La Noche del Alacrán: 18

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

18

Mayra y Elena se quedaron donde estaban, la segunda esperando con una sonrisa.

—Te ves muy segura— le dijo Mayra.

—Lo estoy.

—¿Qué vas a hacer?

—Sólo tengo que hablar unos minutos con Alejandro.

—¿Enfrente de su nueva novia?

—Ya veré cómo hacerle para tenerlo para mí sola unos momentos.

—¿Y qué le vas a decir?

—Lo necesario.

Mayra lo consideró un segundo sonriendo, pero decidió no seguir preguntando al respecto.

—¿Entonces me vas a dejar para que lidie yo solita con los dos hermanos?— preguntó en su lugar.

—Bueno— le dijo Elena riendo —, Enrique sonaba como que quería hacerle al fiel.

—Me puedo conformar con Juan; a estas alturas la verdad me cogería lo que fuera.

—¿Yo incluida?

—No, lo siento; necesito un pene. Aunque dos no me vendrían mal.

Las dos muchachas se rieron.

No lejos de ahí, Érika y Ernesto llegaron a donde Alejandro seguía besándose con Ana. Nada más vio que Alejandro lo había notado, Ernesto le dio las llaves; no sabía qué era lo que iba a ocurrir cuando Elena hiciera su desmadrito, pero no quería que ocurriera cuando él todavía tuviera las llaves de su amigo.

—¿Cómo es que tardaron tan poquito?— preguntó Alejandro extrañado.

—No había tráfico— dijo Ernesto. Técnicamente además era verdad.

Sólo que Alejandro no escuchó su respuesta; estaba volteando a varios lados, y se veía preocupado.

—¿Qué pasa?— preguntó Ana.

—¿Dónde está el carro?— le preguntó Alejandro a Ernesto, y en cuanto se lo señaló y Alejandro lo encontró con la mirada, comenzó a caminar rápido hacia él.

—Síganme; nos vamos— dijo Alejandro, tenso.

—¿Por qué?— preguntó Érika.

—No veo la camioneta del OjoCaido— dijo Alejandro.

—¿Y?— preguntó Ernesto.

—Significa que viene la policía, y si más gente se da cuenta esto se va a convertir en una estampida.

Ernesto iba a decir algo, cuando se escuchó un grito a la distancia “¡ahí viene la tira!” Como si hubieran gritado “¡arranquen!”, comenzó una estampida de chavos hacia los carros, y otros sencillamente lejos del lote baldío. Por suerte Alejandro y los demás habían llegado al carro al momento del grito, y pudieron entrar antes de que la gente comenzara a correr por todos lados.

Los siguientes minutos fueron una tortura para Alejandro, que movía el carro con el mayor cuidado posible, evitando a la banda alebrestada y a los otros carros; cada diez metros veían dos carros que habían chocado al intentar salir. De puro milagro Alejandro consiguió sacar el carro del lote, y en cuanto vio que tenía la calle libre aceleró todo lo que pudo. Todavía escucharon el ruido de sirenas; pero ya estaban lejos en ese momento.

Dentro del carro, Érika le susurró a Ernesto:

—¿Qué hay de Elena?

—Esperemos que haya salido de ahí; ahorita ya no hay nada que podamos hacer.

Elena y Mayra oyeron el grito de advertencia de que venía la policía, y Elena se pasmó unos segundos, sin saber qué hacer. Mayra la tomó de la mano e hizo que corrieran hacia la entrada del lote, junto con una multitud de chavos y chavas que iban a pie o habían dejado su carro fuera.

Las dos muchachas iban corriendo, cuando alguien les tocó el claxón; cuando voltearon vieron que eran Juan y Enrique, que habían sido de los primeros en notar que el OjoCaido había levantado el changarro, y ya estaban fuera al momento del grito de advertencia. Las muchachas entraron corriendo al carro, y Enrique aceleró tratando de evitar a los muchachos que corrían por todas direcciones.

Cuando el latir de su corazón se hubo calmado un poco, Elena sacó su celular y le preguntó a Mayra:

—¿Tienes el número de Érika?

—Sí, ¿para qué?

—Necesito localizar a Alejandro para ir a hablar con él.

Mayra sacó su celular y rápidamente le pasó el número de Érika. Justo en ese momento, Érika le dijo a Ernesto:

—Le voy a llamar a Elena; pásame su número.

Las dos muchachas se marcaron al mismo tiempo y, previsiblemente, ambas recibieron el tono de número ocupado.

—Suena ocupado— le dijo Érika a Ernesto y Elena a Mayra.

—Trata de nuevo— le dijo Ernesto a Érika y Mayra a Elena.

Las dos muchachas se volvieron a marcar al mismo tiempo, con el mismo resultado.

—A lo mejor está tratando de llamarte— dijo Ernesto.

—Tal vez te está marcando ella— dijo Mayra.

Las dos muchachas dejaron sus celulares en paz. A los dos minutos Elena y Érika dijeron:

—Voy a intentar de nuevo.

Una vez más recibieron el tono de ocupado. Elena tiró su celular al lado y se llevó las manos a los ojos.

—Necesito localizar a Alejandro.

—¿No puedes esperar a mañana?— preguntó Mayra.

—No puedo arriesgarme; si siguen juntos Ana y él durante más tiempo, es posible que cojan, y entonces las posibilidades de que lo que tengo que decirle haga efecto disminuyen considerablemente. Además de que no quiero que se acueste con ella, obviamente.

En el carro de Alejandro, Érika también había dejado de intentar marcar.

—¿A poco no estuvo divertido?— preguntó Ana a todos los ocupantes del vehículo, una enorme sonrisa en su cara.

—Si alguna vez nos invitas a algo que consideres emocionante— dijo Ernesto —, me voy a asegurar de poner la mayor posible distancia entre nosotros.

—¿Tienen hambre?— dijo Alejandro, cambiando el tema —. Yo me muero de hambre. ¿Por qué no vamos a los tacos de Periférico que siempre vamos?

Ernesto y Érika se miraron.

—OK— dijo Ernesto, y su novia se apresuró a mandarle un mensaje de celular a Elena diciéndolo a dónde iban.

En el carro de Enrique, Juan volteó a ver a Mayra y Elena.

—¿Qué onda chavas, quieren seguírsela con nostros en nuestra casa?

Justo en ese momento el celular de Elena comenzó a hacer ruido; ella lo tomó y leyó el mensaje de Érika.

—Están en los tacos de Periférico— le dijo a Mayra, y luego miró a Juan que todavía las veía, y a Enrique por el retrovisor —. Chavos; sé que se han portado bien lindos, pero tengo un favor más que pedirles.

—¿Qué pasó?— preguntó Enrique.

—Necesito que me den un aventón a unos tacos que están cerca de Periférico e Insurgentes. Y que me esperen ahí unos minutos, y después me lleven a la Torre de Rectoría.

Enrique y Juan se miraron.

—¿Vas a ver a tu pendejo?— preguntó Enrique.

—Sí.

—¿Y después para qué vas a ir a Rectoría?

—A esperar.

—¿Qué?

—Que mi pendejo decida que quiere estar conmigo en lugar de la Loba.

—¿Y crees que hacer eso es algo inteligente?

—Será la primera cosa inteligente que haga en toda la noche— dijo Elena, decidida.

—OK— dijo Enrique después de pensarlo un par de segundos.

—¡Gracias!— dijo Elena —, en agradecimiento voy a convencer a Mayra de que les pague por mí en cuerpomático.

—¡Oye!— le reclamó riendo Mayra.

—¿No que querías dos penes?— le preguntó susurrando Elena, divertida.

—Pues sí, pero ten más decoro.

—¿Cómo llego a esos tacos?— preguntó Enrique.

Elena le explicó el camino. Mientras tanto, Alejandro y Ana comían tacos alegremente, mientras Ernesto y Érika, que habían pedido de nuevo dos tacos cada uno, los miraban en silencio. Empezaban a sentirse cansados, y cada uno comenzaba a pensar que ya querían estar solos y coger, y dejar de andar presenciando los dramas de otros güeyes.

El teléfono de Érika sonó, y lo contestó.

—¿Bueno?

—Qué onda, soy Elena; acabo de llegar a los tacos.

—Ajá.

—¿Le podrías pedir a tu novio que le diga a Alejandro que tiene que hablar con él a solas, y que lo lleve atrás de los puestos?

—¿Para?

—Sólo para que la Loba no vea que hablo con él.

—Sale.

Érika colgó y Alejandro le preguntó que quién había sido.

—Mis papás— mintió Érika, sin mucho entusiasmo; después le dijo a Ernesto susurrando lo que Elena le había pedido. Ernesto suspiró.

—Alejandro— dijo —, ¿puedo hablar contigo un segundo a solas?

En el coche de Enrique Elena terminó de hablar con Érika y le dijo a los demás pasajeros:

—No me tardo nada; espérenme aquí.

La muchacha se bajó del carro y se dirigió a la parte detrás de los puestos de tacos. Mientras tanto Ernesto había llevado ahí a un extrañado Alejandro, siguiendo las instrucciones de Elena.

—¿Qué pasó?— preguntó Alejandro, algo preocupado.

—Mira ka… sólo quiero dejar claro que yo intenté evitar que esto ocurriera, pero la verdad ni sé qué tan deseable eso sería. Así que sólo te voy a decir suerte.

—¿Perdón?

—Mira atrás de ti.

Alejandro se dio la media vuelta, y se encontró con Elena parada frente a él, muy guapa con su sonrisa y el extraño brillo que salía de sus ojos.

—Hola mi rey— le dijo, sin dejar de sonreír.

Cuando Ernesto y Érika se la llevaban del Alacrán, con la intención de irla a dejar a su casa, Elena recordó una vez que ella había llamado a Alejandro y le había preguntado si sus papás iban a estar en la tarde en su casa. Él le dijo que no, y ella le avisó (no le preguntó su opinión al respecto) que le caía ahí algo más tarde.

Ella llegó y cogieron, de forma particularmente rica, y después se quedaron desnudos en la cama de él, abrazados, platicando de la escuela, de sus familias, de lo que les había pasado en los días que no habían hablado. Riendo la mayor parte del tiempo.

Elena entonces se acodó y lo miró como ella solía mirarlo, como si pudiera leer en sus ojos aspectos de su vida que él mismo no conocía o entendía, y sonriendo le dio un beso tierno en la boca.

—Ya me voy antes de que tus papás lleguen y tenga que salir por la ventana— le dijo.

—Quédate— dijo él.

—¿Cómo me voy a quedar?— preguntó ella riendo —; tus papás ya no deben de tardar.

—Te los presento. Les digo que eres mi novia.

Elena sonrió, pero su mirada se entristeció sutilmente.

—No me quieres de novia, mi rey.

Elena se levantó de la cama y comenzó a vestirse con calma. Tenía algo de ganas de llorar; una parte suya le gritaba que se quedara, que se hiciera novia de él, que esta vez no sería como las otras, que podría controlarse y evitar lastimarlo, que esta vez no iba a perder a su mejor amigo. Pero la parte racional de su cerebro ganó la batalla, y le dijo que no, que con otros había sido doloroso perderlos; pero que no podría soportar perderlo a él.

—Te equivocas— le dijo Alejandro —; sí te quiero de novia.

—Rey…

—¿Tengo algo mal? ¿Qué es lo que tengo que te impide estar conmigo? Dime qué tengo que hacer para que…

Elena le puso tres dedos de su mano en la boca y lo cayó. Le dio un beso.

—Ya me voy, ¿sí? Te llamo luego.

Elena salió de ahí, comenzando a llorar en cuanto bajaba las escaleras de la casa, y no dejó de hacerlo hasta que se logró dormir en la noche. Tres días después conoció al que sería su novio hasta unos días antes de la Noche del Alacrán; pero Alejandro no se entería hasta casi dos meses después, porque no volvieron a hablar en todo ese tiempo.

Le caía muy bien el muchacho que se la ligó de forma básicamente accidental, y ella se esforzó hasta lo imposible por ahora sí tener una relación que funcionara y que fuera sana. Y al mismo tiempo Alejandro pareció entender que ella sólo quería ser su amiga, y todo fue miel sobre hojuelas. Exceptuando el bizarro incidente cuando Alejandro se puso moto, y después nunca más recordó lo que le había dicho ese día en Cuiculco. Pero exceptuando ese raro episodio, todo estuvo bien entre ella, su novio y Alejandro.

Hasta la ocasión en que ella estalló (como siempre lo hacía), y su confundido novio le había dicho que mejor hasta ahí llegaban. Sin ni siquiera pensarlo Elena llamó a Alejandro, sin saber que ese día Ernesto había raptado el coche de su papá.

Tenía muchísimas ganas de estar con él; de platicar con él; de cogérselo. Y para su sorpresa Alejandro resultó demasiado noble como para incluso hacer eso. Una vez que Alejandro se fue, Elena le llamó a su novio y le rogó que volvieran, que lo sentía, que no volvería a pasar, que había sido cosa de una vez. Que la aceptara de nuevo, por favor, porque si no ella se lanzaría a los brazos de Alejandro y entonces eventualmente lo perdería.

Bueno, eso no se lo dijo; pero lo pensó.

Unas semanas antes de la Noche del Alacrán Elena llegó al punto al que siempre llegaba cuando sus novios le sobrevivían la primera o segunda explosión histérica; se aburrió. Trató de esforzarse por estar bien con él, trató de compensar el tedio con sexo, trató de verlo menos seguido para apreciarlo más…

Y nada funcionó; el guapo muchacho con el que antes había logrado conseguir un equilibro emocional ahora sencillamente la aburría. Tal vez incluso así hubiera podido seguir andando con él; pero cuando nada más pudo pensar en Alejandro cuando ella y su novio cogían, decidió que no era justo para él, y lo terminó de forma implacable: sin discusiones, sin ultimátums. Ahí terminaban y punto.

Estuvo a punto de llamarle a Alejandro, pero se contuvo. Si no él otra vez querría andar con ella; estaba segura. Y ella no podía permitirse eso, porque eventualmente causaría que lo perdiera. Para siempre.

Todo eso Elena lo recordó en unos segundos mientras Érika y Ernesto la llevaban a su casa en el coche de Alejandro, y en ese instante algo ocurrió en su cerebro; especialmente al recordar el incidente en Cuiculco. Ahí supo lo que tenía que decirle a Alejandro si quería al menos una esperanza de que él quisiera volver a andar con ella. Y también entendió lo que él tenía que hacer, si estaba dispuesto, para aplacar todos los miedos que ella siempre había tenido, y por los que se había negado a andar con él. Y ahí también decidió que estaría en manos de él decidir si seguir con la Loba o no; ella no haría nada para arruinarle esa relación si él no la escogía a ella.

Pero la iba a escoger a ella, estaba segura. Estaba tan segura, de hecho, que todo cayó en su lugar en ese momento; supo qué tenía que hacer, y cómo tenía que hacerlo. Y lo hubiera hecho en el Alacrán, si no fuera por la estampida que se dio cuando avisaron que llegaba la tira; y es lo que se propuso hacer cuando Alejandro volteó a mirarla y ella le dijo:

—Hola mi rey.

Alejandro se quedó sin habla durante varios segundos. No sólo porque él creía que Elena se encontraba ya segura en su casa, sino porque se veía guapísima; más guapa de lo que él recordaba haberla visto. Y en comparación con cómo la había visto cuando la puso en su carro en el Alacrán, despampanante.

—¿No estabas en tu casa?— preguntó al fin.

—No; eso fue un ingenioso engaño que hicimos entre Ernesto, Érika y yo. Pero yo casi les hice mano de cochino para que aceptaran participar en él; no te enojes con ellos si esto al final sale mal…

—¿“Esto”?

—No me interrumpas, porque lo que voy a decirte es importante. En la casa del Cacotas la chava en el baño que andaba mal era yo; no sé quién hayas creído tú que era.

—¿No era Mayra?

—No, no era Mayra; y no me interrumpas. Y además eres un pendejo por cómo trataste a esa chava; te perdiste de una persona que es maravillosa…

—Pero…

—Que no me interrumpas. En la casa del Cacotas estaba mal porque tomé mucho y fumé mucha mota…

—A ti no te gusta la mota…

—Que no me interrumpas. Quería ponerme peda. O mota. O ambas.

—¿Por qué?

—No me interrumpas, te digo. Porque te había visto con Ana, y hasta nada más con dos dedos de frente es fácil ver que es una chava increíble; bonita, simpática, inteligente, y además que le gustas y quiere estar contigo.

—¿Y por eso te pusiste mal?

—No, tarado; me puse mal porque me puse celosa. Y no me interrumpas.

Alejandro recordó cómo Elena se había puesto celosa también de Mayra, y supuso que sería algo del estilo. Como si adivinara lo que pensaba, Elena añadió:

—Esto no es como cuando me puse celosa de Mayra. Cierto, me pondré celosa toda la vida de cualquier chava con la que andes; pero Angélica y Mayra realmente no eran amenazas. Con Mayra me puse todavía más celosa porque te complacía en algo que siento es “de mi propiedad”; el sexo. Porque yo te desvirgué. Pero realmente a ninguna de ellas las veía como amenazas.

—¿Amenazas?

—Que no me interrumpas, chingao. Quiero andar contigo; siempre he querido andar contigo, pero siempre me ha ganado el miedo de hacer la misma bola de pendejadas que siempre hago con mis novios, y lastimarte de tal forma que tú ya nunca más quieras saber de mí…

—Pero si has tenido sólo como tres novios, y el que tuviste en secundaria no puede contar; eran niños…

—No me interrumpas, carajo. Racional o no, tengo un miedo horrible de perderte; de que ya no quieres verme, o hablarme. Y en menor medida de que no quieras coger ya conmigo.

Elena dio un pequeño paso, acercándose a Alejandro.

—Sé que esto es increíblemente injusto, que me de cuenta de que estoy dispuesta a tragarme todos esos miedos y andar contigo, cuando tú acabas de encontrar alguien que realmente te gusta, pero creo que necesitaba sentirme realmente amenazada para notarlo. Eso y tronar con mi novio; terminamos hace unos días.

—¿Qué…?

—Pues, carajo, ¿qué parte de “no interrumpas” no entiendes?

Elena dio otro pasito, quedando ya muy cerca de Alejandro. Como era más chaparrita que él, lo tenía que ver alzando bastante la cabeza.

—También sería bastante idiota de tu parte que dejaras a la Loba y anduvieras conmigo, tomando en cuenta que ella es mucho más bonita que yo, más simpática, y definitivamente menos lorenza. En particular menos lorenza; cualquier gente racional te diría que te mantuvieras alejado de mí.

Alejandro había abierto la boca, pero no pudo decir nada… lo cual fue bueno, porque Elena sólo lo hubiera vuelto a callar.

—Pero es lo que te voy a pedir— dijo ella —; que la dejes y andes conmigo. Y no te voy a rogar, ni a gritar, ni a dar ninguna razón lógica de por qué deberías hacerlo… en gran medida porque no existe ninguna razón lógica de por qué debieras hacerlo. Así que sólo te voy a decir algo, y te voy a dar tiempo para que lo pienses. Después de que te diga lo que realmente te vine aquí a decir, voy a ir a la parada del PumaBús en la Torre de Rectoría, y voy a esperarte ahí. Si para cuando salga el sol no has llegado entenderé que la elegiste a ella, y estará bien. Seguiré siendo tu amiga, si estás de acuerdo; lo que más me importa es no perderte. Y la Loba ni siquiera tendrá que enterarse de todo esto, si tú no deseas decírselo (que te aconsejaría no hacerlo, por cierto). Pero si antes de salir el sol te decides, contra toda lógica y razón, por andar conmigo, te estaré esperando ahí. ¿Entiendes?

—¿Qué es lo que veniste aquí a decirme?

—¿Entiendes lo que te dije?

—Sí; ¿qué es lo que veniste aquí a decirme?

—A ver, ¿dónde voy a estar?

—En la parada del PumaBús de la Torre de Rectoría; ¿qué es lo que veniste aquí a decirme?

—¿Y hasta qué hora te voy a esperar?

—Hasta que salga el sol; ¿qué es lo que veniste aquí a decirme?

Elena se puso de puntitas y le pasó los brazos alrededor del cuello.

—Solamente que te amo.

Y lo besó. Y no fue para nada como los besos fraternales que solía darle; fue un beso húmedo, largo y sensual en el que ella hizo todo lo que pudo por transmitirle exactamente lo que sentía por él. No sólo la atracción física y la química sexual: fueron las largas conversaciones; el comprender cómo pensaba y cómo se sentía, a veces incluso antes de que él mismo lo supiera; el sentido del humor y los gustos comunes… todo. Elena puso todo lo que su relación con Alejandro significaba para ella en ese beso. Y luego lo soltó.

—Y el beso además es para que el último que me dieras no fuera justo después de que hubiera vomitado— dijo sonriendo, los ojos aún más brillantes.

Y se fue, camino del carro de Enrique, al cual se subió comenzando a sentir un hueco en el estómago, de terror de que Alejandro no la eligiera a ella. Pero se tranquilizó a sí misma diciendo: “va a llegar, no te preocupes”.

—¿Todo bien?— preguntó Mayra, mientras Enrique encendía el carro.

—Vamos a ver— dijo Elena —; ahora sólo tengo que esperar.

—¿En la Torre de Rectoría?— preguntó Enrique —, ¿de madrugada?

—Está iluminado y siempre andan dando rondines las patrullitas de la UNAM; voy a estar bien.

—Es una locura— dijo Enrique meneando la cabeza.

—Viejo— dijo Elena, toda sonrisa —; ¿aún no te das cuenta de que estoy loca?

Alejandro se quedó dos minutos completitos donde Elena lo había dejado. Como un absoluto pendejo.

Cuando por fin se movió, fue en automático; se reunió de nuevo con Ana, Ernesto y Érika, y terminó sus tacos. Ernesto le había dicho a Ana que Alejandro se había quedado a orinar en la calle; no era el mejor de los pretextos, pero ya estaba hasta la madre de andarse inventando historias.

—¿Estás bien?— le preguntó Ana a Alejandro —. Te ves raro.

—Estoy bien— mintió Alejandro —; sólo me dio el cansancio de pronto.

—Ya ahorita me dejas en mi casa y te vas a dormir, ¿va?

Y la muchacha lo besó; toda ella bonita, toda ella simpática, toda ella dulce y cariñosa. Sus cualidades eran tantas y tan obvias… y sin duda alguna también carecía de los defectos más profundos de Elena; el comportamiento errático, los estallidos histéricos (que aunque en general no se los había lanzado a él sí le había tocado presenciar uno que otro), el drama con todo, que lloraba porque volaba la mosca…

Y sin embargo…

—Sí— dijo Alejandro —, deja pago y nos vamos, ¿no?

Ernesto y Érika presenciaban todo, ligeramente interesados, pero más que nada medio hartos y cansados. Tan cansados, que Ernesto ya ni siquiera quería coger; sólo quería dormir. Entrepiernado con su novia, eso sí.

Alejandro pagó los tacos y le dijo a todos:

—Vámonos.

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