La reunión

Por varias razones que me da una hueva enorme explicar, terminé sin compañero de habitación aquí en la Vila Universitària. Inicialmente eso presentó un problema, porque parecía que me iban a cobrar el doble por el hospedaje; pero gracias a que mi asesor en el doctorado es Jorge Urrutia, todo se resolvió rápidamente.

Como sea, me consiguieron un “rommie” para febrero, que ya tuve el gusto de conocer, y que llega mañana. Pero como no sé si se vaya a sentir cómodo si yo hago una reunión en el cuarto cuando él viva aquí, decidí mejor hacerla antes de que se mude, y el día que di mi presentación al final de la plática invité a todo mundo.

Dado que el día de la tormenta hice una pobre versión de coctel de camarones y aún así les encantó, decidí repetirlo pero siguiendo la receta de mi madre, que le queda muy rico. Compré dos kilos de camarones (150 camarones en total; los tuve que contar porque la receta mide las porciones de acuerdo al número de camarones), y además de hacer el coctel también hice espagueti con camarones. Sé que la combinación no es la más ortodoxa del mundo, pero qué le vamos a hacer.

Los platillos fueron un éxito absoluto; tanto es así que por poco y no los pruebo. Terminé de servir la comida, me di la media vuelta para lavar algunos trastes, y al voltear a ver descubrí que el espagueti había casi desaparecido, y el coctel para allá iba. De la pasta me dejaron un triste camarón y unas cuantas tiras de espagueti, y del coctel pude comerme dos galletas saladas con como cuatro camarones.

Como me moría de hambre recordé que había encontrado plátanos machos en el supermercado y que compré un par, y me puse a hacerlos. Pero entonces resultó que casi nadie había comido plátanos fritos, y por andarle dando a todo mundo para que probara otra vez me quedé sin comer.

Por suerte una amiga se apiadó de mí, me corrió de mi propia cocina (llegando correctamente a la conclusión de que mientras yo estuviera clavado cocinando no iba a concentrarme en comer nada), y se puso a hacerme pancakes con mermelada. Así que al menos no me quedé con hambre toda la noche.

Como la comida literalmente fue arrasada, el trato fue que nadie se iba mientras hubiera vino, así que terminamos con nueve botellas del mismo, y mi último invitado abandonó mi cuarto a las dos de la mañana. No sin antes tomarnos una foto, claro.

La reunión

La reunión

(De hecho tomé un chingo más, pero tendrán que esperar a que regrese a la madre patria.)

Me la pasé muy bien, y me dio mucho gusto que les gustara mi comida. Me hubiera gustado poder probar más de la misma, pero qué le vamos a hacer. Las desventajas de ser el anfitrión.

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Cuatro años

Ayer presenté en lo que estoy trabajando al resto de los estudiantes del curso; creo que me fue muy bien, pero por estar haciendo la presentación olvidé que el 26 de enero cumplí cuatro años de estar escribiendo el blog.

Algunas estadísticas:

  • 1,260 entradas; casi 50% más que las que había en estas fechas hace un año. Mucho tiene que ver que el año pasado escribí al menos una entrada por día.
  • 12,874 comentarios; casi el doble de comentarios que había el año pasado, lo cual me alegra mucho.

Como sigo en Barcelona, y aquí estaré hasta finales de Marzo, no voy a actualizar el blog muy seguido; pero al menos mi novela seguirá siendo publicada cada 4 ó 5 días.

Y una vez más, muchas gracias a todos los lectores que me siguen, y en particular a los que se toman un momento para dejarme un comentario. Incluso si al final no lo apruebo.

Vamos a ver cómo sale el primer quinquenio de mi blog.

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La Noche del Alacrán: 6

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

6

Después de unas cuantas estaciones más los chavos se bajaron del metro para tomar el micro a casa de Alejandro, que para ese momento había dejado de pensar en las posibilidades que tendría con Ana porque se empezaba a morir de hambre. Cuando por fin llegaron a su destino, ambos chavos estaban con ánimo de comerse una vaca, con todo y pezuñas. Sólo que la mamá de Alejandro se paniqueó cabrón cuando vio a su hijo con la playera bañada en sangre.

—¿Pero qué te pasó?— le preguntó alarmada.

A Alejandro le caía bien su jefa, pero lo exasperaba que se asustara con todo; y más aún que siempre le estuviera diciendo que debía tomar a Ernesto como ejemplo. A veces le daban ganas de decirle todas las cosas que Ernesto hacía y que ella no sabía, comenzando con la mota; pero entonces sólo la haría preocuparse más. Así que no lo hacía.

Alejandro y Ernesto le platicaron el accidente jugando básquet mientras comían; para ese momento, y ya en retrospectiva, al primero le parecía muy gracioso todo el asunto.

—Y entonces la chava me invitó a un concierto hoy en la noche, para disculparse del santo madrazo…

—¡Alejandro!— lo interrumpió escandalizada su madre, que todavía no podía sentirse cómoda con su hijo diciendo groserías en frente de ella.

—…perdón, del trancazo. ¿Tú crees que mi papá me preste la nave?

La señora lo miró preocupada. Se le veía en la cara que no le gustaba la idea de que Alejandro se fuera con carro a un concierto, y menos invitado por una muchacha que por poco le rompía la nariz.

—Ay hijo, no sé. ¿No será muy peligroso? Luego se ponen muy locos los chavos en esos conciertos.

—No madre, no te preocupes; además, Ernesto me va a acompañar.

Ernesto sonrió, poniendo la cara de niño inocente que siempre ponía en frente de la mamá de Alejandro.

—Bueno— dijo la señora, todavía con inseguridad en su voz —; pregúntale a tu papá cuando llegue.

Alejandro y Ernesto comieron como degenerados y después subieron al cuarto del primero, donde Alejandro se cambió la playera por una que no estuviera llena de sangre. Como todavía no llegaba el papá de Alejandro, y probablemente tardaría un rato más, se pusieron a jugar videojuegos mientras retomaban la conversación del metro.

—¿Y qué te dijo Érika?

—Ah, que sí, que sí iba.

—¿Hay que ir por ella?

—Sí, por favor.

—¿A dónde?

—Va a tomar un micro de su casa, así que la recogemos en Zapata.

—Chido. Nada más estoy calculando a qué hora irnos etc. ¿No quedaron en una hora, o sí?

—No; quedé en llamarle.

—Ya.

Ernesto puso de repente pausa en el videojuego.

—Cabrón— le dijo a su amigo —, ¿tienes condones?

—Eh… creo que sí. No estoy seguro.

—Yo traigo en mi mochila; dime si vas a querer.

—Sí, mejor dame un par. Igual y hasta tengo suficiente suerte con Ana y los necesito.

Ernesto sacó de su mochila dos condones y se los pasó. Era extremadamente cuidadoso con eso; desde que él y Érika se desvirgaron, y fue ella la que llevó los condones, Ernesto siempre cargaba condones en su mochila. Y también siempre andaba arrastrando a su amigo a que donaran sangre en las campañas de donación voluntaria que hacía la UNAM cada semestre. Además de que se sentían bien los chavos de hacer algo atruista, sacaban gratis un análisis del VIH y otras enfermedades venéreas.

La primera vez que lo arrastró a donar sangre, poco después de haber comenzado a coger con Érika, Alejandro le dijo:

—No entiendo tu paranoia al respecto; Érika y tú no se han acostado con nadie más. Además por lo que me cuentas utilizan condón hasta para saludarse; ¿qué es lo que tanto te preocupa?

—No está de más. Y tú deberías agradecerme; te has acostado con chavas de más dudosa precedencia…

—¡Hey!

—…y no tienes una pareja que te conste sea única. Así que ni siquiera sabes si alguna no te ha pasado chancros vietnamitas.

Eso dejó pensando a Alejandro un rato, y cuando algunas semanas después fueron por los resultados de sus análisis, no pudo evitar dar un suspiro de alivio. Y a partir de entonces cada semestre él y Ernesto donaban sangre para aprovechar y sacar un análisis gratuito.

Los dos muchachos siguieron jugando unos momentos en silencio, pero Alejandro la verdad no estaba muy concentrado; después de comer había comenzado de nuevo a pensar en qué haría con Ana.

—¿Qué le vas a decir a tú papá?— preguntó de repente Ernesto.

—¿Perdón?—

—Que qué le vas a decir a tu papá, para pedirle la nave.

—Ah. ¿Que vamos a un concierto y como vamos a salir tarde necesito carro?

—Mmmh. ¿Y crees que te lo preste así nada más?

—Contrario a ti, yo no he destrozado las llantas de la nave de mi jefe, así que no tengo que hacer circo, maroma y teatro para que me la suelten.

—Necesito un carro.

—Yo también.

—Y vamos a necesitarlo todavía más en la universidad.

Alejandro hizo un ligero gesto de molestia. No quería hablar de la elección de carrera, y ya sabía qué era lo siguiente que Ernesto diría.

—¿Ya pensanste qué vas a elegir?— preguntó éste último, confirmando lo que Alejandro temía.

—Güey— dijo con tono cansado —, todavía faltan semanas, ¿sí? No es mañana ni nada por el estilo.

—Cabrón, es la próxima semana.

—Bueno pues; sigue sin ser mañana.

—¿De verdad no tienes ni idea o nada más te haces pendejo?

Alejandro puso pausa al juego.

—No tengo idea— dijo.

—¿Sabes el desmadre que es intentar cambiar de carrera si llegas a arrepentirte? Y sólo puedes cambiarte a una carrera que tenga menos demanda que la que hayas pedido originalmente; y aún así no siempre se puede.

—Lo sé.

—Pues ya decídete, cabrón.

—En esas ando.

—“En esas ando”. En esas andas haciéndote pendejo.

—Bueno pues, ya; el fin de semana acompáñame a la Biblioteca Central y me ayudas a hojear la guía de carreras.

Ernesto se quedó callado unos momentos.

—¿De verdad?— preguntó incrédulo; Alejandro no le había sugerido nada del estilo nunca.

—Si con eso dejas de estar chingue y chingue sí, el fin de semana lo vemos.

—OK. Pero en serio.

—Es en serio.

Siguieron jugando un rato, hasta que Alejandro oyó el característico sonido de las llaves de su papá abriendo la puerta principal de la casa, y bajó para pedirle el carro.

—Papá, ¿me puedes prestar el carro hoy?

—Hola hijo— dijo el señor, sarcástico.

—Perdón; hola papá. ¿Me puedes prestar el carro hoy?

—¿Para qué?

—Hay un concierto hoy en Ciudad Universitaria al que me invitaron, y de verdad tengo ganas de ir. Ernesto me va a acompañar —dijo justo cuando su amigo aparecía por las escaleras.

—Hola señor— le dijo al papá de Alejandro.

—Hola Ernesto. Mmmh. ¿Quién te invitó al concierto?

Alejandro repitió la historia del taponazo de Ana. Como lo esperaba, su papá pareció ablandarse con la idea de que una chava lo hubiera invitado.

—Bueno. ¿A qué hora planearías regresar a la casa?

—Eh… no sé, pero probablemente tarde.

Una agradable e inesperada consecuencia de que Ernesto secuestrara el carro de su papá, es que Alejandro ya no tenía que dar una hora exacta para regresar a su casa; sólo tenía que avisar dónde estaba y tener su teléfono prendido todo el tiempo.

—Está bien; sólo váyanse con cuidado.

—Gracias pa.

Alejandro y Ernesto regresaron al cuarto del primero, y a falta de algo mejor que hacer siguieron jugando. Ernesto había conectado algo de mota en las canchas, y sugirió que se dieran un toque; pero en primer lugar Alejandro no tenía la menor de las ganas, y además no quería arriesgar de ninguna manera que no le prestaran el carro o (mucho peor) que no lo dejaran salir.

Cerca de las siete Alejandro se metió a bañar. Cuando regresó a su cuarto, luego luego detectó el olor a petate quemado.

—¡Güey!— dijo abriendo la puerta y encontrando a Ernesto fumando tranquilamente un churro —¡Eso se huele desde afuera!

Rápidamente le quitó el churro a su amigo y lo apagó. Abrió las ventanas y comenzó a agitar una almohada para que el cuarto se aireara.

—¿No podías esperarte una hora a que estuviéramos en Ciudad Universitaría.

—Relájate cabrón. Tus papás no se van a dar cuenta.

En ese momento, tocaron a la puerta.

—Alejandro— llamó su mamá —, ¿está todo bien? Algo huele raro.

Ernesto y Alejandro se miraron horrorizados el uno al otro. El segundo quiso ir hacia la puerta para contestarle a su madre, pero al mismo tiempo el primero se levantó, causando que chocaran y los dos cayeran al piso. Tratando de detenerse Alejandro se agarró de la lámpara de su escritorio, que cayó encima de los dos estrepitósamente.

—¿Alejandro?— volvió a llamar su mamá.

En el suelo, y seguro de que su noche, y probablemente su vida misma, habían valido madre, Alejandro vio su cuarto desde el piso y al ver su cactus (la única planta que sobrevivía a sus cuidados) se le ocurrió una idea.

Unos segundos después, Alejandro le abría la puerta a su mamá.

—Qué onda— preguntó.

—Algo huele a quemado— dijo su mamá, mirándolo sospechosamente.

—Ah; es que mientras me bañaba Ernesto estaba jugando y sin darse cuenta tiró mi lámpara sobre mi cactus.

Y le enseñó el pobre cactus, con un lado completamente ennegrecido.

—Ah— dijo su mamá —. Tengan más cuidad.

—Sí… bueno, de hecho ya nos vamos en un ratito.

Alejandro apenas había tenido tiempo de pasarle el encendedor de Ernesto a su cactus, rogando que su mamá no se diera cuenta de la diferencia con el olor a la mota. Cerró la puerta, suspirando.

—Cabrón— le dijo Ernesto sonriendo —, tienes suerte de que tu jefa no haya olido nunca mota.

—Cállate; por poco nos cagan por tu culpa.

—Bueno pues; no pasó a mayores. Ahora termina de enchinarte las pestañas y ya vámonos, que le llamé a Érika mientras te bañabas.

Alejandro terminó de arreglarse y, después de despedirse de sus papás y asegurarles que tendrían mucho cuidado, salió de su casa atrás del volante, con Ernesto a su lado.

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Vientos huracanados

Ayer (técnicamente hoy) fui de los primeros en irme a dormir, después de haber estado varias horas platicando y tomando vino y whisky, y caí como tapa de excusado en mi cama. En la mañana varios ruidos extraños me despertaron, y yo (todavía borracho) pensé “¿pero qué carajo andan arrastrando allá afuera?” Y acto seguido me volví a dormir.

Cuando desperté en serio (con mi primera cruda desde que llegué, si bien no muy grave), los ruidos continuaban, y hasta ese momento me di cuenta de que todo lo que había estado oyendo era el viento. Con horror descubrí que no había luz, así que me bañé y salí para ver si podía conectarme en la oficina que tenemos disponibles los estudiantes del curso en el CRM.

En el camino comencé a percatarme de la gravedad de las cosas cuando vi dos árboles grandes que habían sido partidos en dos por la fuerza del viento.

Llegué al edificio del CRM para descubrir todo cerrado, y entonces comencé a preocuparme; ando retrasado en mi trabajo, y no tener red complica absolutamente todo. Me estaba regresando cuando alguien de seguridad paró su camioneta y me preguntó que qué hacía ahí. Le dije que había tratado de ir al CRM, y él me dijo (muy serio) que el campus estaba siendo evacuado; que me fuera para mi casa. Le dije que me estaba quedando en la Vila, y él me dijo que pues para allá me fuera.

En el camino encontré una chava, y le dije lo que el tipo de seguridad me había dicho. Ella a su vez me contó que los trenes estaban parados, así que ahí me enteré de que estaba atrapado en la Vila, y que no habiendo electricidad no podía hacerme de comer porque las estufas son eléctricas. La chava era de Galicia, por cierto; la primera gallega que conozco.

En la Vila encontré a varios de mis cuates, y nos reunimos en el cuarto de dos de ellos para discutir qué podíamos hacer. Y me comí (frío) un espagueti con camarones que había hecho el día anterior. Platicando con ellos caí en cuenta de que el resto de mis camarones (sólo pude comprar un kilo, no venden menos; pero está bien, es baratísimo) se estaba descongelando, así que como estábamos viendo qué comer que no necesitara fuego o ingredientes que no pudiéramos conseguir en el supercito cerca de la Vila, sugerí que yo haría coctel de camarones.

No quedó tan rico como esperaba, pero a mis cuates les encantó. Espero poderles hacer luego la versión buena; no tenía ni chile, ni limones, ni aguacate. Así que realmente les di camarones con catsup y tantito jitomate y cebollas picados.

Mientras comíamos la luz por fin volvió, y las cosas se están normalizando; aunque no sabemos si el tren volverá a la normalidad mañana. Eso significa que se cancela el viaje que teníamos pensado a Montserrat, pero la verdad me alegro, porque hoy por las dificultades técnicas no trabajé casi nada.

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La Noche del Alacrán: 5

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

5

Alejandro y Ernesto iban de pie en el microbús rumbo al metro Copilco, el primero pensando en lo que tenía que hacer y cuál sería su estrategia una vez que estuviera en el concierto con Ana.

—Oye— le dijo de repente Ernesto —si cabe la posibilidad de que me mandes a la verga por esta reina, ¿no hay bronca si le digo a Érika que venga, no?

—No, claro que no— le contestó Alejandro, que en ese momento la verdad no le podía importar menos —; sólo considera que tendrás que ver cómo hacerle para llevarla a su casa.

—Ah, ese es el chiste— dijo Ernesto con una enorme sonrisa —; si todo sale como yo espero, no tendré que llevarla a su casa.

Ernesto ya varias veces había metido de contrabando a Érika en su recámara para pasar la noche, desde la vez que su mamá entró de improviso y los descubrió in fajanti. Para ser tan liberales sus papás con tantas cosas, resultó que sí tenían problemas (principalmente su mamá) con que metiera muchachas a pasar la noche. Así que desde esa vez la metía de contrabando.

La cosa era bastante absurda; Alejandro estaba seguro de que los papás de Ernesto sabían que Érika de repente pasaba ahí la noche, pero se hacían güeyes mientras no ocurriera de forma descarada. Y Érika siempre les decía a sus papás que se iba a quedar con una u otra amiga; o bien eran retrasados mentales, o también elegían hacerse de la vista gorda.

Pero como sus propios padres eran medio absurdos con un montón de cosas Alejandro no decía nada.

Ernesto procedió a llamarle a Érika y decirle que había un concierto, y que si quería él y Alejandro podían pasar por ella antes de que empezara, a lo que la muchacha estuvo de acuerdo.

El microbús en ese momento llegó al metro Copilco y los muchachos se bajaron para entrar a la estación subterránea.

—¿Y cuál es tu plan con la reina?— preguntó Ernesto una vez que pasaron los torniquetes.

—¿Podrías dejar de decirle “reina”? Se llama Ana.

—Bueno pues, ¿cuál es tu plan con Ana?

—No sé.

Y de verdad no sabía. Después de que su amistad con Elena se estabilizó en una relación puramente platónica cuando ella se consiguió galán, Alejandro tardó un rato en encontrar novia; y de hecho lo que ocurrió es que la novia lo encontró a él.

Antes de que Érika y Ernesto se hicieran novios, Alejandro y él solían ir con regularidad casi religiosa a la Cineteca porque salía algo más barato que las salas comerciales. Además de que el Cacotas tenía un valedor encargado de un puesto de películas piratas, y les pasaba casi todos los estrenos muchas veces incluso antes de que salieran. Así que en la Cineteca veían películas que el valedor del Cacotas ni siquiera sabía que existían en muchos casos.

Cuando Ernesto se hizo novio de Érika dejó de ir muchas veces con Alejandro al cine, y entonces iba solo. Un día de esos salió de la sala y fue a tomarse algo en la cafetería, hasta que de repente una chava sentada al lado le preguntó:

—Ya no vienes con tu amigo, ¿verdad?

Y así fue como conoció a Angélica. La verdad él no tuvo mucho que hacer en el sentido de la seducción; la muchacha lo llamaba constantemente por el celular, y le decía que hicieran tal o cual cosa. A Alejandro no le parecía particularmente bonita, y ciertamente no era (ni de lejos) la chava más interesante que hubiera conocido; pero poco a poco se fue encariñando con ella porque era razonablemente simpática, y siempre le sugería hacer cosas que él normalmente no haría, como ir a espectáculos de danza o a concursos de comida española.

Y a pesar del empeño con que lo buscaba, jamás dio un primer paso en nada físico; él tuvo que ser el primero en tomarla de la mano, en abrazarla y al fin en besarla.

Angélica resultó ser una novia que él no podía sino calificar como devota: le daba regalitos, lo mimaba, cuando él iba a su casa le hacía de comer. Estaba seguro de que podría haberle dado una canasta de calcetines sucios y ella los hubiera lavado. Pero por alguna razón todas esas atenciones tendían a deprimirlo, y suponía que tenía que ver conque a él no le nacía para nada hacer cosas de ese estilo.

Pero así siguieron hasta que un día los papás de Alejandro salieron de fin de semana, y él trató de coger ahí con Angélica. Estaban en su cuarto toqueteándose, hasta que ella dejó de besarlo, lo miró a los ojos, y le dijo:

—Corazón… yo no me voy a acostar con nadie hasta que me case.

Alejandro se quedó como pendejo mirándola durante casi un minuto entero, incapaz de articular palabra.

—Pero no te preocupes— le dijo ella al ver su cara que transitaba rápidamente a un estado de pánico —; eso no significa que no podamos hacer nada.

Y entonces comenzó el periodo que el cabrón de Ernesto definió como su periodo “semi activo” sexual. Alejandro y Angélica hacían montones de cosas, pero sin nunca llegar de hecho al coito; y aunque ciertamente varias de esas cosas eran muy placenteras, el hecho es que él se sentía como que ella lo aplacaba con paliativos, sin darle nunca el remedio necesario.

Y también se sentía medio mal al considerar que debía tronar con ella, porque entonces pensaba que sólo estaba con ella por el sexo.

—¿Cuál sexo?— le preguntó Ernesto cuando por fin le confió su conflicto.

Un día Alejandro se encontró con Elena en Coyoacán, para variar sin su galán, y le invito un helado Bing. Estuvieron platicando de banalidades un rato hasta que de repente Alejandro le soltó todas sus dudas respecto a Angélica. Ya le había contado antes a Elena de la muchacha; y aunque se dijo que no esperaba que se pusiera celosa, una parte de él se decepcionó cuando de hecho no lo hizo. Pero ese día en Coyoacán le contó las cosas íntimas; y fue literalmente catártico: comenzó con el problema del sexo, pero de ahí se siguió con cómo en el fondo le molestaban todas sus atenciones hacia él, y por último le terminó confensando que en el fondo ni le gustaba mucho, ni se la pasaba tan bien cuando estaba con ella.

—Déjame ver si entiendo— le dijo Elena —; no te gusta particularmente.

—Ajá.

—Y definitivamente no se te hace muy interesante.

—Sí.

—Y te molestan todas las atenciones que te dedica porque te hacen notar que tú no se las quieres dedicar a ella.

—Exacto.

—¿Y además no afloja?

—Ei.

Elena le volvió a lanzar una de sus miradas que le hacían pensar que podía ver hasta el fondo de su ser, y después le puso los dedos tiernamente en la mejilla.

—Mi rey— le dijo dulcemente —, ¿qué chingados haces con esa mosca muerta?

Esa noche Alejandro le llamó a Angélica y le dijo que fueran al Centro Cultural Universitario al otro día. Cuando ella llegó, él le dijo que tenían que hablar.

Alejandro jamás había terminado con nadie; sus “noviazgos” de la secundaria (por decirles de alguna manera) fueron tan ridículos que ni siquiera estaba seguro de cómo habían llegado a ser; mucho menos de cómo habían dejado de ser.

La mosca muerta, como le había dicho Elena, resultó terriblemente combativa ante la perspectiva de que su novio la tronara, y le gritó, le imploró, le mentó la madré, rogó una vez más y por último le preguntó dramáticamente si era porque no había querido acostarse con él.

Completamente hartado y cansado (llevaban horas en el drama) Alejandro le dijo que sí, que era por eso.

—Está bien— le dijo ella —; vamos a tu casa a coger si es necesario para que no te pierda.

Días después, Alejandro le contó el episodio con pelos y señales a Ernesto, que ponderó el asunto un momento.

—Déjame ver si entiendo— le dijo —; tú ya estabas hasta la madre de andar con ella, detonado porque no se acostaban.

—Sí.

—Y cuando le dijiste que terminaran ella te reclamó que en el fondo sólo lo hacías por el sexo.

—Ajá.

—Y entonces ella te dijo que OK, que cogieran.

—Ei.

—¿Y tú de todas formas te hiciste el digno y la mandaste al cuerno?

—Exacto.

—Tas pero si bien pendejo.

Ernesto y él se rieron, y Alejandro supo que en el fondo su amigo estaba de acuerdo con él. Elena fue mucho más explícita en su apoyo.

—Fue lo correcto— le dijo —. Eres demasiado chido para esa mosca muerta.

Así que Alejandro realmente no tenía mucha experiencia a la hora de tratar de seducir muchachas, y no tenía en el fondo ni puta idea de qué haría cuando viera a Ana.

—Cabrón— le dijo Ernesto —, desapendéjate; en esta estación transbordamos.

Él y Alejandro cambiaron de línea del metro y volvieron a subirse a un vagón.

—¿Tú qué crees que deba hacer?— le preguntó Alejandro a Ernesto de repente, en serio. Su amigo lo miró un segundo.

—Supongo que tratar de ser tú mismo. Parece funcionarte con las chavas que les gustas.

—¿Y si no le gusto?

—¿De verdad quieres estar con alguien a quien no le gustas?

—Bueno; no. Pero tal vez habría forma de que le guste más.

—Si es portándote distinto a como eres sería como estar engañándola, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

Se quedaron callados unos momentos, hasta que Ernesto le dio un codazo.

—No te preocupes; le gustas.

—¿Por qué lo dices?

—Esa impresión me dio cuando nos acompañó a la enfermería.

Pasaron un par de estaciones en silencio.

—Güey— dijo Alejandro.

—¿Qué onda?

—Gracias.

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Primero los pobres

Del discurso del negro al tomar posesión:

“Nor is the question before us whether the market is a force for good or ill. Its power to generate wealth and expand freedom is unmatched, but this crisis has reminded us that without a watchful eye, the market can spin out of control — and that a nation cannot prosper long when it favors only the prosperous. The success of our economy has always depended not just on the size of our gross domestic product, but on the reach of our prosperity; on our ability to extend opportunity to every willing heart — not out of charity, but because it is the surest route to our common good.”

(Énfasis mío).

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Obama

Cuando Barak Obama ganó la asamblea (en gringolandia le dicen caucus, y nadie excepto ellos sabe qué significa eso) en Iowa, yo dije: “los gringos pueden estar listos para elegir a una mujer presidente, pero ni de chiste eligen a un negro”.

Para por una vez variar con ellos, los gringos me probaron equivocado.

Por supuesto no es nada más que Obama haya sido un excelente candidato, y además manejando siempre un mensaje consistente y sencillo que es radicalmente opuesto al de Bush 2. Tampoco es sólo que los gringos (cuatro años más tarde que el resto del mundo) se hubieran hartado completamente de Bush II.

Al fin y al cabo, como suele ser siempre en política, resultó ser la culminación de una serie de circunstancias. Y yo creo (y no es un análisis que se me haya ocurrido a mí) que lo más importante fue la debacle financiera en la que cayó Estados Unidos, después de años de promover el libre mercado como un fin, en lugar de entender (como lo hace cualquiera con dos dedos de frente) que es un medio.

El hubiera, por supuesto, es el pretérito pluscuamperfecto de los pendejos, pero sí me animo a creer que hubiera sido más difícil para Obama el ganar las elecciones si no hubiera ocurrido la crisis. Nunca sabremos, claro está, pero me parece que sí es un elemento fundamental en la victoria del negro.

Ahora; normalmente (como lo saben mis lectores regulares) los gringos son gente de la cual desconfío (y no necesitan sino ver cuatro años atrás para entender por qué): por simple viveza en los políticos gringos confío todavía menos. Es de entender que, por principio y convicción, no confío en Obama.

No lo haría de nadie que los gringos eligieran. Repito; vean la historia del siglo pasado para entender por qué.

Pero hay matices. No es lo mismo Richard Nixon que Franklin Roosevelt. A muchos se les olvida, pero Cárdenas pudo en gran medida nacionalizar la industria petrolera mexicana porque Roosevelt estaba siguiendo una política exterior que de hecho lo permitía. Eso no minimiza el logro de Cárdenas; sólo ayuda un poco a entenderlo.

Y en ese sentido que los gringos hayan elegido a Obama es, dentro de lo que cabe, de lo menos peor que podríamos haber esperado los mexicanos y el resto del mundo. Que por supuesto me importan más que los gringos, obviamente.

No va a pasar nada sorprendentemente novedoso durante la presidencia de Obama; probablemente invadirá y bombardeará inocentes como lo han hecho todos los presidentes gringos desde Truman (aunque esperemos que en mucho menor medida que Bush Dos: La Venganza), utilizará el poder económico de su país (que por suerte cada vez es menor) para joder a otros países que no quieren seguir su línea, y apoyará, o al menos no condenará, atrocidades como la que Israel hizo estas semanas en el inexistente estado de Palestina (aunque los israelíes se fueron por la segura y atacaron mientras Bush Segundo: El Monstruo Vive de Nuevo seguía al frente del gobierno gringo). Obama probablemente hará todo eso; y todo en el nombre de la democracia, y la justicia, y la chingada.

Me pueden probar equivocado los gringos de nuevo; pero realmente lo dudo. No confío en ellos.

Pero a pesar de todo eso, repito, hay matices; incluso con todas las desgracias que (casi sin duda) causarán los gringos mientras Obama los preside, lo cierto es que es un cambio refrescantemente nuevo. El tipo incluso me cae bien.

Es un académico, para empezar. Fue profesor en Harvard, y sus orígenes como alguien que viene de la academia son obvios; no sólo su forma de hablar y de expresarse, sino en cosas más importantes como a quién ha elegido para su gabinete. La mayor parte de sus secretarios tienen maestría y/o doctorado, y muchos de ellos vienen directamente del mundo académico, pero con experiencia política. Lo cual es algo que yo sólo puedo aplaudir: no sé quién fue el retrasado mental que se le ocurrió que dirigir una nación es como dirigir una empresa; una y otra y otra y otra vez esa idea estúpida ha sido contradicha por la historia.

Pero además Obama no es (o no parece ser) un neo liberal a ultranza. Andy Tanenbaum resumió así una parte del segundo debate entre McCain y Obama:

In general, Obama attacked McCain on deregulation. He said that deregulators believed that by letting the market run wild “prosperity would rain down on all of us.” Then he noted: “It hasn’t worked out that way.”

Por supuesto, eso es sentido común (repito) para cualquiera que tenga dos dedos de frente; pero oírlo de un gringo es realmente alentador. Creo que desde antes de Reagan nadie en el espectro político gringo decía en voz alta que el libre mercado no es la solución a todos y cada uno de los problemas del universo.

Porque, obviamente, no lo es. El libre mercado es un medio; no un fin en sí mismo. ¿Y medio para qué es? Pues para elevar la calidad de vida de la gente; si el libre mercado no funciona para elevar la calidad de vida de la gente, entonces no hay que usarlo. Así de simple.

Y esa es otra razón por la que la educación y los servicios de salud deben ser públicos, gratuitos y universales. Y por la cual privatizar los medios de producción energéticos es una pendejada enorme.

El plan político económico de Obama parece ir por ahí; al parecer quiere (o eso dice) conseguir salud pública para todos los gringos, y mejorar el estado de la educación pública. También quiere invertir hartos miles de millones de dólares en mejorar la infraestructura gringa (carreteras, puentes, hospitales, etc.); no sólo porque causa menos problemas económicos a largo plazo, sino también porque además genera miles (si no es que millones) de empleos. Por si a alguien se le ha olvidado, es parecido en partes al plan del Peje.

Estamos teniendo una regresión a lo que ocurrió poco después de la Gran Depresión de los 30s, cuando Roosevelt salió con su New Deal, que la gente estúpida que cree que el libre mercado es infalible le llama “populismo”. Nunca he podido entender por qué cuando se le da recursos (y muchas veces ni son tantos) a la gente es “populismo”, pero cuando se le dan miles de millones de dólares a las empresas son “rescates” (vean el Fobaproa y lo que acaba de pasar en gringolandia).

El plan de Obama (al menos aparentemente) se asemeja al New Deal de Roosevelt, y la idea es la misma; dejar de creer estúpidamente que el libre mercado solucionará todo, y hacer que el gobierno intervenga cuando debe para evitar tragedias como la que le pasó a los gringos hace unos meses, y a nosotros hace casi quince años.

Que por supuesto; chido por los gringos, pero no creo que directamente eso nos ayude a los mexicanos, excepto por el hecho de que la economía mexicana depende enormemente de la gringa. Pero indirectamente creo que sí habrá oportunidad de que cambien ciertas cosas aquí, y en el resto del mundo.

Una de las razones entonces, y yo creo que de las más poderosas, para que Obama ganara fue la crisis económica; causó que muchos gringos (la clase trabajadora, que como en todos lados sigue siendo mayoría) reaccionara con terror a la idea de otro presidente que confiara ciegamente en el libre mercado. No fue la única razón, obviamente; pero creo que sí pudo ganarle al racismo (al menos al latente) de muchos votantes.

No estoy muy esperanzado respecto al futuro porque (repito) no confío en los gringos, pero ciertamente no estoy tan seguro de la tragedia como lo estaba cuando “ganó” Bush Secundus Brutus, y mucho menos en su segunda victoria, que esa sí culpo directamente a los gringos mismos.

O, en otras palabras; cabe la posibilidad de que los siguientes cuatro años sean una mejoría sobre los últimos respecto a lo que el gobierno gringo hace. Yo espero que así sea; que los gringos me prueben de nuevo equivocado respecto a los múltiples prejuicios que tengo contra ellos.

El cuatro de noviembre del año pasado los gringos me hicieron ver que tal vez sí soy demasiado parcial contra ellos, y que hay esperanzas de que, después de haber nacido como una nación que constitucionalmente equiparaba a tres blancos con cinco negros (y eso sólo para que pagaran impuestos también), por fin (casi ciento cincuenta años después de su guerra civil, y cuarenta después de las grandes movilizaciones por los derechos civiles) estén llegando al nivel de nación civilizada. Con desconfianza y cautela, pero tengo que admitir que me siento optimista.

Vamos a ver. Espero equivocarme en mi desconfianza.

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El magnesio barcelonés

Al estar albergados en la Vila Universitària tenemos a nuestra disposición un gimnasio bastante bien equipado, ridículamente cerca (obviamente), y (posiblemente lo más importante) completamente gratis.

Así que hoy fui temprano a usarlo, porque por distintas circunstancias no he hecho ejercicio en más de seis meses.

Me duele todo. Espero que mi forzada inmovilidad me haga concentrarme más en el trabajo intelectual.

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La Noche del Alacrán: 4

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

4

Ernesto se llevó la noche de su vida ese día. En comparación, la de Alejandro no fue muy buena que digamos. Su mejor amigo, antes de ir a pasar una noche de sexo adolescente tierno y atolodrando, le llamó a su mamá para inventarse la excusa más enredada que jamás a nadie se le ha ocurrido para explicar por qué no iría a dormir a su casa, y después le marcó a Alejandro, que cuando vio el número de Enesto en su celular se le cayó el alma a los pies.

—Güey— dijo contestando —, por favor no me digas que chocaste.

—Eh… no, no, no he chocado.

—Ah. ¿Qué pasó? ¿Salió todo bien con Érika?

—Eh… sí, sí, todo chingón. Gracias.

—Ajá. Bueno, ¿y entonces para qué me marcas? ¿Ya vienes por mí? Pensé que te tardarías un poco más.

—Eh… justo por eso te marco.

—Güey, no mames que todavía están en el restaurante. Quedé con mi papá que regresaba como a la una o dos. Si siguen en el restaurante apenas te va a dar tiempo de salir e ir a dejar a Érika a su casa.

—Eh… no, no; ya salimos del restaurante.

—Ah. Bueno, ¿entonces cuál es el problema?

—Eh… me temo que no vas a poder llegar a las dos a tu casa.

—¿Qué? ¿Por qué no? ¿Van a hacer algo más tú y Érika?

—Eh… sí… algo así.

—Ajá. Mmmh. Mira, creo que me puedo chorear a mi jefe si llego a eso de las tres; pero lo que sea que vayan a hacer apúrense, porque no mames mi papá se va a poner bien punk conmigo si llego después de las tres. Y además a ver dónde chingaos me lanzo para no estar en la calle; aquí ya están puliendo los pisos.

—Eh… Alejandro… tampoco vas a poder llegar a las tres. Al menos no con carro.

—¡¿Qué?!

—Mira, te explico luego. Me cae que vas a entender; y de verdad lo siento. Te debo una por esto. Luego te explico.

Y Ernesto colgó. Alejandro miró incrédulo su teléfono, y procedió furioso a marcarle de nuevo, pero descubrió horrorizado que lo había apagado. Se quedó como estúpido unos segundos, sin tener ni puta idea de qué hacer. Tenía menos de cien pesos en la cartera, y no podía regresar a su casa sin el carro de su papá; lo despellejaba vivo si descubría que se lo había prestado a Ernesto.

Estaba considerando seriamente huir a Guatemala cuando su celular comenzó a vibrar en su mano. Era Elena, la muchacha que le había hecho el favor de desvirgarlo en un concierto unos meses antes.

—¿Bueno?— dijo contestando.

—¿Dónde andas?

—En un centro comercial, ¿por qué?

—¿Podrías venir a mi casa? De verdad me haría bien hablar con alguien.

—Claro— dijo Alejandro sin poder creer su suerte—; ahorita llego.

Tomó uno de los taxis que siempre estaban en el centro comercial y veinte minutos después tocaba la puerta de Elena. La chava le abrió la puerta en pants y chanclas, con el pelo hecho un desmadre y cara de evidentemente haber estado llorando, y de inmediato lo abrazó sollozando.

—Eh— dijo sorprendido Alejandro —… ¿estás bien?

Alejandro había conocido a Elena en un toquín que se había llevado a cabo durante su intersemestral de primer año. Ernesto llevaba poco tiempo de haber descubierto la mota, y la estuvo fumando generosamente durante el concierto. En un tropezón empujó a Alejandro contra Elena, que tiró su bebida por ello.

Apenado, Alejandro se ofreció a comprarle otra, y en el camino comenzaron a platicar. Tres horas después, con el concierto dando sus últimos estertores, seguían platicando, y Elena además ya estaba considerablemente mareada de haber estado tomando, así que Alejandro se ofreció a llevarla a su casa. Ernesto había desaparecido (casualmente conoció a Érika en el mismo concierto), y Alejandro y Elena caminaron al carro que su papá le había prestado. En el camino Elena trastabilló y él la sostuvo; después de recuperar el equilibrio ella no soltó su mano.

Alejandro imaginó muchos posibiles escenarios de lo que pasaría después, pero realmente no el que de hecho ocurrió; al llegar al carro le abrió la puerta a Elena, que de forma particularmente hábil le quitó el seguro a la puerta trasera, hizo a Alejandro a un lado, abrió dicha puerta, tomó a Alejandro de la solapas y, con una inusitada fuerza para una chava tan delgadita, lo aventó sobre el asiento trasero para después aventarse ella misma, cerrar la puerta, y desvirgarlo ahí mismo sin ni siquiera decir “permiso”.

—Eras virgen, ¿verdad?— preguntó ella cuando todo terminó… humillantemente poco después.

—Eh… depende de cómo definas virgen.

—Eras virgen— afirmó entonces Elena, y le dio un beso riéndose.

—¿Tan mal estuve?— preguntó Alejandro, angustiado.

—No para un virgen— contestó ella riéndose descaradamente ahora.

—Te estás burlando de mí— dijo Alejandro y trató de incorporarse, pero ella lo abrazó con su inusitada fuerza.

—No, mi rey; perdón. Es sólo que eres muy tierno.

—¿Eso es bueno o malo?

—Es bueno… en general. Sólo no exactamente lo que me esperaba.

Le dio otro besó y lo miró profundamente, como si quisiera tratar de mirar sus deseos y gustos, sus miedos y sueños a través de los ojos.

—Eres muy chido— dijo al fin —. Te diría que ándaramos, pero creo que no te mereces una chava tan loca.

Y, oh Dios sí estaba medio loca. Alejandro se obsesionó unas semanas con Elena, pero ella le dejó muy claro que sólo lo quería como amigo. Cuando él por fin aceptó eso, y reanudaron las conversaciones amistosas que duraban horas, y fue obvio que de verdad ya no estaba obsesionado con ella, Elena se volvió a acostar con él, de forma igual de agresiva que la primera.

—Eres mucho mejor si no eres virgen, mi rey— dijo ella recostándose cuando todo terminó… sorprendentemente mucho después.

—No te entiendo— dijo él… porque no sabía qué más decir y porque de verdad no la entendía.

—Te dije que estaba loca. No le busques chichis a las hormigas— le dijo dándole un beso —; seguimos siendo amigos nada más.

Eso fue lo que definió los primeros meses de su amistad con Elena; una amiga súper chida con la que podía hablar de cosas que incluso con Ernesto le costaba expresar, porque ella lo entendía siempre a la primera, y con la que de vez en cuando (cuando se le pegaba la gana a ella) tenía sexo.

Así siguieron las cosas hasta que Elena se consiguió novio. Al inicio a Alejandro le costó mucho aceptar eso, pero fingió que estaba contento por ella porque tenía miedo de que si se mostraba celoso la podría llegar a perder. Hasta un día en que comieron juntos y ella le estaba platicando una cosa completamente intrascendente, y él notó algo raro en ella. Algo que habitualmente no estaba ahí.

—¿Qué?— preguntó ella cuando notó cómo la miraba.

—Te ves… rara— dijo él.

Elena sonrió, con una sonrisa tan luminosa que Alejandro no pudo evitar él mismo ponerse de buen humor.

—Estoy feliz— dijo ella simplemente.

Y en ese momento Alejandro entendió realmente la situación. El novio de Elena, por celoso e incómodo que lo hiciera sentir a él, la hacía feliz a ella. Y a partir de ese momento no tuvo que fingir nada; de verdad estuvo contento por su amiga.

Así estaba el asunto hasta la noche que Ernesto se dio a la fuga con el carro de su papá, y Elena lo llamó a su casa para recibirlo bañada en lágrimas. Después de pasar a su casa e ir a la recámara de ella (sus papás no estaban), Elena le platicó entre sollozos que su novio y ella habían tronado.

Alejandro estaba sinceramente preocupado por su amiga, pero siendo completamente honesto no había ido ahí sólo por ella, ni tampoco sólo para no estar en la calle sin saber a dónde ir mientras a Ernesto se le pegaba la gana regresarle el carro de su papá. Cuando sonó su teléfono y vio que era de su casa, esa fue la razón por la que había ido con Elena.

—¿Bueno?— dijo contestando el teléfono y haciéndole señas a Elena de que tenía que tomar la llamada.

—¿Dónde estás hijo?— preguntó su papá. Todavía no sonaba molesto, lo cual siempre era una buena señal.

—En casa de una amiga papá; te estaba a punto de llamar. Se puso medio mal en la fiesta, y la traje para acá y me ofrecí a esperar a que llegaran sus papás— mintió él campantemente —. Si no te molesta, dame chance de llegar algo más tarde mientras llegan.

—Mmmh— Alejandro conocía perfectamente el gruñido de su papá cuando una situación no le estaba gustando mucho, así que sacó su carta mayor.

—Estamos en su casa seguros, el carro está en su patio, no estoy tomando, y si quieres te doy el número de su casa por cualquier cosa.

—A ver— dijo el papá; como que la idea le gustaba.

Alejandro le pasó el número de la casa de Elena, se despidió de su papá y colgó. Como que lo conocía, Alejandro esperó unos segundos hasta que sonó el teléfono de la casa de Elena. La muchacha, extrañada, lo contestó:

—¿Bueno?

—Buenas noches— dijo el papá de Alejandro —, ¿se encuentra Alejandro? Es su papá.

—Un momento— Elena le llevó el auricular todavía más extrañada a su amigo —. Es tu ¿papá?

—Gracias— dijo Alejandro tomando el auricular —, ¿qué pasó papá?

—Nada más comprobaba que el número estuviera bien… no vayas a creer que no confío en ti.

—Claro que no papá— dijo Alejandro con una sonrisa de oreja a oreja.

Alejandro estuvo platicando con su amiga toda la noche, escuchando un momento todas las razones por las cuales su novio (o ex novio, para ese momento) era un pendejo y no quería volverlo a ver nunca, y al siguiente todas las razones por las cuales era el hombre más maravilloso del mundo y no podía vivir sin él. Alejandro le daba palmaditas en la espalda y trataba de darle la razón en todo; sólo era ligeramente difícil hacerlo cuando Elena se empeñaba en contradecir su propia postura cada cinco minutos.

Así que cuando ella se quedó callada unos segundos, para después comenzar a besarlo, incialmente se alegró, porque en eso sí sabía cómo comportarse. Sólo que apenas llevaban unos segundos besándose, cuando algo entró atropelladamente en su conciencia y se separó de ella.

—¿Qué pasa?—preguntó ella, extrañada.

—Eh… hasta ahora siempre he estado de acuerdo con que nos acostemos cuando tú digas. Pero creo que no sería buena idea que lo hiciéramos ahorita.

—¿Por qué?

—Porque por lo que me platicas hay una posibilidad de que tú y tu novio se contenten… si dejas de portarte como esquizofrénica en algunas cosas. Y si eso ocurre, te conozco; te vas a sentir de la chingada de haberte acostado conmigo. Así que creo que lo mejor es que no lo hagamos.

Elena lo miró con esa mirada suya tan profunda que a veces le echaba.

—Claro que soy hombre— dijo Alejandro, sonriendo—; si me insistes suficiente te prometo no poner mucha resistencia.

Elena se echó a reír y le tocó la mejilla con su mano.

—Gracias rey; ya sabía que eras muy chido. Necesitamos encontrarte una muchacha menos loca que yo que haga feliz. Y te coja rico.

—¿No va lo segundo incluido en lo primero?

Los dos muchachos se rieron de nuevo. Eran las seis y media de la mañana, y aunque cansado Alejandro estaba contento. Su teléfono celular comenzó a sonar, y vio aliviado que era Ernesto.

—¿Dónde estás, hijo de la chingada?

—Ya voy para allá… ¿dónde estás?

—Ahorita te marco para decirte dónde me recoges.

—OK.

Alejandro colgó su teléfono y le sonrió a Elena.

—Ya me voy; vienen por mí.

—Gracias por haber venido— le dijo Elena abrazándolo —. Y gracias por todo lo demás.

—No te preocupes.

Alejandro salió de casa de Elena y le marcó a Ernesto para que pasara por él en una calle cercana; no quería decirle cómo había sido su noche hasta enterarse de por qué le había hecho la jalada de raptar el coche de su jefe.

Ya después con más calma Ernesto le platicaría lo que había pasado, y Alejandro ciertamente comprendió que la situación había sido meritoria de la actitud gandalla de su amigo. Las cosas no pasaron a mayores; el papá de Alejandro vio que el carro estaba en perfecto estado y que su hijo no había estado bebiendo ni nada por el estilo (claro que no era que desconfiara de él), y nunca se enteró de lo que realmente había pasado esa noche.

Pero Alejandro le recordaba a Ernesto esa noche cada vez que necesitaba un favor urgente.

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Realeza, de hecho

Ayer estaba saliendo de un seminario en la Universitat Politècnica de Catalunya, cuando vi pasar a una chava. La chava me miró. Yo la miré. Nos miramos. Y entonces me acerqué a abrazarla; era mi amiga Amanda.

Ella estudió en la Facultad de Ciencias, así que no es tan raro encontrármela aquí. Pero la conozco desde que estudiaba en el CCH, desde que los dos teníamos quince o dieciséis años, y no la veía hacía mucho tiempo, así que sí me sorprendió encontrármela del otro lado del charco. Está terminando el doctorado, y se casó y tiene un hijo, y espera otro, lo cual todavía me saca un poco de onda porque la imagen que tengo de ella está fuertemente ligada a mi adolescencia.

Y luego en la noche salimos a comer “patatas” bravas (que de bravas tienen lo que yo de güero… aunque ciertamente estaban ricas), y nos acompañó una chica austriaca que no está participando en el curso. Resulta que su abuela era hermana de la segunda esposa de Franz Ferdinand… o algo así.

Así que ayer me encontré en Europa con una amiga de la adolescencia, y me codeé con auténtica realeza europea.

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La Noche del Alacrán: 3

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3

Los conciertos en general habían resultado en buenas experiencias para Alejandro. En uno de ellos había perdido la virginidad, entre primer y segundo semestre, con una chava que después los dos descubrieron se llevaban mejor como cuates. O eso se seguía repitiendo Alejandro.

Ernesto estaba apuntadísimo para ir; ese viernes en la noche no tenía todavía nada planeado con Érika, y en los toquines de Ciudad Universitaria seguro alguien estaría rolando.

—¿Vamos a comer a tu casa o a la mía?— preguntó Ernesto, mientras ambos salían de la enfermería.

—A la mía güey; tengo que bañarme y arreglarme.

—¿Por?

Alejandro lo miró incrédulo.

—¿Cómo que “por”? Porque quiero ligarme a Ana.

—¿A tu agresora? ¿De verdad?

—Güey— dijo Alejandro, ligeramente hartado —sé que desde que andas con Érika ninguna mujer te parece que se le pueda comparar, pero no podrás negar que es muy bonita.

—No está mal, supongo que varios podrían decir que está guapa. Pero no creí que te gustara.

—Bueno pues; me gusta.

—La chava que por poco te rompe espectacularmente la nariz…

—Sí.

—Que te humilló jugando básquet durante casi una hora…

—Eso sólo fue porque me distraía el tenerla en frente.

—Ajá. OK, vamos a tu cantón.

—También le voy a pedir la nave a mi jefe.

—¿Para qué?

—Por si puedo darle un aventón terminando el concierto, o si hay que ir a otro lado, o qué se yo.

—¿Y si vive hasta casa de la chingada?

—Hasta casa de la chingada iré.

—Imagínate que es Neza ka…

—A Neza iré.

—Cabrón, ni sabes dónde está Neza.

—Claro que sé dónde está Neza.

—A ver, ¿dónde está Neza?

—Hasta casa de la chiganda.

Habían llegado a una de las paradas de microbuses en frente del CCH, y se formaron para tomar el que los llevaba al metro Copilco, que era su ruta habitual cuando iban a la casa de Alejandro.

—¿Te das cuenta que si vas hasta casa de la chiganda me vas a arrastrar también a mí?— preguntó Ernesto.

—Güey— le dijo Alejandro mirándolo sorprendido —si la nena quiere jalar conmigo, lo siento mucho pero te me vas a tener que desaparecer.

Ernesto lo miró indignado.

—¿Me vas a cambiar por una pinche vieja? ¿Qué hay de “bro’s before ho’s”?

—Güey, ¿ya te olvidaste de la fiesta de cumpleaños de Érika? Me debes una por esa.

Ernesto lo consideró un segundo.

—OK, te debo una por esa.

Los dos muchachos se subieron al micro.

Lo que había ocurrido durante la fiesta de cumpleaños de Érika fue lo siguiente: ella y Ernesto llevaban apenas unas semanas andando, y él quería hacer algo especial por ella, así que le pidió a Alejandro que le pidiera el carro a su papá para que la pudiera llevar a un lugar chido.

Ernesto no podía pedirle el carro a sus papás porque justo unos días antes de que él y Érika se hicieran novios le había destrozado dos llantas, y desde entonces sus papás decían que no le prestarían el carro “por un tiempo”, donde “un tiempo” podían ser unas semanas o hasta que Ernesto pudiera comprarse uno.

La cosa estuvo así: Ernesto había salido con Érika (todavía como “cuates”, aunque realmente nadie se tragaba eso, pensó Alejandro), y regresó muy contento por Periférico. Tan contento estaba él en el carril de alta velocidad, que no se dio cuenta de que su salida ya estaba a unos cuantos metros, y se le hizo muy fácil cruzar todos los carriles de Periférico para agarrarla.

De milagro no le pegó a ningún otro carro, pero tampoco pudo salirse bien a la lateral, y las dos llantas izquierdas golpearon contra el camellón, reventándose espectacularmente al hacerlo, y forzando a Ernesto a utilizar todas sus habilidades como conductor (que como puede verse, no eran muchas) para llevar al carro doblemente cojo a un lugar seguro.

Las dos llantas quedaron hechas mierda completamente, y de puro milagro no jodió los rines ni nadie salió herido. Pero a partir de ese momento sus padres, por hippies que fueran, no se sentían muy cómodos en soltarle las llaves a su hijo.

Entonces el día del cumpleaños de Érika, Ernesto la quería llevar a un restaurante más o menos elegante, pero se le ocurrió que llevarla en micro o incluso taxi no sería lo más romántico del mundo; así que le pidió a su mejor amigo que le pidiera el carro a su papá.

Alejandro no se sentía terriblemente cómodo con la idea, pero su lealtad como cuate superó a sus dudas, y le hizo el favor. A espaldas de sus papás, por supuesto; ellos también se habían enterado del accidente de las dos llantas.

El plan era el siguiente: Alejandro se inventó una fiesta con unos cuates, y le dijo a su papá que para eso necesitaba el carro. Su papá le preguntó que como a qué hora pensaba regresar, y Alejandro le dijo que como a las una o dos de la mañana; supuso que eso daba tiempo más que suficiente para que Ernesto llevara a Érika a cenar y luego a su casa sin ningún problema.

Alejandro salió de su casa, recogió a Ernesto, unas cuadras más adelante cambiaron de lugar, y Ernesto lo dejó en un centro comercial cerca de su casa, ambos pensando que Alejandro vería una película en el cine y babosearía por ahí mientras Ernesto llevaba a cabo su plan.

Que hubiera sido un buen plan, excepto que a ninguno de los dos se les ocurrió que Érika tenía su propio plan, y una idea muy clara de lo que quería de regalo por cumplir diecisiete años.

Ernesto había sugerido recoger a Érika en su casa, pero ella le dijo que antes de ir a cenar con él estaría con unas amigas, cerca de ese restaurante, y que entonces mejor pasara por ella a una calle cercana. A Ernesto se le hizo ligeramente extraño, pero era el cumpleaños de ella, así que no dijo nada.

Estaba muy guapa cuando la recogió, usando falda, cosa que nunca hacía en la Prepa 6, donde estudiaba. Él se bajó del carro, la besó y le dio su regalo y un abrazo.

—Así que Alex fue el que te prestó las ruedas— dijo Érika fijándose en el carro.

—Es una ocasión especial— dijo él, sonriendo.

Se fueron caminando al restaurante, y se pasaron las siguientes dos horas platicando y comiendo muy a gusto. Ernesto estaba seguro de que Érika había apreciado el gesto, y básicamente con eso se daba por satisfecho. Entonces ella le tomó la mano y le preguntó dulcemente si podía pedir la cuenta.

Ernesto pidió la cuenta y pagó, y después caminaron de regreso al carro de Alejandro. En el caminó miró el reloj de su celular; no habían transcurrido todavía tres horas desde que había dejado a Alejandro en el centro comercial, así que tenía tiempo de sobra para ir a dejar a Érika a su casa, pasar por Alejandro, y poder decir “misión cumplida”.

Una vez dentro del carro, Ernesto iba a encenderlo cuando Érika le puso la mano en la pierna y lo besó.

—Gracias por todo…— le dijo, mirándolo con los ojos brillantes, y esa dulzura en la voz que, a pesar de que le encantaba, lo medio sacaba de onda porque no era la forma normal de hablar de Érika.

—Fue un placer— dijo él, aprestándose a encender el carro de nuevo.

—…pero quiero algo más.

Ernesto la miró sorprendido; no era de Érika ponerse berrinchuda.

—Ajá…— dijo él lentamente.

—Mis papás creen que me voy a quedar en casa de una amiga…

—Ajá…

—Mi prima Vero me prestó las llaves de la cabañita que tienen ella y su marido en el Ajusco…

—Ajá…

—Quiero que vayamos a pasar la noche allá.

Ernesto no dijo nada. En primera porque literalmente se quedó sin habla, y en segunda porque la pequeña porción de su cerebro que todavía le corría la ardilla estaba segura de que un “ajá” más lo haría verse más idiota de lo de por sí ya debía parecer.

De repente se le prendió el foco, y dos obstáculos pragmáticos se le presentaron clarísimos. Así que mencionó el primero, porque ése lo podían solucionar antes de subir el Ajusco.

—No tengo condones…

—Yo traigo— dijo, enfática, ella.

El segundo obstáculo era que tenía poco más de una hora (minutos más, minutos menos) para regresarle el carro a Alejandro. Hay que reconocer que la lealtad de Ernesto a su amigo era enorme, porque le dedicó casi un segundo entero a pensar en el dilema.

—Vámonos— dijo encendiendo el carro.

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Trocitos de datos

  • El edificio donde estoy tiene siete pisos.
  • El metro cuesta más caro si recorres más distancia.
  • Mi piso es el nueve.
  • A todo mundo que he hablado en español, me ha contestado amable y cálidamente en español.
  • El primer piso del edificio es el tres.
  • Para saber cuánta distancia recorres en el metro, metes el boleto al entrar y al salir.
  • Todos los participantes del curso alojados en el piso nueve son mujeres. Excepto yo.
  • Sólo he estado en la Universidad y en la zona turística de Barcelona.
  • Todos los participantes hombres del curso están en el piso ocho. Excepto yo.
  • No en todas las estaciones necesitas el boleto para salir.
  • Todos los participantes del curso tienen compañero de cuarto. Excepto yo.
  • El metro cuesta diez veces más que en México, así recorras una estación.
  • A nadie le quieren cobrar una habitación doble completa. Excepto a mí.
  • La chistorra cuesta un euro. Como medio metro de chistorra.
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La Noche del Alacrán: 2

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2

Todas las veces que Alejandro acabó en la enfermería del CCH Sur fue por hacer alguna pendejada.

La primera pendejada fue un día correr por la piedra volcánica con zapatos de vestir, lo que causó un resbalón seguido de una espectacular caída que le ocasionó la primera fractura de su vida, al querer meter la mano para no romperse el hocico. No se rompió el hocico, pero sí la muñeca, que el cabrón de Ernesto se apresuró a recordarle le arruinaba la única vida sexual que tenía.

En la enfermería del CCH Sur estaban acostumbrados a las pendejadas; no sólo las de Alejandro, sino de todos los chavos que entre los quince y dieciocho o diecinueve años suelen hacer. Así que cuando Ernesto y la muchacha bonita que había invitado a Alejandro al partido de básquet (cuyo nombre era Ana) llegaron ayudándolo a caminar a la enfermería, la enfermera que regularmente atendía procedió a preguntarles que qué pendejada había hecho:

—¿Y qué tarugada hizo esta vez?

—Nada más lo taparon, ¿usté cree?— se apresuró a contestar el entretenidísimo Ernesto, que bajo circunstancias normales habría encontrado la pendejada de Alejandro muy divertida: pero que dado que ya había dado tres o cuatro toques a un churrito de mota la encontraba hilarante.

La última pendejada de Alejandro fue que miraba demasiado a Ana, en lugar de poner atención al juego. No lo podía evitar; realmente era muy bonita: no podía creer que todo mundo a su alrededor actuara de forma normal cuando él únicamente quería postrarse a sus pies y seguirla mirando. Además de eso era buenísima jugando básquet; ciertamente estaba por encima del nivel de casi todos los que estaban en la cancha. Hombres y mujeres.

Alejandro era también muy bueno… generalmente, pero ese día estaba demasiado ocupado viéndola, además de que trataba de ser casual al respecto para no parecer agresivo, descarado, o idiota. Que en retrospectiva llegaría a pensar que dos de tres no está tan mal.

Lo que había pasado es que Alejandro tenía el balón y se dirigía a la canasta, cuando Ana lo bloqueó (era casi de su misma estatura). Alejandro se acomodó y quiso lucirse con un tiro de tres puntos, pero justo cuando se agachaba para brincar, el sol se reflejó de alguna manera en los ojos de Ana, y Alejandro se pasmó porque estaba seguro de que no había visto algo tan hermoso en toda su vida.

Su cuerpo sin embargo actuó en automático y trató de saltar; sin muchas fuerzas ni muy bien que digamos, además de que hasta los brazos y las manos se le habían aflojado ante la bonita muchacha. Y ella, que no se pasmó para nada, le tapó el tiró. Y el balón se le estrelló en la cara a Alejandro. Y luego todo él se cayó de espaldas, mientras una cantidad ridídula de sangre comenzaba a brotar por su nariz.

El golpe que su cabeza dio contra el piso, encima de todo lo anterior, causó que la sangre brotando alegremente de su nariz salpicara a todos alrededor, principalmente a las piernas de Ana, que horrorizada se llevó las manos a la boca y la nariz mientras decía “¡lo siento, lo siento!”.

Ernesto se levantó de la banda rolando la mota y corrió a la cancha sinceramente preocupado; sólo que cuando vio a Alejandro (severamente apendejado por el golpe a la nariz y a la cabeza) comenzar a gemir, no pudo evitarlo y lanzó una estentórea carcajada. En su defensa, ciertamente era divertido.

Ana miró molesta a Ernesto, y se acuclilló al lado de Alejandro, que trataba inútilmente de ponerse de pie. Inútilmente porque en ese momento su cerebro no se daba cuenta de que “arriba” estaba para “arriba”, sino que creía que estaba “al lado”, y entonces sus pies sólo pateaban débilmente el aire.

—¿Estás bien?— preguntó Ana, y al ver que Alejandro estaba haciendo algo (no había forma de que descifrara que estaba tratando de ponerse en pie), añadió agarrándolo del hombro—, no te muevas.

Alejandro dejó de moverse y, no sin esfuerzos, enfocó la mirada en Ana. En ese momento cayó en cuenta del lamentable estado en el que se encontraba: todo sudado de haber estado jugando, sucio de polvo del piso que se había pegado a su piel y ropa húmeda, su pelo suelto hecho un absoluto desmadre, y además acostado en el suelo. Por suerte no se dio cuenta de que además tenía la cara bañada en sangre, y que un hilillo de la misma salía de su nariz, le daba vuelta a su boca por la mejilla y caía de su quijada para manchar alegremente su playera blanca.

Así que quiso compensar apariencia con hombría, y se puso en pie diciendo “estoy bien”… o al menos esa fue la orden que su cerebro envió a sus piernas y boca. Lo que ocurrió fue que pareció que quiso dar un brinquito acostado mientras balbuceaba algo parecido a “eshb fen”.

Incluso ese pobre intento de movimiento ejerció demasiada presión sobre su cuerpo, y no pudo seguir sosteniendo la cabeza, la cual se estrelló de nuevo contra el suelo salpicando una vez más a Ana, sólo que ahora en su también blanca playera. La muchacha hizo presión con su mano, que seguía en el hombro de él, y repitió:

—No te muevas, te digo. Te golpeaste dos veces la cabeza.

—Tres si contamos el balonazo— añadió Ernesto, que seguía desternillándose de la risa.

Ana lo volvió a mirar con una mezcla de desagrado y molestia, pero cuando regresó su mirada a Alejandro había una sincera preocupación y culpa en ella.

—Creo que deberías ir a la enfermería. Vamos, deja te ayudo.

Alejandro para ese momento estaba completamente plano sobre el suelo, de espaldas, aprovechando la situación para ver a la bonita muchacha.

—Chido— dijo él, alegrándose de, al parecer, haber recuperado la capacidad de hablar.

Una bola se había formado alrededor de su desgracia, consistente principalmente de los que habían estado jugando básquet con él (y que parecían molestos de que perdían a dos jugadores), y de los roladores de mota, que siguiendo el ejemplo de Ernesto se morían de la risa de la situación.

Entre Ana y Ernesto (que eran los más cercanos) ayudaron a Alejandro a levantarse y lo ayudaron a caminar a la enfermería. Sobre planito caminaba sin ningún problema, pero por alguna razón subir o bajar escalones presentaban una ligera dificultad. Y en el CCH Sur no se pueden dar tres pasos sin encontrar una escalera.

Además Alejandro se dio cuenta de que cada vez que trastabilleaba un poco, Ana ponía su delicada mano sobre su pecho y lo ayudaba, así que también exageraba un poquito. Fue así que llegaron a la enfermería, donde comprobaron que no tenía rota la nariz, y básicamente le pusieron algodones en los orificios nasales, además de limpiarle la cara.

Alejandro alcanzó a verse reflejado en el cristal de un dispensario, y al verse con los algodoncitos fuera de sus narices, pensó que más pérdida de estilo era ligeramente imposible.

Ana seguía ahí, a pesar de que hacía ya rato habían confirmado que fuera de un ligero dolor de cabeza Alejandro estaría bien; Ernesto había recibido una llamada en su celular (por el tono Alejandro supo que era Érika), y estaba afuera atendiéndola.

—De verdad lo siento—repitió Ana por enésima ocasión, lánzandole una mirada de preocupación con unos ojos que Alejandro encontraba criminalmente bonitos.

—No te preocupes; lo que más me duele es el orgullo.

Era verdad; hacía años que no lo tapaban, y mucho menos de forma tan humillantemente espectacular.

—No es necesario que te quedes— agregó Alejandro, que lo único que quería es que se quedará. Ahí. Con él. Toda la vida, ¿por favor? — La doña ya dijo que no me va a pasar nada, mi cuate Ernesto está aquí, y entiendo si tienes que hacer otras cosas. Como ir y humillar a otros jugadores de básquet, por ejemplo.

La muchacha sonrió, y bajó la mirada. Parecía estar pensando algo.

—Me pongo muy agresiva a veces cuando juego— dijo al fin.

—¡No!, ¿en serio?

Los dos se rieron. A Alejandro le dolió la cabeza, y además uno de los algodoncitos, sangriento y (horrorizado se dio cuenta) con un moco pegado, cayó al suelo. Quiso recogerlo, pero se resbaló de la camilla donde estaba, y (por segunda vez en el día) fue a dar al suelo. Al menos el algodoncito moquiento quedó tapado por su cuerpo.

—¿Estás seguro de sentirte bien?— alcanzó a oír a Ana.

—Perfecto—, dijo él recogiéndo el algodoncito sin que ella viera. Se puso de nuevo de pie, y se sentó en la camilla.

Ana lo miró a los ojos. Alejandro sintió claramente cómo se le hacía un hueco en el estómago, pero le sostuvo la mirada, e incluso logró sonreír.

—Gracias por la preocupación— dijo.

Ana se pasó la mochila al frente (la había llevado en la espalda desde que la recogió de abajo de una de los tableros de la cancha de básquet), y sacó su celular para ver la hora. Eran casi las cuatro.

—Tengo que irme…— le dijo, mirándolo de una forma que él estaba seguro era apenada.

—Está bien —dijo él, tratando de que la desilusión no se le notara en la voz.

—…pero quiero compensarte.

Alejandro pensó rápidamente que justo así comenzaban varias películas porno que había visto, y ciertamente varias fantasías suyas.

—¿Vas a hacer algo en la noche? —preguntó ella.

—No— se apresuró a decir él —, justo mi cuate y yo íbamos a las canchas a ver si algo se armaba.

—Hay un toquín en las islas, atrás de la Torre de Rectoría. ¿Quieres ir? Te invito una chela y así te compensó el golpe.

—Chido; perfecto. ¿A qué hora es?

—A las ocho; ¿cuál es tu celular?

Alejandro tomó su mochila, que Ernesto había llevado y dejado al pie de la camilla, y sacó su celular. En un momento los dos muchachos tenían cada quien el número del otro.

—Bueno— dijo ella dándole una alegre sonrisa —, tengo que irme porque quedé de comer con mis papás. ¿Me llamas cuando llegues a las islas?

—Claro.

Ana se inclinó y le dio un rápido beso en la mejilla, y Alejandro se preguntó cómo era posible que alguien que había estado jugando básquet bajo el sol casi una hora pudiera oler tan bien. Y le hizo tomar dolorosa conciencia de su propio olor.

—Bye— dijo ella echándose la mochila al hombro y encaminándose a la puerta.

—Bye— dijo Alejandro.

Se quedó sentado en la camilla unos minutos, mirando el número del celular de ella guardado en el suyo.

—¿Donde está tu agresora?— preguntó Ernesto, que regresaba de haber platicado con su novia.

—Mi agresora me invitó a un concierto esta noche— contestó Alejandro, sonriendo de oreja a oreja, y mostrando el número de ella en su celular.

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Tres vuelos y cuatro aeropuertos después…

Por supuesto no fueron catorce horas de viaje. Mi primer vuelo salió razonablemente a tiempo (a las 9:30 PM en lugar de las 9:00 PM), pero conforme fue transcurriendo el tiempo fue siendo cada vez más obvio que no había manera de que llegara el avión a tiempo a Frankfurt para hacer mi conexión a Barcelona. La gente de Lufthansa dijo que se encargaría de hacer el arreglo (el otro vuelo era de ellos también), entonces no me preocupé.

¿Las diez horas volando sobre el Atlántico? Aburridas. Sobre todo porque me tocó mero en medio, entre una chava que se negó a platicar conmigo, y una señora que sólo hablaba alemán (“¡chinga tu madre, chinga tu madre!”, me parecía entender todo el tiempo).

Pasaron Nights in Rodanthe, que yo no había visto, y me distrajo al menos un rato.

Llegamos a Frankfurt a las 15:30; quince minutos después de que saliera mi vuelo original, así que me hicieron el cambio para volar a Münich, y de ahí ya volar a Barcelona. Los alemanes me cayeron muy bien; cuando hablan en inglés se les nota lo cálido (aunque en alemán yo todo el tiempo noto el tonito de “¡chinga tu madre, chinga tu madre!”), y sin caer en clichés pero son súper eficientes. Me explicaron amablemente qué tenía que hacer, dónde tenía que ir, y todo lo demás.

Así que me subí a otro avión (como cinco veces más chico que el que me llevó a Frankfurt), que arrancó, tomó velocidad, despegó… y casi inmediatamente después descendió en Münich. Si el viaje duró veinte minutos, fue mucho.

Ya de ahí fui a tomar otro avión que me llevó a Barcelona. Así que terminé tomando tres vuelos y tocando cuatro aeropuertos: nueve de cada diez doctores no recomiendan eso. De la puerta de mi casa a la puerta de mi cuarto de hotel fueron veintitrés horas y media. Y nunca pude conectarme a Internet en los aeropuertos alemanes: ninguno de los servicios de Internet disponibles aceptaba mi clave de Prodigy, y como nunca pude conseguir un enchufe eléctrico no tenía suficiente poder como para crackear un Access Point.

En Barcelona tomé un autobús a la Plaça Catalunya, y de ahí tomé un tren que es sospechosamente similar al metro (pero diez veces más caro) que me dejó a más o menos un kilómetro de la Villa Universitaria.

Está haciendo frío, pero es todavía del tipo que sí he llegado a sentir en la Ciudad de México. Cuando un poli me fue a abrir la habitación (mi llave no aparece, por alguna razón), le pregunté que qué temperatura hacía, y me dijo “Zero gradoz”.

Tuve que contenerme para decirle: “ni frío, ni calor”.

Todavía no desempaco, y dudo hacerlo ahorita; quiero dormir.

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A volar de nuevo

Estoy en la sala de espera a punto de subir al avión que me llevará a Frankfurt, donde conectaré con otro avión que me llevará a Barcelona. Serán catorce horas aproximadamente, me dicen, y yo quiero creerles. Me gustaría creer que serán menos, pero qué le vamos a hacer.

Estoy en general rodeado de alemanes, que por más que mi cuate Omar diga tienen varios de los sonidos vocales más suvecitos que existan, a mí me parece que se están mentando la madre entre ellos todo el tiempo. Es muy desconcertante, especialmente porque lo hacen con miradas alegres y sonrisas en sus caras. Dos chavas guapísimas, sonrientes, los ojos brillantes, y de sus bocas salen sonidos que por el tono yo interpretaría como “¡chinga tu madre, chinga tu madre!”

Como sea, mi avión sale en veinte minutos y tengo abordar. Espero poder conectarme antes de que transcurran veinticuatro horas, pero no sé si pueda. Llevo un libro, varias novelas en mi N800 (espero que le dure la batería), rescaté mi viejo iPod Shuffle para escuchar música (no quiero gastar innecesariamente la batería de mi celular), y espero pasar las próximas catorce horas de forma razonablemente cómoda.

La próxima vez que aquí escriba, será del otro lado del charco. A menos que mi vuelo se caiga; pero además de que es bastante improbable, si tal cosa ocurre espero que sea tan rápido que no tenga tiempo ni de darme cuenta.

Es hora de cruzar el Atlántico.

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Las Pica Hut

Como no voy a estar tres meses en mi departamento, dejé de comprar comida hace unas semanas. Eso, aunado a que encontré un Pizza Hut que entrega hasta mi casa, a hecho que últimamente haya pedido pizzas ahí (en general no me gusta Domino’s).

Ahora, siempre que pido una pizza, les hago notar que por favor me cambien los sobrecitos de catsup (¿quién carajos le pone catsup a las pizzas?) por unos de salsa Pica Hut. Las veces que han fallado en hacerlo, no le doy propina al pizzerito; sé que no es culpa de él, pero de alguna manera debo hacer notar que no hicieron lo que les pedí.

Yo creo que la situación llegó a niveles de hartazgo para ellos, porque ayer que pedí una pizza, me dieron además esto:

Las Pica Hut

Las Pica Hut

Ahora espero que los sobrecitos no expiren en tres meses, porque yo me voy mañana.

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