente en este blog.

Pero me gustó; creo que es ligera, y razonablemente divertida. Tampoco conseguí (ni de lejos) el hacer una novela que mantuviera riendo a los lectores de principio a fin; hacer reír es terriblemente difícil. De hecho, me temo que me quedé sin chistes para contar; si escribo eventualmente otra novela tendrá que ser una tragedia griega, porque ya no se me ocurre cómo hacer reír de nuevo. Pero razonablemente divertida me parece que sí es.

Así que le pedí a varias personas cercanas a mí que la leyeran, y que me dieran sus opiniones, sus correcciones y sus ideas, y tuvieron la gentileza de hacerlo. Algunas de sus opiniones las seguí al pie de la letra; otras modificaron hasta cierto punto ciertos aspectos de la novela. Y otras más me valieron completamente madre, porque como les digo mi ego es enorme. Eso, y me dio hueva hacer ciertos cambios.

Pero lo importante es que las opiniones de estos queridos amigos míos me convencieron de que, al menos, la novela no apestaba completamente. A lo mejor apesta un poquito; pero no completamente.

Hoy por fin acabé con todas las correcciones y con la construcción del PDF que planeo, en más o menos tres meses, liberar en la red bajo la licencia Creative Commons Atribución-No comercial-No Derivadas 2.5 México. ¿Por qué en tres meses? Porque me encanta hacerla de emoción.

A partir del 5 de enero de 2009 comenzaré a publicar en el blog un capítulo de la novela cada tres o cuatro días. Esto sirve dos propósitos; no publicarla toda de golpe (lo que espero cause que más gente la lea), y tener algo que poner en el blog mientras estoy en Barcelona. Si todo sale como planeo, publicaré el último capítulo justo antes de regresar a México, y entonces crearé una página permanente en el blog para tener toda la novela en un solo lugar, y ahí mismo haré público el PDF (que, si me permiten decirlo, quedó bien bonito).

¿Por qué escribo ahora de esto, si no planeo publicar el primer capítulo hasta dentro de seis días? Pues porque quiero dejar constancia de que la novela la acabé en un mes, y que las correcciones me tomaron otro. Eso, y que el producto final quedó terminado durante el 2008. Manías de uno, pues.

Sólo una aclaración, respecto a los comentarios que permitiré en las entradas que sean capítulos de la novela. Voy a permitir comentarios, por supuesto; pero seré algo más autoritario respecto a cuáles censuraré sin sentirme mal al respecto. La novela no es una opinión mía, o una idea que proponga a discusión. Es creación, y (literalmente) la voy regalar al mundo. Aunque es discutible la calidad de dicho regalo, seguirá siendo un regalo; y voy a considerar de pésimo gusto que alguien la ataque destructivamente. Al fin y al cabo, como todo lo que hay en este blog, nadie está obligado a leerla.

Sí voy a permitir comentarios con críticas constructivas, por supuesto; pero seré sincero: voy a subir el estándar de la calidad de todos los comentarios que apruebe en los capítulos. Y eso va también para comentarios positivos, pero de contenido pobre; no aprobaré un comentario del tipo “ay, me encantó este capítulo; está bien lindo”, si eso es todo lo que dice.

Y aún con las críticas constructivas, inteligentes y bien articuladas que lleguen a aparecer y yo publique, debo enfatizar que lo más probable es que me valgan pura madre. Sencillamente lo podría dejar en que, exceptuando un puñado de personas en este mundo, en general no me interesa lo que piense de mí la gente; pero sí quiero hacer énfasis en que las entradas que contendrán los capítulos de mi novela difieren radicalmente de lo que normalmente publico en el blog. Lo que normalmente publico me interesan los comentarios de los demás, porque no es lo que piensan de mí (o bueno, así siempre lo he tomado yo); es lo que piensan de ciertas ideas o ciertas posturas políticas y/o ideológicas. Varias de las cuales ni siquiera son mías originalmente, además. No es algo (y en general no me lo tomo así) personal.

La novela es una creación muy personal, y además la estaré regalando. Entonces ahí sí no me va a importar lo que digan de ella, y si nada más me huele a que un comentario es puramente para chingar, no dudaré ni medio segundo en borrarlo; no lo voy a pensar dos veces.

Los dejo con la portada, como un adelanto de lo que vendrá en unos días. Ya había publicado un primer boceto, pero le hice algunas correcciones, y lo pongo ahora como PNG, porque se veía medio feo el JPEG.

La Noche del Alacrán (portada)

La Noche del Alacrán (portada)
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