Obama

Cuando Barak Obama ganó la asamblea (en gringolandia le dicen caucus, y nadie excepto ellos sabe qué significa eso) en Iowa, yo dije: “los gringos pueden estar listos para elegir a una mujer presidente, pero ni de chiste eligen a un negro”.

Para por una vez variar con ellos, los gringos me probaron equivocado.

Por supuesto no es nada más que Obama haya sido un excelente candidato, y además manejando siempre un mensaje consistente y sencillo que es radicalmente opuesto al de Bush 2. Tampoco es sólo que los gringos (cuatro años más tarde que el resto del mundo) se hubieran hartado completamente de Bush II.

Al fin y al cabo, como suele ser siempre en política, resultó ser la culminación de una serie de circunstancias. Y yo creo (y no es un análisis que se me haya ocurrido a mí) que lo más importante fue la debacle financiera en la que cayó Estados Unidos, después de años de promover el libre mercado como un fin, en lugar de entender (como lo hace cualquiera con dos dedos de frente) que es un medio.

El hubiera, por supuesto, es el pretérito pluscuamperfecto de los pendejos, pero sí me animo a creer que hubiera sido más difícil para Obama el ganar las elecciones si no hubiera ocurrido la crisis. Nunca sabremos, claro está, pero me parece que sí es un elemento fundamental en la victoria del negro.

Ahora; normalmente (como lo saben mis lectores regulares) los gringos son gente de la cual desconfío (y no necesitan sino ver cuatro años atrás para entender por qué): por simple viveza en los políticos gringos confío todavía menos. Es de entender que, por principio y convicción, no confío en Obama.

No lo haría de nadie que los gringos eligieran. Repito; vean la historia del siglo pasado para entender por qué.

Pero hay matices. No es lo mismo Richard Nixon que Franklin Roosevelt. A muchos se les olvida, pero Cárdenas pudo en gran medida nacionalizar la industria petrolera mexicana porque Roosevelt estaba siguiendo una política exterior que de hecho lo permitía. Eso no minimiza el logro de Cárdenas; sólo ayuda un poco a entenderlo.

Y en ese sentido que los gringos hayan elegido a Obama es, dentro de lo que cabe, de lo menos peor que podríamos haber esperado los mexicanos y el resto del mundo. Que por supuesto me importan más que los gringos, obviamente.

No va a pasar nada sorprendentemente novedoso durante la presidencia de Obama; probablemente invadirá y bombardeará inocentes como lo han hecho todos los presidentes gringos desde Truman (aunque esperemos que en mucho menor medida que Bush Dos: La Venganza), utilizará el poder económico de su país (que por suerte cada vez es menor) para joder a otros países que no quieren seguir su línea, y apoyará, o al menos no condenará, atrocidades como la que Israel hizo estas semanas en el inexistente estado de Palestina (aunque los israelíes se fueron por la segura y atacaron mientras Bush Segundo: El Monstruo Vive de Nuevo seguía al frente del gobierno gringo). Obama probablemente hará todo eso; y todo en el nombre de la democracia, y la justicia, y la chingada.

Me pueden probar equivocado los gringos de nuevo; pero realmente lo dudo. No confío en ellos.

Pero a pesar de todo eso, repito, hay matices; incluso con todas las desgracias que (casi sin duda) causarán los gringos mientras Obama los preside, lo cierto es que es un cambio refrescantemente nuevo. El tipo incluso me cae bien.

Es un académico, para empezar. Fue profesor en Harvard, y sus orígenes como alguien que viene de la academia son obvios; no sólo su forma de hablar y de expresarse, sino en cosas más importantes como a quién ha elegido para su gabinete. La mayor parte de sus secretarios tienen maestría y/o doctorado, y muchos de ellos vienen directamente del mundo académico, pero con experiencia política. Lo cual es algo que yo sólo puedo aplaudir: no sé quién fue el retrasado mental que se le ocurrió que dirigir una nación es como dirigir una empresa; una y otra y otra y otra vez esa idea estúpida ha sido contradicha por la historia.

Pero además Obama no es (o no parece ser) un neo liberal a ultranza. Andy Tanenbaum resumió así una parte del segundo debate entre McCain y Obama:

In general, Obama attacked McCain on deregulation. He said that deregulators believed that by letting the market run wild “prosperity would rain down on all of us.” Then he noted: “It hasn’t worked out that way.”

Por supuesto, eso es sentido común (repito) para cualquiera que tenga dos dedos de frente; pero oírlo de un gringo es realmente alentador. Creo que desde antes de Reagan nadie en el espectro político gringo decía en voz alta que el libre mercado no es la solución a todos y cada uno de los problemas del universo.

Porque, obviamente, no lo es. El libre mercado es un medio; no un fin en sí mismo. ¿Y medio para qué es? Pues para elevar la calidad de vida de la gente; si el libre mercado no funciona para elevar la calidad de vida de la gente, entonces no hay que usarlo. Así de simple.

Y esa es otra razón por la que la educación y los servicios de salud deben ser públicos, gratuitos y universales. Y por la cual privatizar los medios de producción energéticos es una pendejada enorme.

El plan político económico de Obama parece ir por ahí; al parecer quiere (o eso dice) conseguir salud pública para todos los gringos, y mejorar el estado de la educación pública. También quiere invertir hartos miles de millones de dólares en mejorar la infraestructura gringa (carreteras, puentes, hospitales, etc.); no sólo porque causa menos problemas económicos a largo plazo, sino también porque además genera miles (si no es que millones) de empleos. Por si a alguien se le ha olvidado, es parecido en partes al plan del Peje.

Estamos teniendo una regresión a lo que ocurrió poco después de la Gran Depresión de los 30s, cuando Roosevelt salió con su New Deal, que la gente estúpida que cree que el libre mercado es infalible le llama “populismo”. Nunca he podido entender por qué cuando se le da recursos (y muchas veces ni son tantos) a la gente es “populismo”, pero cuando se le dan miles de millones de dólares a las empresas son “rescates” (vean el Fobaproa y lo que acaba de pasar en gringolandia).

El plan de Obama (al menos aparentemente) se asemeja al New Deal de Roosevelt, y la idea es la misma; dejar de creer estúpidamente que el libre mercado solucionará todo, y hacer que el gobierno intervenga cuando debe para evitar tragedias como la que le pasó a los gringos hace unos meses, y a nosotros hace casi quince años.

Que por supuesto; chido por los gringos, pero no creo que directamente eso nos ayude a los mexicanos, excepto por el hecho de que la economía mexicana depende enormemente de la gringa. Pero indirectamente creo que sí habrá oportunidad de que cambien ciertas cosas aquí, y en el resto del mundo.

Una de las razones entonces, y yo creo que de las más poderosas, para que Obama ganara fue la crisis económica; causó que muchos gringos (la clase trabajadora, que como en todos lados sigue siendo mayoría) reaccionara con terror a la idea de otro presidente que confiara ciegamente en el libre mercado. No fue la única razón, obviamente; pero creo que sí pudo ganarle al racismo (al menos al latente) de muchos votantes.

No estoy muy esperanzado respecto al futuro porque (repito) no confío en los gringos, pero ciertamente no estoy tan seguro de la tragedia como lo estaba cuando “ganó” Bush Secundus Brutus, y mucho menos en su segunda victoria, que esa sí culpo directamente a los gringos mismos.

O, en otras palabras; cabe la posibilidad de que los siguientes cuatro años sean una mejoría sobre los últimos respecto a lo que el gobierno gringo hace. Yo espero que así sea; que los gringos me prueben de nuevo equivocado respecto a los múltiples prejuicios que tengo contra ellos.

El cuatro de noviembre del año pasado los gringos me hicieron ver que tal vez sí soy demasiado parcial contra ellos, y que hay esperanzas de que, después de haber nacido como una nación que constitucionalmente equiparaba a tres blancos con cinco negros (y eso sólo para que pagaran impuestos también), por fin (casi ciento cincuenta años después de su guerra civil, y cuarenta después de las grandes movilizaciones por los derechos civiles) estén llegando al nivel de nación civilizada. Con desconfianza y cautela, pero tengo que admitir que me siento optimista.

Vamos a ver. Espero equivocarme en mi desconfianza.

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El magnesio barcelonés

Al estar albergados en la Vila Universitària tenemos a nuestra disposición un gimnasio bastante bien equipado, ridículamente cerca (obviamente), y (posiblemente lo más importante) completamente gratis.

Así que hoy fui temprano a usarlo, porque por distintas circunstancias no he hecho ejercicio en más de seis meses.

Me duele todo. Espero que mi forzada inmovilidad me haga concentrarme más en el trabajo intelectual.

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La Noche del Alacrán: 4

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

4

Ernesto se llevó la noche de su vida ese día. En comparación, la de Alejandro no fue muy buena que digamos. Su mejor amigo, antes de ir a pasar una noche de sexo adolescente tierno y atolodrando, le llamó a su mamá para inventarse la excusa más enredada que jamás a nadie se le ha ocurrido para explicar por qué no iría a dormir a su casa, y después le marcó a Alejandro, que cuando vio el número de Enesto en su celular se le cayó el alma a los pies.

—Güey— dijo contestando —, por favor no me digas que chocaste.

—Eh… no, no, no he chocado.

—Ah. ¿Qué pasó? ¿Salió todo bien con Érika?

—Eh… sí, sí, todo chingón. Gracias.

—Ajá. Bueno, ¿y entonces para qué me marcas? ¿Ya vienes por mí? Pensé que te tardarías un poco más.

—Eh… justo por eso te marco.

—Güey, no mames que todavía están en el restaurante. Quedé con mi papá que regresaba como a la una o dos. Si siguen en el restaurante apenas te va a dar tiempo de salir e ir a dejar a Érika a su casa.

—Eh… no, no; ya salimos del restaurante.

—Ah. Bueno, ¿entonces cuál es el problema?

—Eh… me temo que no vas a poder llegar a las dos a tu casa.

—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Van a hacer algo más tú y Érika?

—Eh… sí… algo así.

—Ajá. Mmmh. Mira, creo que me puedo chorear a mi jefe si llego a eso de las tres; pero lo que sea que vayan a hacer apúrense, porque no mames mi papá se va a poner bien punk conmigo si llego después de las tres. Y además a ver dónde chingaos me lanzo para no estar en la calle; aquí ya están puliendo los pisos.

—Eh… Alejandro… tampoco vas a poder llegar a las tres. Al menos no con carro.

—¡¿Qué?!

—Mira, te explico luego. Me cae que vas a entender; y de verdad lo siento. Te debo una por esto. Luego te explico.

Y Ernesto colgó. Alejandro miró incrédulo su teléfono, y procedió furioso a marcarle de nuevo, pero descubrió horrorizado que lo había apagado. Se quedó como estúpido unos segundos, sin tener ni puta idea de qué hacer. Tenía menos de cien pesos en la cartera, y no podía regresar a su casa sin el carro de su papá; lo despellejaba vivo si descubría que se lo había prestado a Ernesto.

Estaba considerando seriamente huir a Guatemala cuando su celular comenzó a vibrar en su mano. Era Elena, la muchacha que le había hecho el favor de desvirgarlo en un concierto unos meses antes.

—¿Bueno?— dijo contestando.

—¿Dónde andas?

—En un centro comercial, ¿por qué?

—¿Podrías venir a mi casa? De verdad me haría bien hablar con alguien.

—Claro— dijo Alejandro sin poder creer su suerte—; ahorita llego.

Tomó uno de los taxis que siempre estaban en el centro comercial y veinte minutos después tocaba la puerta de Elena. La chava le abrió la puerta en pants y chanclas, con el pelo hecho un desmadre y cara de evidentemente haber estado llorando, y de inmediato lo abrazó sollozando.

—Eh— dijo sorprendido Alejandro —… ¿estás bien?

Alejandro había conocido a Elena en un toquín que se había llevado a cabo durante su intersemestral de primer año. Ernesto llevaba poco tiempo de haber descubierto la mota, y la estuvo fumando generosamente durante el concierto. En un tropezón empujó a Alejandro contra Elena, que tiró su bebida por ello.

Apenado, Alejandro se ofreció a comprarle otra, y en el camino comenzaron a platicar. Tres horas después, con el concierto dando sus últimos estertores, seguían platicando, y Elena además ya estaba considerablemente mareada de haber estado tomando, así que Alejandro se ofreció a llevarla a su casa. Ernesto había desaparecido (casualmente conoció a Érika en el mismo concierto), y Alejandro y Elena caminaron al carro que su papá le había prestado. En el camino Elena trastabilló y él la sostuvo; después de recuperar el equilibrio ella no soltó su mano.

Alejandro imaginó muchos posibiles escenarios de lo que pasaría después, pero realmente no el que de hecho ocurrió; al llegar al carro le abrió la puerta a Elena, que de forma particularmente hábil le quitó el seguro a la puerta trasera, hizo a Alejandro a un lado, abrió dicha puerta, tomó a Alejandro de la solapas y, con una inusitada fuerza para una chava tan delgadita, lo aventó sobre el asiento trasero para después aventarse ella misma, cerrar la puerta, y desvirgarlo ahí mismo sin ni siquiera decir “permiso”.

—Eras virgen, ¿verdad?— preguntó ella cuando todo terminó… humillantemente poco después.

—Eh… depende de cómo definas virgen.

—Eras virgen— afirmó entonces Elena, y le dio un beso riéndose.

—¿Tan mal estuve?— preguntó Alejandro, angustiado.

—No para un virgen— contestó ella riéndose descaradamente ahora.

—Te estás burlando de mí— dijo Alejandro y trató de incorporarse, pero ella lo abrazó con su inusitada fuerza.

—No, mi rey; perdón. Es sólo que eres muy tierno.

—¿Eso es bueno o malo?

—Es bueno… en general. Sólo no exactamente lo que me esperaba.

Le dio otro besó y lo miró profundamente, como si quisiera tratar de mirar sus deseos y gustos, sus miedos y sueños a través de los ojos.

—Eres muy chido— dijo al fin —. Te diría que ándaramos, pero creo que no te mereces una chava tan loca.

Y, oh Dios sí estaba medio loca. Alejandro se obsesionó unas semanas con Elena, pero ella le dejó muy claro que sólo lo quería como amigo. Cuando él por fin aceptó eso, y reanudaron las conversaciones amistosas que duraban horas, y fue obvio que de verdad ya no estaba obsesionado con ella, Elena se volvió a acostar con él, de forma igual de agresiva que la primera.

—Eres mucho mejor si no eres virgen, mi rey— dijo ella recostándose cuando todo terminó… sorprendentemente mucho después.

—No te entiendo— dijo él… porque no sabía qué más decir y porque de verdad no la entendía.

—Te dije que estaba loca. No le busques chichis a las hormigas— le dijo dándole un beso —; seguimos siendo amigos nada más.

Eso fue lo que definió los primeros meses de su amistad con Elena; una amiga súper chida con la que podía hablar de cosas que incluso con Ernesto le costaba expresar, porque ella lo entendía siempre a la primera, y con la que de vez en cuando (cuando se le pegaba la gana a ella) tenía sexo.

Así siguieron las cosas hasta que Elena se consiguió novio. Al inicio a Alejandro le costó mucho aceptar eso, pero fingió que estaba contento por ella porque tenía miedo de que si se mostraba celoso la podría llegar a perder. Hasta un día en que comieron juntos y ella le estaba platicando una cosa completamente intrascendente, y él notó algo raro en ella. Algo que habitualmente no estaba ahí.

—¿Qué?— preguntó ella cuando notó cómo la miraba.

—Te ves… rara— dijo él.

Elena sonrió, con una sonrisa tan luminosa que Alejandro no pudo evitar él mismo ponerse de buen humor.

—Estoy feliz— dijo ella simplemente.

Y en ese momento Alejandro entendió realmente la situación. El novio de Elena, por celoso e incómodo que lo hiciera sentir a él, la hacía feliz a ella. Y a partir de ese momento no tuvo que fingir nada; de verdad estuvo contento por su amiga.

Así estaba el asunto hasta la noche que Ernesto se dio a la fuga con el carro de su papá, y Elena lo llamó a su casa para recibirlo bañada en lágrimas. Después de pasar a su casa e ir a la recámara de ella (sus papás no estaban), Elena le platicó entre sollozos que su novio y ella habían tronado.

Alejandro estaba sinceramente preocupado por su amiga, pero siendo completamente honesto no había ido ahí sólo por ella, ni tampoco sólo para no estar en la calle sin saber a dónde ir mientras a Ernesto se le pegaba la gana regresarle el carro de su papá. Cuando sonó su teléfono y vio que era de su casa, esa fue la razón por la que había ido con Elena.

—¿Bueno?— dijo contestando el teléfono y haciéndole señas a Elena de que tenía que tomar la llamada.

—¿Dónde estás hijo?— preguntó su papá. Todavía no sonaba molesto, lo cual siempre era una buena señal.

—En casa de una amiga papá; te estaba a punto de llamar. Se puso medio mal en la fiesta, y la traje para acá y me ofrecí a esperar a que llegaran sus papás— mintió él campantemente —. Si no te molesta, dame chance de llegar algo más tarde mientras llegan.

—Mmmh— Alejandro conocía perfectamente el gruñido de su papá cuando una situación no le estaba gustando mucho, así que sacó su carta mayor.

—Estamos en su casa seguros, el carro está en su patio, no estoy tomando, y si quieres te doy el número de su casa por cualquier cosa.

—A ver— dijo el papá; como que la idea le gustaba.

Alejandro le pasó el número de la casa de Elena, se despidió de su papá y colgó. Como que lo conocía, Alejandro esperó unos segundos hasta que sonó el teléfono de la casa de Elena. La muchacha, extrañada, lo contestó:

—¿Bueno?

—Buenas noches— dijo el papá de Alejandro —, ¿se encuentra Alejandro? Es su papá.

—Un momento— Elena le llevó el auricular todavía más extrañada a su amigo —. Es tu ¿papá?

—Gracias— dijo Alejandro tomando el auricular —, ¿qué pasó papá?

—Nada más comprobaba que el número estuviera bien… no vayas a creer que no confío en ti.

—Claro que no papá— dijo Alejandro con una sonrisa de oreja a oreja.

Alejandro estuvo platicando con su amiga toda la noche, escuchando un momento todas las razones por las cuales su novio (o ex novio, para ese momento) era un pendejo y no quería volverlo a ver nunca, y al siguiente todas las razones por las cuales era el hombre más maravilloso del mundo y no podía vivir sin él. Alejandro le daba palmaditas en la espalda y trataba de darle la razón en todo; sólo era ligeramente difícil hacerlo cuando Elena se empeñaba en contradecir su propia postura cada cinco minutos.

Así que cuando ella se quedó callada unos segundos, para después comenzar a besarlo, incialmente se alegró, porque en eso sí sabía cómo comportarse. Sólo que apenas llevaban unos segundos besándose, cuando algo entró atropelladamente en su conciencia y se separó de ella.

—¿Qué pasa?—preguntó ella, extrañada.

—Eh… hasta ahora siempre he estado de acuerdo con que nos acostemos cuando tú digas. Pero creo que no sería buena idea que lo hiciéramos ahorita.

—¿Por qué?

—Porque por lo que me platicas hay una posibilidad de que tú y tu novio se contenten… si dejas de portarte como esquizofrénica en algunas cosas. Y si eso ocurre, te conozco; te vas a sentir de la chingada de haberte acostado conmigo. Así que creo que lo mejor es que no lo hagamos.

Elena lo miró con esa mirada suya tan profunda que a veces le echaba.

—Claro que soy hombre— dijo Alejandro, sonriendo—; si me insistes suficiente te prometo no poner mucha resistencia.

Elena se echó a reír y le tocó la mejilla con su mano.

—Gracias rey; ya sabía que eras muy chido. Necesitamos encontrarte una muchacha menos loca que yo que haga feliz. Y te coja rico.

—¿No va lo segundo incluido en lo primero?

Los dos muchachos se rieron de nuevo. Eran las seis y media de la mañana, y aunque cansado Alejandro estaba contento. Su teléfono celular comenzó a sonar, y vio aliviado que era Ernesto.

—¿Dónde estás, hijo de la chingada?

—Ya voy para allá… ¿dónde estás?

—Ahorita te marco para decirte dónde me recoges.

—OK.

Alejandro colgó su teléfono y le sonrió a Elena.

—Ya me voy; vienen por mí.

—Gracias por haber venido— le dijo Elena abrazándolo —. Y gracias por todo lo demás.

—No te preocupes.

Alejandro salió de casa de Elena y le marcó a Ernesto para que pasara por él en una calle cercana; no quería decirle cómo había sido su noche hasta enterarse de por qué le había hecho la jalada de raptar el coche de su jefe.

Ya después con más calma Ernesto le platicaría lo que había pasado, y Alejandro ciertamente comprendió que la situación había sido meritoria de la actitud gandalla de su amigo. Las cosas no pasaron a mayores; el papá de Alejandro vio que el carro estaba en perfecto estado y que su hijo no había estado bebiendo ni nada por el estilo (claro que no era que desconfiara de él), y nunca se enteró de lo que realmente había pasado esa noche.

Pero Alejandro le recordaba a Ernesto esa noche cada vez que necesitaba un favor urgente.

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Realeza, de hecho

Ayer estaba saliendo de un seminario en la Universitat Politècnica de Catalunya, cuando vi pasar a una chava. La chava me miró. Yo la miré. Nos miramos. Y entonces me acerqué a abrazarla; era mi amiga Amanda.

Ella estudió en la Facultad de Ciencias, así que no es tan raro encontrármela aquí. Pero la conozco desde que estudiaba en el CCH, desde que los dos teníamos quince o dieciséis años, y no la veía hacía mucho tiempo, así que sí me sorprendió encontrármela del otro lado del charco. Está terminando el doctorado, y se casó y tiene un hijo, y espera otro, lo cual todavía me saca un poco de onda porque la imagen que tengo de ella está fuertemente ligada a mi adolescencia.

Y luego en la noche salimos a comer “patatas” bravas (que de bravas tienen lo que yo de güero… aunque ciertamente estaban ricas), y nos acompañó una chica austriaca que no está participando en el curso. Resulta que su abuela era hermana de la segunda esposa de Franz Ferdinand… o algo así.

Así que ayer me encontré en Europa con una amiga de la adolescencia, y me codeé con auténtica realeza europea.

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La Noche del Alacrán: 3

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3

Los conciertos en general habían resultado en buenas experiencias para Alejandro. En uno de ellos había perdido la virginidad, entre primer y segundo semestre, con una chava que después los dos descubrieron se llevaban mejor como cuates. O eso se seguía repitiendo Alejandro.

Ernesto estaba apuntadísimo para ir; ese viernes en la noche no tenía todavía nada planeado con Érika, y en los toquines de Ciudad Universitaria seguro alguien estaría rolando.

—¿Vamos a comer a tu casa o a la mía?— preguntó Ernesto, mientras ambos salían de la enfermería.

—A la mía güey; tengo que bañarme y arreglarme.

—¿Por?

Alejandro lo miró incrédulo.

—¿Cómo que “por”? Porque quiero ligarme a Ana.

—¿A tu agresora? ¿De verdad?

—Güey— dijo Alejandro, ligeramente hartado —sé que desde que andas con Érika ninguna mujer te parece que se le pueda comparar, pero no podrás negar que es muy bonita.

—No está mal, supongo que varios podrían decir que está guapa. Pero no creí que te gustara.

—Bueno pues; me gusta.

—La chava que por poco te rompe espectacularmente la nariz…

—Sí.

—Que te humilló jugando básquet durante casi una hora…

—Eso sólo fue porque me distraía el tenerla en frente.

—Ajá. OK, vamos a tu cantón.

—También le voy a pedir la nave a mi jefe.

—¿Para qué?

—Por si puedo darle un aventón terminando el concierto, o si hay que ir a otro lado, o qué se yo.

—¿Y si vive hasta casa de la chingada?

—Hasta casa de la chingada iré.

—Imagínate que es Neza ka…

—A Neza iré.

—Cabrón, ni sabes dónde está Neza.

—Claro que sé dónde está Neza.

—A ver, ¿dónde está Neza?

—Hasta casa de la chiganda.

Habían llegado a una de las paradas de microbuses en frente del CCH, y se formaron para tomar el que los llevaba al metro Copilco, que era su ruta habitual cuando iban a la casa de Alejandro.

—¿Te das cuenta que si vas hasta casa de la chiganda me vas a arrastrar también a mí?— preguntó Ernesto.

—Güey— le dijo Alejandro mirándolo sorprendido —si la nena quiere jalar conmigo, lo siento mucho pero te me vas a tener que desaparecer.

Ernesto lo miró indignado.

—¿Me vas a cambiar por una pinche vieja? ¿Qué hay de “bro’s before ho’s”?

—Güey, ¿ya te olvidaste de la fiesta de cumpleaños de Érika? Me debes una por esa.

Ernesto lo consideró un segundo.

—OK, te debo una por esa.

Los dos muchachos se subieron al micro.

Lo que había ocurrido durante la fiesta de cumpleaños de Érika fue lo siguiente: ella y Ernesto llevaban apenas unas semanas andando, y él quería hacer algo especial por ella, así que le pidió a Alejandro que le pidiera el carro a su papá para que la pudiera llevar a un lugar chido.

Ernesto no podía pedirle el carro a sus papás porque justo unos días antes de que él y Érika se hicieran novios le había destrozado dos llantas, y desde entonces sus papás decían que no le prestarían el carro “por un tiempo”, donde “un tiempo” podían ser unas semanas o hasta que Ernesto pudiera comprarse uno.

La cosa estuvo así: Ernesto había salido con Érika (todavía como “cuates”, aunque realmente nadie se tragaba eso, pensó Alejandro), y regresó muy contento por Periférico. Tan contento estaba él en el carril de alta velocidad, que no se dio cuenta de que su salida ya estaba a unos cuantos metros, y se le hizo muy fácil cruzar todos los carriles de Periférico para agarrarla.

De milagro no le pegó a ningún otro carro, pero tampoco pudo salirse bien a la lateral, y las dos llantas izquierdas golpearon contra el camellón, reventándose espectacularmente al hacerlo, y forzando a Ernesto a utilizar todas sus habilidades como conductor (que como puede verse, no eran muchas) para llevar al carro doblemente cojo a un lugar seguro.

Las dos llantas quedaron hechas mierda completamente, y de puro milagro no jodió los rines ni nadie salió herido. Pero a partir de ese momento sus padres, por hippies que fueran, no se sentían muy cómodos en soltarle las llaves a su hijo.

Entonces el día del cumpleaños de Érika, Ernesto la quería llevar a un restaurante más o menos elegante, pero se le ocurrió que llevarla en micro o incluso taxi no sería lo más romántico del mundo; así que le pidió a su mejor amigo que le pidiera el carro a su papá.

Alejandro no se sentía terriblemente cómodo con la idea, pero su lealtad como cuate superó a sus dudas, y le hizo el favor. A espaldas de sus papás, por supuesto; ellos también se habían enterado del accidente de las dos llantas.

El plan era el siguiente: Alejandro se inventó una fiesta con unos cuates, y le dijo a su papá que para eso necesitaba el carro. Su papá le preguntó que como a qué hora pensaba regresar, y Alejandro le dijo que como a las una o dos de la mañana; supuso que eso daba tiempo más que suficiente para que Ernesto llevara a Érika a cenar y luego a su casa sin ningún problema.

Alejandro salió de su casa, recogió a Ernesto, unas cuadras más adelante cambiaron de lugar, y Ernesto lo dejó en un centro comercial cerca de su casa, ambos pensando que Alejandro vería una película en el cine y babosearía por ahí mientras Ernesto llevaba a cabo su plan.

Que hubiera sido un buen plan, excepto que a ninguno de los dos se les ocurrió que Érika tenía su propio plan, y una idea muy clara de lo que quería de regalo por cumplir diecisiete años.

Ernesto había sugerido recoger a Érika en su casa, pero ella le dijo que antes de ir a cenar con él estaría con unas amigas, cerca de ese restaurante, y que entonces mejor pasara por ella a una calle cercana. A Ernesto se le hizo ligeramente extraño, pero era el cumpleaños de ella, así que no dijo nada.

Estaba muy guapa cuando la recogió, usando falda, cosa que nunca hacía en la Prepa 6, donde estudiaba. Él se bajó del carro, la besó y le dio su regalo y un abrazo.

—Así que Alex fue el que te prestó las ruedas— dijo Érika fijándose en el carro.

—Es una ocasión especial— dijo él, sonriendo.

Se fueron caminando al restaurante, y se pasaron las siguientes dos horas platicando y comiendo muy a gusto. Ernesto estaba seguro de que Érika había apreciado el gesto, y básicamente con eso se daba por satisfecho. Entonces ella le tomó la mano y le preguntó dulcemente si podía pedir la cuenta.

Ernesto pidió la cuenta y pagó, y después caminaron de regreso al carro de Alejandro. En el caminó miró el reloj de su celular; no habían transcurrido todavía tres horas desde que había dejado a Alejandro en el centro comercial, así que tenía tiempo de sobra para ir a dejar a Érika a su casa, pasar por Alejandro, y poder decir “misión cumplida”.

Una vez dentro del carro, Ernesto iba a encenderlo cuando Érika le puso la mano en la pierna y lo besó.

—Gracias por todo…— le dijo, mirándolo con los ojos brillantes, y esa dulzura en la voz que, a pesar de que le encantaba, lo medio sacaba de onda porque no era la forma normal de hablar de Érika.

—Fue un placer— dijo él, aprestándose a encender el carro de nuevo.

—…pero quiero algo más.

Ernesto la miró sorprendido; no era de Érika ponerse berrinchuda.

—Ajá…— dijo él lentamente.

—Mis papás creen que me voy a quedar en casa de una amiga…

—Ajá…

—Mi prima Vero me prestó las llaves de la cabañita que tienen ella y su marido en el Ajusco…

—Ajá…

—Quiero que vayamos a pasar la noche allá.

Ernesto no dijo nada. En primera porque literalmente se quedó sin habla, y en segunda porque la pequeña porción de su cerebro que todavía le corría la ardilla estaba segura de que un “ajá” más lo haría verse más idiota de lo de por sí ya debía parecer.

De repente se le prendió el foco, y dos obstáculos pragmáticos se le presentaron clarísimos. Así que mencionó el primero, porque ése lo podían solucionar antes de subir el Ajusco.

—No tengo condones…

—Yo traigo— dijo, enfática, ella.

El segundo obstáculo era que tenía poco más de una hora (minutos más, minutos menos) para regresarle el carro a Alejandro. Hay que reconocer que la lealtad de Ernesto a su amigo era enorme, porque le dedicó casi un segundo entero a pensar en el dilema.

—Vámonos— dijo encendiendo el carro.

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Trocitos de datos

  • El edificio donde estoy tiene siete pisos.
  • El metro cuesta más caro si recorres más distancia.
  • Mi piso es el nueve.
  • A todo mundo que he hablado en español, me ha contestado amable y cálidamente en español.
  • El primer piso del edificio es el tres.
  • Para saber cuánta distancia recorres en el metro, metes el boleto al entrar y al salir.
  • Todos los participantes del curso alojados en el piso nueve son mujeres. Excepto yo.
  • Sólo he estado en la Universidad y en la zona turística de Barcelona.
  • Todos los participantes hombres del curso están en el piso ocho. Excepto yo.
  • No en todas las estaciones necesitas el boleto para salir.
  • Todos los participantes del curso tienen compañero de cuarto. Excepto yo.
  • El metro cuesta diez veces más que en México, así recorras una estación.
  • A nadie le quieren cobrar una habitación doble completa. Excepto a mí.
  • La chistorra cuesta un euro. Como medio metro de chistorra.
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La Noche del Alacrán: 2

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2

Todas las veces que Alejandro acabó en la enfermería del CCH Sur fue por hacer alguna pendejada.

La primera pendejada fue un día correr por la piedra volcánica con zapatos de vestir, lo que causó un resbalón seguido de una espectacular caída que le ocasionó la primera fractura de su vida, al querer meter la mano para no romperse el hocico. No se rompió el hocico, pero sí la muñeca, que el cabrón de Ernesto se apresuró a recordarle le arruinaba la única vida sexual que tenía.

En la enfermería del CCH Sur estaban acostumbrados a las pendejadas; no sólo las de Alejandro, sino de todos los chavos que entre los quince y dieciocho o diecinueve años suelen hacer. Así que cuando Ernesto y la muchacha bonita que había invitado a Alejandro al partido de básquet (cuyo nombre era Ana) llegaron ayudándolo a caminar a la enfermería, la enfermera que regularmente atendía procedió a preguntarles que qué pendejada había hecho:

—¿Y qué tarugada hizo esta vez?

—Nada más lo taparon, ¿usté cree?— se apresuró a contestar el entretenidísimo Ernesto, que bajo circunstancias normales habría encontrado la pendejada de Alejandro muy divertida: pero que dado que ya había dado tres o cuatro toques a un churrito de mota la encontraba hilarante.

La última pendejada de Alejandro fue que miraba demasiado a Ana, en lugar de poner atención al juego. No lo podía evitar; realmente era muy bonita: no podía creer que todo mundo a su alrededor actuara de forma normal cuando él únicamente quería postrarse a sus pies y seguirla mirando. Además de eso era buenísima jugando básquet; ciertamente estaba por encima del nivel de casi todos los que estaban en la cancha. Hombres y mujeres.

Alejandro era también muy bueno… generalmente, pero ese día estaba demasiado ocupado viéndola, además de que trataba de ser casual al respecto para no parecer agresivo, descarado, o idiota. Que en retrospectiva llegaría a pensar que dos de tres no está tan mal.

Lo que había pasado es que Alejandro tenía el balón y se dirigía a la canasta, cuando Ana lo bloqueó (era casi de su misma estatura). Alejandro se acomodó y quiso lucirse con un tiro de tres puntos, pero justo cuando se agachaba para brincar, el sol se reflejó de alguna manera en los ojos de Ana, y Alejandro se pasmó porque estaba seguro de que no había visto algo tan hermoso en toda su vida.

Su cuerpo sin embargo actuó en automático y trató de saltar; sin muchas fuerzas ni muy bien que digamos, además de que hasta los brazos y las manos se le habían aflojado ante la bonita muchacha. Y ella, que no se pasmó para nada, le tapó el tiró. Y el balón se le estrelló en la cara a Alejandro. Y luego todo él se cayó de espaldas, mientras una cantidad ridídula de sangre comenzaba a brotar por su nariz.

El golpe que su cabeza dio contra el piso, encima de todo lo anterior, causó que la sangre brotando alegremente de su nariz salpicara a todos alrededor, principalmente a las piernas de Ana, que horrorizada se llevó las manos a la boca y la nariz mientras decía “¡lo siento, lo siento!”.

Ernesto se levantó de la banda rolando la mota y corrió a la cancha sinceramente preocupado; sólo que cuando vio a Alejandro (severamente apendejado por el golpe a la nariz y a la cabeza) comenzar a gemir, no pudo evitarlo y lanzó una estentórea carcajada. En su defensa, ciertamente era divertido.

Ana miró molesta a Ernesto, y se acuclilló al lado de Alejandro, que trataba inútilmente de ponerse de pie. Inútilmente porque en ese momento su cerebro no se daba cuenta de que “arriba” estaba para “arriba”, sino que creía que estaba “al lado”, y entonces sus pies sólo pateaban débilmente el aire.

—¿Estás bien?— preguntó Ana, y al ver que Alejandro estaba haciendo algo (no había forma de que descifrara que estaba tratando de ponerse en pie), añadió agarrándolo del hombro—, no te muevas.

Alejandro dejó de moverse y, no sin esfuerzos, enfocó la mirada en Ana. En ese momento cayó en cuenta del lamentable estado en el que se encontraba: todo sudado de haber estado jugando, sucio de polvo del piso que se había pegado a su piel y ropa húmeda, su pelo suelto hecho un absoluto desmadre, y además acostado en el suelo. Por suerte no se dio cuenta de que además tenía la cara bañada en sangre, y que un hilillo de la misma salía de su nariz, le daba vuelta a su boca por la mejilla y caía de su quijada para manchar alegremente su playera blanca.

Así que quiso compensar apariencia con hombría, y se puso en pie diciendo “estoy bien”… o al menos esa fue la orden que su cerebro envió a sus piernas y boca. Lo que ocurrió fue que pareció que quiso dar un brinquito acostado mientras balbuceaba algo parecido a “eshb fen”.

Incluso ese pobre intento de movimiento ejerció demasiada presión sobre su cuerpo, y no pudo seguir sosteniendo la cabeza, la cual se estrelló de nuevo contra el suelo salpicando una vez más a Ana, sólo que ahora en su también blanca playera. La muchacha hizo presión con su mano, que seguía en el hombro de él, y repitió:

—No te muevas, te digo. Te golpeaste dos veces la cabeza.

—Tres si contamos el balonazo— añadió Ernesto, que seguía desternillándose de la risa.

Ana lo volvió a mirar con una mezcla de desagrado y molestia, pero cuando regresó su mirada a Alejandro había una sincera preocupación y culpa en ella.

—Creo que deberías ir a la enfermería. Vamos, deja te ayudo.

Alejandro para ese momento estaba completamente plano sobre el suelo, de espaldas, aprovechando la situación para ver a la bonita muchacha.

—Chido— dijo él, alegrándose de, al parecer, haber recuperado la capacidad de hablar.

Una bola se había formado alrededor de su desgracia, consistente principalmente de los que habían estado jugando básquet con él (y que parecían molestos de que perdían a dos jugadores), y de los roladores de mota, que siguiendo el ejemplo de Ernesto se morían de la risa de la situación.

Entre Ana y Ernesto (que eran los más cercanos) ayudaron a Alejandro a levantarse y lo ayudaron a caminar a la enfermería. Sobre planito caminaba sin ningún problema, pero por alguna razón subir o bajar escalones presentaban una ligera dificultad. Y en el CCH Sur no se pueden dar tres pasos sin encontrar una escalera.

Además Alejandro se dio cuenta de que cada vez que trastabilleaba un poco, Ana ponía su delicada mano sobre su pecho y lo ayudaba, así que también exageraba un poquito. Fue así que llegaron a la enfermería, donde comprobaron que no tenía rota la nariz, y básicamente le pusieron algodones en los orificios nasales, además de limpiarle la cara.

Alejandro alcanzó a verse reflejado en el cristal de un dispensario, y al verse con los algodoncitos fuera de sus narices, pensó que más pérdida de estilo era ligeramente imposible.

Ana seguía ahí, a pesar de que hacía ya rato habían confirmado que fuera de un ligero dolor de cabeza Alejandro estaría bien; Ernesto había recibido una llamada en su celular (por el tono Alejandro supo que era Érika), y estaba afuera atendiéndola.

—De verdad lo siento—repitió Ana por enésima ocasión, lánzandole una mirada de preocupación con unos ojos que Alejandro encontraba criminalmente bonitos.

—No te preocupes; lo que más me duele es el orgullo.

Era verdad; hacía años que no lo tapaban, y mucho menos de forma tan humillantemente espectacular.

—No es necesario que te quedes— agregó Alejandro, que lo único que quería es que se quedará. Ahí. Con él. Toda la vida, ¿por favor? — La doña ya dijo que no me va a pasar nada, mi cuate Ernesto está aquí, y entiendo si tienes que hacer otras cosas. Como ir y humillar a otros jugadores de básquet, por ejemplo.

La muchacha sonrió, y bajó la mirada. Parecía estar pensando algo.

—Me pongo muy agresiva a veces cuando juego— dijo al fin.

—¡No!, ¿en serio?

Los dos se rieron. A Alejandro le dolió la cabeza, y además uno de los algodoncitos, sangriento y (horrorizado se dio cuenta) con un moco pegado, cayó al suelo. Quiso recogerlo, pero se resbaló de la camilla donde estaba, y (por segunda vez en el día) fue a dar al suelo. Al menos el algodoncito moquiento quedó tapado por su cuerpo.

—¿Estás seguro de sentirte bien?— alcanzó a oír a Ana.

—Perfecto—, dijo él recogiéndo el algodoncito sin que ella viera. Se puso de nuevo de pie, y se sentó en la camilla.

Ana lo miró a los ojos. Alejandro sintió claramente cómo se le hacía un hueco en el estómago, pero le sostuvo la mirada, e incluso logró sonreír.

—Gracias por la preocupación— dijo.

Ana se pasó la mochila al frente (la había llevado en la espalda desde que la recogió de abajo de una de los tableros de la cancha de básquet), y sacó su celular para ver la hora. Eran casi las cuatro.

—Tengo que irme…— le dijo, mirándolo de una forma que él estaba seguro era apenada.

—Está bien —dijo él, tratando de que la desilusión no se le notara en la voz.

—…pero quiero compensarte.

Alejandro pensó rápidamente que justo así comenzaban varias películas porno que había visto, y ciertamente varias fantasías suyas.

—¿Vas a hacer algo en la noche? —preguntó ella.

—No— se apresuró a decir él —, justo mi cuate y yo íbamos a las canchas a ver si algo se armaba.

—Hay un toquín en las islas, atrás de la Torre de Rectoría. ¿Quieres ir? Te invito una chela y así te compensó el golpe.

—Chido; perfecto. ¿A qué hora es?

—A las ocho; ¿cuál es tu celular?

Alejandro tomó su mochila, que Ernesto había llevado y dejado al pie de la camilla, y sacó su celular. En un momento los dos muchachos tenían cada quien el número del otro.

—Bueno— dijo ella dándole una alegre sonrisa —, tengo que irme porque quedé de comer con mis papás. ¿Me llamas cuando llegues a las islas?

—Claro.

Ana se inclinó y le dio un rápido beso en la mejilla, y Alejandro se preguntó cómo era posible que alguien que había estado jugando básquet bajo el sol casi una hora pudiera oler tan bien. Y le hizo tomar dolorosa conciencia de su propio olor.

—Bye— dijo ella echándose la mochila al hombro y encaminándose a la puerta.

—Bye— dijo Alejandro.

Se quedó sentado en la camilla unos minutos, mirando el número del celular de ella guardado en el suyo.

—¿Donde está tu agresora?— preguntó Ernesto, que regresaba de haber platicado con su novia.

—Mi agresora me invitó a un concierto esta noche— contestó Alejandro, sonriendo de oreja a oreja, y mostrando el número de ella en su celular.

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Tres vuelos y cuatro aeropuertos después…

Por supuesto no fueron catorce horas de viaje. Mi primer vuelo salió razonablemente a tiempo (a las 9:30 PM en lugar de las 9:00 PM), pero conforme fue transcurriendo el tiempo fue siendo cada vez más obvio que no había manera de que llegara el avión a tiempo a Frankfurt para hacer mi conexión a Barcelona. La gente de Lufthansa dijo que se encargaría de hacer el arreglo (el otro vuelo era de ellos también), entonces no me preocupé.

¿Las diez horas volando sobre el Atlántico? Aburridas. Sobre todo porque me tocó mero en medio, entre una chava que se negó a platicar conmigo, y una señora que sólo hablaba alemán (“¡chinga tu madre, chinga tu madre!”, me parecía entender todo el tiempo).

Pasaron Nights in Rodanthe, que yo no había visto, y me distrajo al menos un rato.

Llegamos a Frankfurt a las 15:30; quince minutos después de que saliera mi vuelo original, así que me hicieron el cambio para volar a Münich, y de ahí ya volar a Barcelona. Los alemanes me cayeron muy bien; cuando hablan en inglés se les nota lo cálido (aunque en alemán yo todo el tiempo noto el tonito de “¡chinga tu madre, chinga tu madre!”), y sin caer en clichés pero son súper eficientes. Me explicaron amablemente qué tenía que hacer, dónde tenía que ir, y todo lo demás.

Así que me subí a otro avión (como cinco veces más chico que el que me llevó a Frankfurt), que arrancó, tomó velocidad, despegó… y casi inmediatamente después descendió en Münich. Si el viaje duró veinte minutos, fue mucho.

Ya de ahí fui a tomar otro avión que me llevó a Barcelona. Así que terminé tomando tres vuelos y tocando cuatro aeropuertos: nueve de cada diez doctores no recomiendan eso. De la puerta de mi casa a la puerta de mi cuarto de hotel fueron veintitrés horas y media. Y nunca pude conectarme a Internet en los aeropuertos alemanes: ninguno de los servicios de Internet disponibles aceptaba mi clave de Prodigy, y como nunca pude conseguir un enchufe eléctrico no tenía suficiente poder como para crackear un Access Point.

En Barcelona tomé un autobús a la Plaça Catalunya, y de ahí tomé un tren que es sospechosamente similar al metro (pero diez veces más caro) que me dejó a más o menos un kilómetro de la Villa Universitaria.

Está haciendo frío, pero es todavía del tipo que sí he llegado a sentir en la Ciudad de México. Cuando un poli me fue a abrir la habitación (mi llave no aparece, por alguna razón), le pregunté que qué temperatura hacía, y me dijo “Zero gradoz”.

Tuve que contenerme para decirle: “ni frío, ni calor”.

Todavía no desempaco, y dudo hacerlo ahorita; quiero dormir.

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A volar de nuevo

Estoy en la sala de espera a punto de subir al avión que me llevará a Frankfurt, donde conectaré con otro avión que me llevará a Barcelona. Serán catorce horas aproximadamente, me dicen, y yo quiero creerles. Me gustaría creer que serán menos, pero qué le vamos a hacer.

Estoy en general rodeado de alemanes, que por más que mi cuate Omar diga tienen varios de los sonidos vocales más suvecitos que existan, a mí me parece que se están mentando la madre entre ellos todo el tiempo. Es muy desconcertante, especialmente porque lo hacen con miradas alegres y sonrisas en sus caras. Dos chavas guapísimas, sonrientes, los ojos brillantes, y de sus bocas salen sonidos que por el tono yo interpretaría como “¡chinga tu madre, chinga tu madre!”

Como sea, mi avión sale en veinte minutos y tengo abordar. Espero poder conectarme antes de que transcurran veinticuatro horas, pero no sé si pueda. Llevo un libro, varias novelas en mi N800 (espero que le dure la batería), rescaté mi viejo iPod Shuffle para escuchar música (no quiero gastar innecesariamente la batería de mi celular), y espero pasar las próximas catorce horas de forma razonablemente cómoda.

La próxima vez que aquí escriba, será del otro lado del charco. A menos que mi vuelo se caiga; pero además de que es bastante improbable, si tal cosa ocurre espero que sea tan rápido que no tenga tiempo ni de darme cuenta.

Es hora de cruzar el Atlántico.

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Las Pica Hut

Como no voy a estar tres meses en mi departamento, dejé de comprar comida hace unas semanas. Eso, aunado a que encontré un Pizza Hut que entrega hasta mi casa, a hecho que últimamente haya pedido pizzas ahí (en general no me gusta Domino’s).

Ahora, siempre que pido una pizza, les hago notar que por favor me cambien los sobrecitos de catsup (¿quién carajos le pone catsup a las pizzas?) por unos de salsa Pica Hut. Las veces que han fallado en hacerlo, no le doy propina al pizzerito; sé que no es culpa de él, pero de alguna manera debo hacer notar que no hicieron lo que les pedí.

Yo creo que la situación llegó a niveles de hartazgo para ellos, porque ayer que pedí una pizza, me dieron además esto:

Las Pica Hut

Las Pica Hut

Ahora espero que los sobrecitos no expiren en tres meses, porque yo me voy mañana.

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La Noche del Alacrán: 1

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

1

Alejandro miró con suspicacia a su maestro de filosofía mientras éste balbuceaba acerca del “cogito ergo sum”, tratando desesperadamente de recuperar la cadena de ideas que permite llegar a un solipsismo para explicárselo a la clase.

Alejandro había leído hacía años Marciano vete a casa, así que ya sabía del argumento, en primer lugar. Y en segundo lugar, le había dado hueva la primera vez, así que oírlo de nuevo, y además de forma atolondrada, por su torpe maestro de filosofía le daba todavía más hueva.

Pero no era por eso que miraba con suspicacia a su maestro; era porque no estaba seguro si el tipo estaba pacheco o no. Literalmente pacheco; todo mundo sabía en el CCH que el OjoCaido (le decían así porque tenía un ojo, pues, caído) le entraba durísimo a la mota, y varios afirmaban haberlo visto dar así clase.

El OjoCaido continúo sus balbuceos, y Alejandro lo miró con todavía más suspicacia. No estaba seguro de si estaba pacheco por dos razones: la primera era que el tipo había fumado tanta mota en su vida que incluso cuando seguro no había fumado mota parecía que había fumado un poquito. La segunda era más personal; Alejandro mismo no estaba seguro de haber estado realmente moto alguna vez en su vida.

Era su quinto semestre en el CCH; había fumado mota ya bastantes veces. Sólo que o bien él no supo cómo fumarla, o no había entendido los efectos de la droga, o le habían dado perejil y, pendejo de él, se había creído que era mota. A veces estaba seguro de que sí le habían dado perejil.

El OjoCaido miró aliviado su reloj; aún faltaban tres minutos para el final de la hora, pero ya era una tiempo “decente” para decirles que continuarían durante la siguiente clase. Los chavos comenzaron a salir del salón.

Alejandro miró a su cuate Ernesto que, como era de esperarse, estaba completamente dormido sobre la mesa. Le dio un codazo en las costillas.

—Güey, ya vámonos.

—Oh, tan rico que estaba jeteando.

—Güey; entramos a las diez de la mañana y apenas son las dos, ¿cómo puedes tener sueño?

—Ayer metí de contrabando a Érika a mi recámara.

Ernesto dijo esto con una sonrisa de oreja a oreja, y con los ojos brillantes. Alejandro apartó la mirada algo incómodo. Desde que su mejor amigo y Érika habían comenzado a coger (desvirgándolo a él en el proceso), las cosas entre ellos dos ya no eran las mismas. Le molestaba la idea de parecer que estuviera “celoso”… pero pinche vieja le estaba quitando tiempo de calidad con su mejor amigo.

—Ya vámonos—, repitió Alejandro levantándose de la mesa.

No era sólo que Ernesto pasara mucho tiempo con Érika, ni que cuando no lo hiciera de cualquier forma hablara de ella todo el tiempo. Le recordaba que ya tenía bastante rato sin tener novia, y que su propia vida sexual se limitaba entonces a encuentros privados con la palma de su mano.

—¿Vas a ver a Érika?— preguntó Alejandro, tratando de no sonar despechado.

—Nel; tiene que hacer no sé qué madres con su jefa en la tarde.

—Eso te dijo; igual y va a ver al otro.

—Tas pendejo. Igual y hasta la noche la veo, no sé; depende de qué se arme hoy.

De forma automática habían caminado a la explana del CCH Sur, y se quedaron ligeramente apendejados unos cuantos segundos, sin saber exactamente qué hacer.

—Vamos a las canchas— dijo Ernesto, encaminándose.

Alejandro lo siguió, ligeramente desanimado. Ir a las canchas significaba dos cosas: ir a jugar básquet, que dada la pobre condición atlética de Ernesto era más bien improbable, o ir a ver si algún cuate estaba rolando mota. Que para Alejandro significaba una vez más preguntarse si le estaban dando o no perejil.

Hubo una ocasión en que Alejandro sí estaba seguro de que había logrado ponerse bien pacheco; el único problema es que no tenía memoria del suceso. Su papá le había prestado el carro para ir al CCH (que por supuesto sólo lo llevó para farolear; se movía mucho mejor en transporte público), y él y Ernesto habían ido igual a las canchas donde se encontraron con su cuate el Cacotas, que estaba presumiendo su maquinita para hacer cigarros que había conseguido en la Casa del Fumador. La maquinita por supuesto era para hacer cigarros de tabaco; pero funcionaba perfectamente para hacer churros también.

En esa ocasión, como en casi todas, Alejandro fumó sin estar seguro de que la chingadera le estuviera haciendo ningún efecto, pero aparentó estarla disfrutando enormemente, porque todos sus cuates de verdad parecían disfrutarla. Se fue al carro de su papá con un ligero dolor de cabeza (que él atribuía al humo más que a cualquier otra cosa), y salió manejando del CCH rumbo a Periférico, donde recordaba perfectamente haberse metido.

En algún momento segundos después de haberse metido a Periférico Alejandro parpadeó, y cuando abrió los ojos se encontró en la sala de su casa viendo la tele. Pocas veces en su vida se había friqueado tanto; salió como pedo de indio al garage, donde descubrió aliviado que el coche estaba ahí al parecer intacto. Nunca había podido recordar cómo carajo había llegado a su casa, ni qué había hecho durante el tiempo que su cerebro alegremente decidió olvidar.

Sin embargo siempre era posible (si bien no necesariamente probable) que de hecho hubiera chavos jugando básquet, y como a Alejandro sí le gustaba jugar se animó un poco mientras seguía a su amigo hacia las canchas.

Durante el trayecto (el CCH era grande) Ernesto comenzó a hablar de la elección de carrera. Eran mediados de otoño y faltaban unos días para la misma. Si se le podía llamar “elección” al hecho de sugerir que quería estudiar uno y rogar porque no te enviaran a la facultad que se les diera la gana. Alejandro y Ernesto habían platicado al respecto, aunque siendo justos la mayor parte de la pláctica la había llevado el segundo, que desde que tenía memoria (y lápices y reglas) había sabido que sería arquitecto. Los papás de Alejandro, en su forma de ser de hacemos-como-que-te-respetamos-pero-en-realidad-haces-lo-que-digamos lo habían estado chingue y chingue desde que había terminado el cuarto semestre para que se decidiera.

El punto era que Alejandro no tenía ni puta idea de qué quería estudiar. Tal vez por eso es que había tomado matemáticas y filosofía al mismo tiempo como materias optativas. Y que su familia y Ernesto pareciera que era su tema preferido de conversación no ayudaba.

En las canchas había poca gente; un grupo mixto de muchachos en una de las canchas con caras de que estaban a punto de echarse una cascarita, y en la última cancha (como siempre que era viernes) unos cuantos chavos rolando la mota.

A Ernesto le encantaba la mota, y como además sus papás eran medio hippies nunca le decían nada al respecto; si la mamá de Alejandro lo hubiera descubierto un día fumando, probablemente lo hubiera internado en una clínica de rehabilitación. Para acabarla de joder Ernesto juraba que la mota le ayudaba a su lado creativo; y maldita sea si Alejandro lo llegara a admitir, pero ciertamente dibujaba cosas más chidas mientras o poco después de haber fumado mota.

Su mejor amigo se encaminó a la última cancha, y Alejandro lo siguió arrastrando los pies. No tenía ganas del mal sabor del humo, del dolor de cabeza y además de tener que aparentar como que se la estaba pasando poca madre; pero era viernes, y los fines de semana Ernesto se los dedicaba exclusivamente a Érika. Además de que cuando iba cayendo la tarde generalmente entre la bola que rolaba la mota surgía un plan para hacer algo… que generalmente consistía en ir a otro lado a fumar más mota. Pero al menos en esas reuniones Alejandro solía conocer gente interesante.

En eso estaba pensando mientras cruzaba al lado de la bandita que parecía indecisa a jugar, cuando escuchó un silbido digno de un arriero. No que Alejandro en su vida hubiera oído silbar a un arriero; pero se imaginaba que así sonaría.

Una chava del grupo, que debían haberla bloquedo de su vista antes porque si no seguro la habría notado (era imposiblemente bonita), y que aparentemente era la que había silbado, le dirigió la palabra:

—Oye, nos falta uno. ¿Le entras?

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Los Desposeídos

Hace ya rato tengo ganas de leer todas las novelas de Ciencia Ficción que hayan ganado el premio Nebula y Hugo; no son realmente muchas, y las que he llegado a leer entran fácilmente dentro de mis favoritas.

Así que a finales del año pasado (je) comencé The Dispossessed, de Ursula K. Le Guin. A Le Guin la leí por primera vez cuando una ex novia me regaló Un Mago de Terramar, la primera de las novelas de Earthsea. Me gustó, pero nada fuera de lo normal.

En cambió The Dispossessed me afectó profundamente. Así como con la serie de His Dark Materials me pude identificar de forma casi absoluta respecto a mis ideas acerca de dios, la religión, la muerte y cosas por el estilo, con The Dispossessed me pude identificar respecto a mis ideas socioeconómicas. Por lo tanto también respecto a las políticas; pero realmente lo político queda rebasado por la filosofía social y económica que presenta esta novela.

La novela, que tiene 35 años, en principio es de dos planetas en un sistema binario, en uno de los cuales se autoexilian los seguidores de una filosofía que en la novela llaman “odonismo”, por Odo, una mujer que la desarrolló durante toda su vida. Los “odonianos” se auto proclaman como anarquistas, pero me parece que es una ingeniosa manera de Le Guin para poderle darle la vuelta al estigmatizado término “comunistas”. Por supuesto mucha gente no sabe que el comunismo y el anarquismo, al menos en teoría, terminan desarrollando sociedades básicamente idénticas.

Los habitantes de Anarres, el planeta de “anarquistas”, son para todos los motivos prácticos comunistas viviendo en una “utopía” comunista. Entre comillas porque realmente no la tienen fácil; Anarres es un planeta árido y difícil, y los odonianos sufren en varias ocasiones hambre y escasez. Eso sí; todos la sufren. Pero cuando no hay sequías, accidentes o cosas de ese estilo, los odonianos son capaces de cumplir las condiciones objetivas materiales; así que al menos en teoría sí es posible que funcione una sociedad comunista del estilo.

La historia es de un físico que viaja de Anarres a Urras, el planeta del que los odonianos se auto exiliaron; el primero en 160 años en hacerlo. El físico sale para tratar de terminar su Teoría Temporal General, para establecer lazos con el otro planeta (para motivos prácticos la gente de Anarres y de Urras no tiene ningún tipo de contacto, excepto algunos intercambios comerciales, muy restringidos), y también para desestancar la revolución en Anarres, que ha comenzado a generar una burocracia parasitaria.

Pero eso es pretexto; lo bonito del libro es oír sobre una sociedad funcional, con sus ventajas y desventajas, donde no hay propiedad, donde no hay gobierno, donde no hay leyes, donde no hay cárcel, donde no hay crimen, donde no hay policía, ejército, tiendas, ricos, pobres, etc. La sociedad odoniana sataniza tanto el concepto de propiedad, que nadie dice “mi mamá”; dicen “la mamá”. Nadie tiene nada; si alguien le presta a alguien más “su” pañuelo, le dice “ten, toma el pañuelo que estoy usando”. El insulto más grave que existe es “profiteer”; usurero.

Y a pesar de ser tan alienígena dicha sociedad, Le Guin muestra de forma muy bonita un conjunto de personas que trabaja y vive su vida en paz, tranquilamente. La novela no es propagandística ni maniquea; Anarres es un mundo horrible, sin animales fuera de sus dos pequeños océanos, lleno de desiertos, seco, árido; y los odonianos se parten mucho la madre para tener casi nada más lo más básico (aunque “se parten la madre” tal vez es exagerado; al parecer en promedio todo mundo trabaja a lo más cinco horas, en situaciones normales). La gente no es “mejor” ni “peor” que en otras sociedades; como en todas partes hay gente mierda, y gente tonta, y gente que le tiene miedo al cambio. Y también, como en todas partes, hay gente maravillosa. Pero eso sí; no hay realmente desigualdad. Todos están igual de jodidos.

No comparto todos los puntos de vista de la Le Guin; por ejemplo, a pesar de que yo sí soy de los que cree en la hipótesis Sapir-Whorf, no creo que fuera necesario crear un lenguaje artificial para crear una sociedad como la odoniana. Tampoco creo que el concepto de “nación” sea inherentemente malo; creo que el poder identificar un cierto conjunto de usos y costumbres como raíces de una sociedad no sólo no es malo, sino incluso deseable. Y por supuesto, si a alguien se le ocurriera hacer un experimento social de ese estilo, yo esperaría que fuera en un planeta menos desagradable que Anarres.

Pero fuera de eso, yo espero (y sinceramente creo) que la humanidad (si no se destruye a sí misma antes) terminará siendo muy parecida a la odoniana. En un planeta más amable que Anarres, espero.

Independientemente de eso, la novela es maravillosa; no es ciencia ficción dura (de hecho la parte de “ciencia” es bastante mamila), pero tiene una trama muy interesante y personajes más que memorables. Así que yo sí se las recomiendo.

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