La Noche del Alacrán: 1

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

1

Alejandro miró con suspicacia a su maestro de filosofía mientras éste balbuceaba acerca del “cogito ergo sum”, tratando desesperadamente de recuperar la cadena de ideas que permite llegar a un solipsismo para explicárselo a la clase.

Alejandro había leído hacía años Marciano vete a casa, así que ya sabía del argumento, en primer lugar. Y en segundo lugar, le había dado hueva la primera vez, así que oírlo de nuevo, y además de forma atolondrada, por su torpe maestro de filosofía le daba todavía más hueva.

Pero no era por eso que miraba con suspicacia a su maestro; era porque no estaba seguro si el tipo estaba pacheco o no. Literalmente pacheco; todo mundo sabía en el CCH que el OjoCaido (le decían así porque tenía un ojo, pues, caído) le entraba durísimo a la mota, y varios afirmaban haberlo visto dar así clase.

El OjoCaido continúo sus balbuceos, y Alejandro lo miró con todavía más suspicacia. No estaba seguro de si estaba pacheco por dos razones: la primera era que el tipo había fumado tanta mota en su vida que incluso cuando seguro no había fumado mota parecía que había fumado un poquito. La segunda era más personal; Alejandro mismo no estaba seguro de haber estado realmente moto alguna vez en su vida.

Era su quinto semestre en el CCH; había fumado mota ya bastantes veces. Sólo que o bien él no supo cómo fumarla, o no había entendido los efectos de la droga, o le habían dado perejil y, pendejo de él, se había creído que era mota. A veces estaba seguro de que sí le habían dado perejil.

El OjoCaido miró aliviado su reloj; aún faltaban tres minutos para el final de la hora, pero ya era una tiempo “decente” para decirles que continuarían durante la siguiente clase. Los chavos comenzaron a salir del salón.

Alejandro miró a su cuate Ernesto que, como era de esperarse, estaba completamente dormido sobre la mesa. Le dio un codazo en las costillas.

—Güey, ya vámonos.

—Oh, tan rico que estaba jeteando.

—Güey; entramos a las diez de la mañana y apenas son las dos, ¿cómo puedes tener sueño?

—Ayer metí de contrabando a Érika a mi recámara.

Ernesto dijo esto con una sonrisa de oreja a oreja, y con los ojos brillantes. Alejandro apartó la mirada algo incómodo. Desde que su mejor amigo y Érika habían comenzado a coger (desvirgándolo a él en el proceso), las cosas entre ellos dos ya no eran las mismas. Le molestaba la idea de parecer que estuviera “celoso”… pero pinche vieja le estaba quitando tiempo de calidad con su mejor amigo.

—Ya vámonos—, repitió Alejandro levantándose de la mesa.

No era sólo que Ernesto pasara mucho tiempo con Érika, ni que cuando no lo hiciera de cualquier forma hablara de ella todo el tiempo. Le recordaba que ya tenía bastante rato sin tener novia, y que su propia vida sexual se limitaba entonces a encuentros privados con la palma de su mano.

—¿Vas a ver a Érika?— preguntó Alejandro, tratando de no sonar despechado.

—Nel; tiene que hacer no sé qué madres con su jefa en la tarde.

—Eso te dijo; igual y va a ver al otro.

—Tas pendejo. Igual y hasta la noche la veo, no sé; depende de qué se arme hoy.

De forma automática habían caminado a la explana del CCH Sur, y se quedaron ligeramente apendejados unos cuantos segundos, sin saber exactamente qué hacer.

—Vamos a las canchas— dijo Ernesto, encaminándose.

Alejandro lo siguió, ligeramente desanimado. Ir a las canchas significaba dos cosas: ir a jugar básquet, que dada la pobre condición atlética de Ernesto era más bien improbable, o ir a ver si algún cuate estaba rolando mota. Que para Alejandro significaba una vez más preguntarse si le estaban dando o no perejil.

Hubo una ocasión en que Alejandro sí estaba seguro de que había logrado ponerse bien pacheco; el único problema es que no tenía memoria del suceso. Su papá le había prestado el carro para ir al CCH (que por supuesto sólo lo llevó para farolear; se movía mucho mejor en transporte público), y él y Ernesto habían ido igual a las canchas donde se encontraron con su cuate el Cacotas, que estaba presumiendo su maquinita para hacer cigarros que había conseguido en la Casa del Fumador. La maquinita por supuesto era para hacer cigarros de tabaco; pero funcionaba perfectamente para hacer churros también.

En esa ocasión, como en casi todas, Alejandro fumó sin estar seguro de que la chingadera le estuviera haciendo ningún efecto, pero aparentó estarla disfrutando enormemente, porque todos sus cuates de verdad parecían disfrutarla. Se fue al carro de su papá con un ligero dolor de cabeza (que él atribuía al humo más que a cualquier otra cosa), y salió manejando del CCH rumbo a Periférico, donde recordaba perfectamente haberse metido.

En algún momento segundos después de haberse metido a Periférico Alejandro parpadeó, y cuando abrió los ojos se encontró en la sala de su casa viendo la tele. Pocas veces en su vida se había friqueado tanto; salió como pedo de indio al garage, donde descubrió aliviado que el coche estaba ahí al parecer intacto. Nunca había podido recordar cómo carajo había llegado a su casa, ni qué había hecho durante el tiempo que su cerebro alegremente decidió olvidar.

Sin embargo siempre era posible (si bien no necesariamente probable) que de hecho hubiera chavos jugando básquet, y como a Alejandro sí le gustaba jugar se animó un poco mientras seguía a su amigo hacia las canchas.

Durante el trayecto (el CCH era grande) Ernesto comenzó a hablar de la elección de carrera. Eran mediados de otoño y faltaban unos días para la misma. Si se le podía llamar “elección” al hecho de sugerir que quería estudiar uno y rogar porque no te enviaran a la facultad que se les diera la gana. Alejandro y Ernesto habían platicado al respecto, aunque siendo justos la mayor parte de la pláctica la había llevado el segundo, que desde que tenía memoria (y lápices y reglas) había sabido que sería arquitecto. Los papás de Alejandro, en su forma de ser de hacemos-como-que-te-respetamos-pero-en-realidad-haces-lo-que-digamos lo habían estado chingue y chingue desde que había terminado el cuarto semestre para que se decidiera.

El punto era que Alejandro no tenía ni puta idea de qué quería estudiar. Tal vez por eso es que había tomado matemáticas y filosofía al mismo tiempo como materias optativas. Y que su familia y Ernesto pareciera que era su tema preferido de conversación no ayudaba.

En las canchas había poca gente; un grupo mixto de muchachos en una de las canchas con caras de que estaban a punto de echarse una cascarita, y en la última cancha (como siempre que era viernes) unos cuantos chavos rolando la mota.

A Ernesto le encantaba la mota, y como además sus papás eran medio hippies nunca le decían nada al respecto; si la mamá de Alejandro lo hubiera descubierto un día fumando, probablemente lo hubiera internado en una clínica de rehabilitación. Para acabarla de joder Ernesto juraba que la mota le ayudaba a su lado creativo; y maldita sea si Alejandro lo llegara a admitir, pero ciertamente dibujaba cosas más chidas mientras o poco después de haber fumado mota.

Su mejor amigo se encaminó a la última cancha, y Alejandro lo siguió arrastrando los pies. No tenía ganas del mal sabor del humo, del dolor de cabeza y además de tener que aparentar como que se la estaba pasando poca madre; pero era viernes, y los fines de semana Ernesto se los dedicaba exclusivamente a Érika. Además de que cuando iba cayendo la tarde generalmente entre la bola que rolaba la mota surgía un plan para hacer algo… que generalmente consistía en ir a otro lado a fumar más mota. Pero al menos en esas reuniones Alejandro solía conocer gente interesante.

En eso estaba pensando mientras cruzaba al lado de la bandita que parecía indecisa a jugar, cuando escuchó un silbido digno de un arriero. No que Alejandro en su vida hubiera oído silbar a un arriero; pero se imaginaba que así sonaría.

Una chava del grupo, que debían haberla bloquedo de su vista antes porque si no seguro la habría notado (era imposiblemente bonita), y que aparentemente era la que había silbado, le dirigió la palabra:

—Oye, nos falta uno. ¿Le entras?

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Los Desposeídos

Hace ya rato tengo ganas de leer todas las novelas de Ciencia Ficción que hayan ganado el premio Nebula y Hugo; no son realmente muchas, y las que he llegado a leer entran fácilmente dentro de mis favoritas.

Así que a finales del año pasado (je) comencé The Dispossessed, de Ursula K. Le Guin. A Le Guin la leí por primera vez cuando una ex novia me regaló Un Mago de Terramar, la primera de las novelas de Earthsea. Me gustó, pero nada fuera de lo normal.

En cambió The Dispossessed me afectó profundamente. Así como con la serie de His Dark Materials me pude identificar de forma casi absoluta respecto a mis ideas acerca de dios, la religión, la muerte y cosas por el estilo, con The Dispossessed me pude identificar respecto a mis ideas socioeconómicas. Por lo tanto también respecto a las políticas; pero realmente lo político queda rebasado por la filosofía social y económica que presenta esta novela.

La novela, que tiene 35 años, en principio es de dos planetas en un sistema binario, en uno de los cuales se autoexilian los seguidores de una filosofía que en la novela llaman “odonismo”, por Odo, una mujer que la desarrolló durante toda su vida. Los “odonianos” se auto proclaman como anarquistas, pero me parece que es una ingeniosa manera de Le Guin para poderle darle la vuelta al estigmatizado término “comunistas”. Por supuesto mucha gente no sabe que el comunismo y el anarquismo, al menos en teoría, terminan desarrollando sociedades básicamente idénticas.

Los habitantes de Anarres, el planeta de “anarquistas”, son para todos los motivos prácticos comunistas viviendo en una “utopía” comunista. Entre comillas porque realmente no la tienen fácil; Anarres es un planeta árido y difícil, y los odonianos sufren en varias ocasiones hambre y escasez. Eso sí; todos la sufren. Pero cuando no hay sequías, accidentes o cosas de ese estilo, los odonianos son capaces de cumplir las condiciones objetivas materiales; así que al menos en teoría sí es posible que funcione una sociedad comunista del estilo.

La historia es de un físico que viaja de Anarres a Urras, el planeta del que los odonianos se auto exiliaron; el primero en 160 años en hacerlo. El físico sale para tratar de terminar su Teoría Temporal General, para establecer lazos con el otro planeta (para motivos prácticos la gente de Anarres y de Urras no tiene ningún tipo de contacto, excepto algunos intercambios comerciales, muy restringidos), y también para desestancar la revolución en Anarres, que ha comenzado a generar una burocracia parasitaria.

Pero eso es pretexto; lo bonito del libro es oír sobre una sociedad funcional, con sus ventajas y desventajas, donde no hay propiedad, donde no hay gobierno, donde no hay leyes, donde no hay cárcel, donde no hay crimen, donde no hay policía, ejército, tiendas, ricos, pobres, etc. La sociedad odoniana sataniza tanto el concepto de propiedad, que nadie dice “mi mamá”; dicen “la mamá”. Nadie tiene nada; si alguien le presta a alguien más “su” pañuelo, le dice “ten, toma el pañuelo que estoy usando”. El insulto más grave que existe es “profiteer”; usurero.

Y a pesar de ser tan alienígena dicha sociedad, Le Guin muestra de forma muy bonita un conjunto de personas que trabaja y vive su vida en paz, tranquilamente. La novela no es propagandística ni maniquea; Anarres es un mundo horrible, sin animales fuera de sus dos pequeños océanos, lleno de desiertos, seco, árido; y los odonianos se parten mucho la madre para tener casi nada más lo más básico (aunque “se parten la madre” tal vez es exagerado; al parecer en promedio todo mundo trabaja a lo más cinco horas, en situaciones normales). La gente no es “mejor” ni “peor” que en otras sociedades; como en todas partes hay gente mierda, y gente tonta, y gente que le tiene miedo al cambio. Y también, como en todas partes, hay gente maravillosa. Pero eso sí; no hay realmente desigualdad. Todos están igual de jodidos.

No comparto todos los puntos de vista de la Le Guin; por ejemplo, a pesar de que yo sí soy de los que cree en la hipótesis Sapir-Whorf, no creo que fuera necesario crear un lenguaje artificial para crear una sociedad como la odoniana. Tampoco creo que el concepto de “nación” sea inherentemente malo; creo que el poder identificar un cierto conjunto de usos y costumbres como raíces de una sociedad no sólo no es malo, sino incluso deseable. Y por supuesto, si a alguien se le ocurriera hacer un experimento social de ese estilo, yo esperaría que fuera en un planeta menos desagradable que Anarres.

Pero fuera de eso, yo espero (y sinceramente creo) que la humanidad (si no se destruye a sí misma antes) terminará siendo muy parecida a la odoniana. En un planeta más amable que Anarres, espero.

Independientemente de eso, la novela es maravillosa; no es ciencia ficción dura (de hecho la parte de “ciencia” es bastante mamila), pero tiene una trama muy interesante y personajes más que memorables. Así que yo sí se las recomiendo.

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