(De nuevo no fue mi culpa que Aztlán no respondiera; estaban arreglando una subestación eléctrica en Ciudad Universitaria y se quedó sin luz el piso de mi cubículo.)
Justo el día que salimos de vacaciones de Semana Santa, me chocaron mi carro.
Fue el primer accidente mayor que tuve con mi coche, donde un camión tipo mudanzas decidió que quería aplastarme contra el camellón en Río Churubusco. Recuerdo claramente que sentí el golpe y nada más dejé escapar un tenue “oh”; en ningún momento tuve miedo, me di cuenta de inmediato de que mi carro me estaba protegiendo: sentía cómo el camión (que debía pesar unas cinco veces más que mi carrito, al menos) trataba de apachurrar mi auto y el mismo nada más se quejaba amargamente.
El resultado del choque fue que se le dio en la madre a casi todo el lado derecho de mi carro, además de partes del lado izquierdo. El carro seguía funcionando después del impacto, pero por supuesto se lo llevaron en grúa a que mi seguro evaluara el daño.
Total que terminé andando sin carro durante casi exactamente tres meses, lo cual no me pasaba… no recuerdo desde cuándo exactamente.
Mi primer carro fue mi querido Tsurito, que me lo vendió mi mamá (siendo honesto muy barato) después de ella usarlo varios años. Antes de eso me lo prestaba, pero el carro fue mío de mí hasta casi entrar a la maestría. Antes de eso, yo fui estudiante (y profesionista, un tiempo) de metro, micro, trolebús y tren ligero. Lo cual es por supuesto lo común con la gente que acudió toda su vida a escuelas públicas.
No me quejo la verdad; el transporte público de la Ciudad de México puede llegar a ser incómodo, pero es bastante rápido y eficiente e indudablemente barato. De hecho, en mis épocas de trabajador profesionista una de mis chambas estaba en Bosque de las Lomas en la Miguel Hidalgo, y a veces mi mamá me prestaba el carro: en esas ocasiones, no era raro que usar el carro resultara en que me tardara más en ir y regresar desde Xochimilco, donde vivía.
Como sea, que me quedara sin carro me obligó a usar de nuevo el transporte público de la CDMX y en particular a familiarizarme con las rutas disponibles alrededor de mi nuevo departamento. Vivo efectivamente (aunque no oficialmente) sobre el Eje 8 Sur Popocatépetl; tardo unos diez minutos en caminar a la estación del metro más cercana, pero a menos de una cuadra está una parada de la línea 13 del trolebús, que es lo que normalmente termino utilizando. De regreso, la parada correspondiente está todavía más cerca: mi celular trata de conectarse a mi red inalámbrica antes de que baje del trole.
Estos nuevos trolebuses normalmente ya no van conectados a las catenarias que están colgadas desde antes de que yo naciera; no tengo idea de cómo funcionan, pero evidentemente siguen siendo eléctricos, porque son sorpresivamente silenciosos. También están muy limpios y cómodos (generalmente) y no sé si tengan una suspensión especial, pero también el trayecto se siente muy suave.
Pero además, como me gusta dejar abierta la ventana de mi sala (que mira directamente al Eje 8), todo el tiempo escucho la campanita que suena el trole cuando llega a su parada; “¡tiling, tiling!”, le hace, con un sonido bastante romántico que he terminado por asociar a mi nuevo hogar.
Desde un punto de vista más ñoño, están las tarjetas de Movilidad Integrada; yo tengo la mía desde hace años, no recuerdo cuándo fue que la compré ni dónde, pero siempre la ando cargando. Obviamente es lo que uso en trolebús y metro, pero cuando se me estaba a punto de acabar el saldo, vi que la App CDMX permite cargarla usando NFC.
Ni siquiera me tengo que levantar de mi sofá para recargar la tarjeta. Es la neta, porque además el pago es casi automático con Google que, dado que ya es dueño de mi alma inmortal, en particular se acuerda de mi tarjeta de crédito.
Para ir a la Facultad de Ciencias normalmente salgo de mi casa, camino menos de 100 metros a la parada del trolebús; me bajó en Insurgentes, camino menos de 40 metros a la estación Río Churubusco del Metrobús; me bajo en la estación Ciudad Universitaria y camino unos 100 metros (que se sienten como 500 por el puente de caracol) a la parada cruzando de Trabajo Social, donde uno de múltiples Pumabuses me pueden dejar enfrente de la Facultad de Ciencias, o bien cruzando el estacionacionamiento para estudiantes. De regreso suelo hacer exactamente la ruta inversa.
Ya por fin me regresaron mi carro, pero estuvo simpático el utilizar el transporte público de nuevo. Sigo prefiriendo por mucho mi carro, pero si es necesario utilizar la alternativa no es tampoco como si fuera una tortura.
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