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La Noche del Alacrán: 16

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico [1].

16

Cuando Elena y los otros tres chavos que la acompañaban habían llegado al Alacrán, Enrique y Juan se ofrecieron a comprar chela y mota, y fueron a la camioneta del OjoCaido dejando solas a las chavas.

—Perdón por lo del beso— le dijo Mayra —, pero me pareció que sería divertido y no me pude resistir.

—No te preocupes. Y sí tenías razón; fue muy divertido.

Las muchachas se quedaron calladas un segundo que fue ligeramente incómodo. Pero entonces Elena no se pudo resistir y le preguntó a Mayra:

—¿Lo has hecho alguna vez con una chava?

—¿Que? ¿Coger?

—Sí.

—No. De hecho eres la primera chava que beso.

—Tú también.

—Pero sí me dan ganas.

—¿De verdad? ¿Te gustan las mujeres?

—No… bueno, no me dan asco. Pero no, prefiero a los hombres. Cien por ciento.

—¿Entonces?

—No conozco a ninguno que no se vuelva loco con la idea de hacerlo con dos chavas al mismo tiempo o de ver a dos chavas haciéndolo. Y no sé, creo que sería muy chido ofrecerle con gusto eso a alguien con quien quieres estar.

—Nunca lo había pensado así.

—Además creo que sería divertido. Me gustó besarte.

—A mí también.

Un nuevo silencio ligeramente incómodo se asentó entre ellas.

—Cuenta conmigo— se sorprendió a sí misma diciendo Elena.

—¿Perdón?

—Sí; si encuentras a alguien con quien quieras estar, y deciden tener un trío, y yo no ando con nadie en ese momento y tu güey me parece aceptablemente atractivo, cuenta conmigo para que sea yo con la que tengan el trío.

—¿De verdad?

—Tengo el corazón rompido, he fumado mucha mota y he tomado mucho alcohol; pero sí, de verdad. Me gusta cómo lo planteaste, y creo que estoy de acuerdo. Y así ya no tendrías que estar buscando otra reina para tu güey si le quieres ofrecer un trío.

—Guau. Gracias.

—De nada.

—Tú también cuenta conmigo.

Elena dio una risa amarga y los ojos se le humedecieron.

—Gracias; pero no creo encontrar a nadie en mucho tiempo— dijo.

—¿No se llama Érika la novia de tu pendejo?

Elena bajó la mirada; Mayra se había estado portando chida y había confiado en ella, y no era justo que le siguiera mintiendo.

—Te mentí en el carro— le dijo mirándola.

—¿Cómo?

—Mi pendejo es tu pendejo; es Alejandro. Hoy se consiguió novia (la chava que lo invitó al concierto), y me di cuenta de que quiero estar con él, y por eso me fui a poner pedísima y pachequísima en casa del Cacotas, pero Alejandro llegó a la casa. Salí de ahí queriendo irme a donde fuera, y me encontré con ustedes; cuando descubrí que eras la ex novia de Alejandro no quise que las cosas se pusieran incómodas y por eso le cambié el nombre a Ernesto. Todo lo demás que dije es verdad… lo siento.

Mayra se quedó callada un segundo, y se llevó la palma a su frente.

—¡Pero qué pendeja soy; si tú eres Elena, la mejor amiga de Alejandro! Érika me platicó de ti varias veces.

—Perdón— repitió Elena, de verdad esperando que la perdonara, porque le estaba cayendo muy bien la muchacha.

—No te preocupes; probablemente yo hubiera hecho una pendejada del estilo.

—Gracias.

Mayra frunció el ceño un poquito.

—¿Alejandro se refirió a mí como su “novia” en algún momento?— preguntó.

Elena hizo un gesto de incomodidad. Había dicho “ex novia” por educación.

—No— dijo, decidiendo ser honesta.

—Me imaginaba— dijo Mayra, y un tenue aire de tristeza ensombreció su cara —. Pero sí te platicó de mí, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

Elena bajó de nuevo la mirada, pensando. Decidió que, dado que nada que le hubiera dicho Alejandro a ella no se lo dijo después a Mayra, no estaba traicionando su confianza. Sin embargo, sí le estaba cayendo bien la muchacha, y no quería que se sintiera lastimada.

—Si te digo igual y no te gusta— le advirtió.

—Dime.

—La primera vez me platicó que le sacaba mucho de onda que (así lo veía él) sólo lo utilizaras como objeto sexual, y no sabía si seguir viéndote para coger.

—¿Tú que le dijiste?

—Que no hiciera una tormenta en un vaso de agua y siguiera cogiendo contigo; parecía que los dos lo disfrutaban y, por lo que Alejandro me contó, también me pareció que las reglas estaban claras.

—¿No estabas enamorada ya de él?

Elena suspiró.

—Sí me puse celosa; Alejandro fue muy enfático en que te lo cogías muy rico. Pero andaba con mi ahora ex güey, y supongo que creí que eran celos fraternales.

—¿Pero tú y él sí se han acostado, no? Érika me contó— añadió cuando Elena la miró sorprendida.

—Sí; bueno, supongo que nunca fue secreto. Sí, nos acostábamos.

—¿Y contigo Alejandro sí quería ser tu novio, no como conmigo?

—¿Quieres hacerme llorar de nuevo?

—No; sólo no entiendo. Yo me moría de ganas porque Alejandro quisiera hablar conmigo y contarme sus problemas, pero creo que nunca le gusté como alguien en quien podía confiar. Y creo que de las cosas que yo hablaba le parecían pendejadas; ciertamente muchas veces me sentí como pendeja junto a él.

—¿Por qué?

—Porque sabe de un montón de cosas, y es muy listo. Cuando salimos las primeras veces me platicaba de cosas que yo en mi vida había oído hablar; pero yo no quería oír de tales obras o de tales conciertos. Quería oír de él. Entonces traté de hablarle de las cosas que a mí me gustan, esperando que él me hablara de las cosas que a él le gustan; pero pude ver que le parecían pendejadas. Así que lo seduje; me gustaba… me gusta mucho, y quería ver si dándole tiempo y mostrándole que lo quería comenzaba a abrirse conmigo.

—¿Y tu forma de “mostrarle que lo querías” era cogiéndotelo?

—Bueno; sí. ¿Que mejor forma hay de decirle a alguien que lo quieres que haciéndole el amor?

Elena abrió la boca, pero la cerró al darse cuenta de que estaba, al menos parcialmente, de acuerdo.

—Además— añadió Mayra —, tampoco es que fuera sólo por él. Me encanta coger.

—Sí— dijo Elena suspirando —, a mí también.

Se quedaron calladas unos momentos.

—En su defensa— dijo Elena —, cuando hablaba de tales obras o de tales conciertos no estaba de mamón, ni queriéndote apantallar. Te estaba diciendo las cosas que le gustan.

—Ah— dijo Mayra —. Nunca pensé eso. Le gustan muchas cosas.

—Sí.

Se quedaron calladas de nuevo.

—¿Es cierto que no te gusta ver las películas subtituladas?— preguntó Elena.

Mayra sonrió tristemente.

—Soy disléxica.

—¡¿Qué?!

—Me cuesta mucho trabajo leer; toda mi vida ha sido una tortura porque tengo que leer con mucha calma y cuidados los libros de la escuela. Y novelas y esas cosas sólo puedo disfrutarlas en audiolibros.

—¿Por qué no se lo dijiste?— preguntó, escandalizada, Elena.

—Me dio pena.

—Entonces cuando le dijiste que no habías entendido la película…

—Era porque no la había entendido; no podía leer los subtítulos. Y era una comedia romántica; Alejandro ha de haber creído que era una pendeja.

Elena estaba sin habla.

—Después de eso estudié inglés con un profesor especial, que me enseñó a hablarlo y escucharlo sin necesidad de aprenderlo escrito o leído. Ya puedo ver películas en inglés.

—Y por lo mismo veías casi nada más televisión nacional.

—Sí; telenovelas. Desde chiquita me gustan; como me cuesta mucho leer siempre he visto mucha tele.

—Alejandro es un pendejo.

—Gracias.

—“Gracias” ni madre; tú también eres una pendeja: debiste decirle que eres disléxica.

—Sí. De todas formas no creo que le hubiera gustado para novia.

Elena lo pensó un rato.

—Tal vez no. Y no te lo digo para lastimarte; sólo estoy tratando de ser honesta. Pero tendría una impresión de ti completamente distinta.

Se volvieron a quedar calladas.

—Elena.

—Quihubo.

—Tú también eres una pendeja.

Elena comenzó a llorar. No fue algo dramático, como había sido toda la noche; las lágrimas sólo comenzaron a rodar por sus mejillas, sin llanto o moqueos. Sólo lágrimas que comenzaron a gotear de su barbilla a su pecho, sin que pareciera que hubiera nada en el mundo que pudiera detenerlas.

Mayra la abrazó.

—¡Soy una pendeja!— volvió a decir Elena, iniciando el drama de nuevo.

—Tú todavía tienes una oportunidad— le dijo tiernamente Mayra —; siempre le has gustado, siempre ha querido andar contigo. ¿Qué va a tener en comparación una chava que apenas conoció hoy?

—¡Es imposiblemente bonita! ¡Y simpática!

—Mi reina— le dijo Mayra levantándole la mejilla y mirándola a los ojos —, tú también eres imposiblemente bonita. Y simpática.

Elena comenzó a reír, al mismo tiempo que lloraba.

—¿Van a besarse de nuevo?— preguntó Juan emocionado al regresar con su hermano y la chela y la mota, y verlas abrazadas.

—Dame esa caguama— dijo Elena limpiándose los ojos y extendiéndole la mano a Juan— y a lo mejor tienen suerte en la noche.

Los cuatro estuvieron chupando y fumando un rato, pasándosela bien, hasta que Mayra averiguó dónde estaban los “baños” (por decirles de alguna manera), y fue para allá. Elena seguía platicando con Juan y Enrique cuando Alejandro tocó su hombro.

—¿Y qué andas haciendo por aquí tú?— le preguntó.

Elena lo miró y se quedó sin habla. Y entonces, sin advertencia de ningún tipo, vomitó de forma espectacular la cerveza que había estado tomando. Alejandro apenas pudo evitar el chorro de vómito.

—¿Estás bien?— le preguntó alarmado a Elena.

—Juan, Enrique— dijo Elena todavía doblada —, este es mi cuate Alejandro.

—Mucho gusto— dijeron los hermanos.

—Qué onda— dijo Alejandro, sin apartar la vista de Elena —. ¿Qué te pasa? ¿Y cómo viniste a parar aquí?

Elena no quería mirarlo a los ojos; sabía que se veía de la chingada, y recién vomitada seguramente se vería peor. Qué pérdida de estilo. Así que aprovechó que se había doblado para vomitar para permanecer en esa posición. Además de que sentía como si hubiera ratas corriendo en su estómago.

—¿Te duele la panza?— preguntó Alejandro.

—Sí; pero sólo necesito agua para lavarme la cara y enjuagarme la boca.

—¿Dónde están los baños?— le preguntó Alejandro a Elena, pero Enrique le contestó:

—Están por allá; pero es sólo pasto para que la gente pueda orinar. Hay una llave de agua no muy lejos.

—Gracias— dijo Alejandro, y tomando a Elena del brazo le dijo —; vente, vamos a que te laves.

El cerebro de Elena estaba trabajando furiosamente. Sin saber qué hacer, le preguntó a Alejandro justo sobre lo que no tenía la menor gana de oír nada:

—¿Cómo te fue con la Loba?

—Me alegra informarte que ya tengo novia.

—Felicidades— le dijo Elena, con el tono de voz que alguien usaría en un funeral. Seguía un poco encorvada, y dejaba que su pelo le tapara la cara.

—¿Cómo acabaste aquí?— le preguntó Alejandro —; Ernesto, Érika, Ana y yo llegamos aquí de puro rebote en el carro de mi papá…

Laaaaaarga historia. Pero conocí a Mayra.

—¿De verdad?

—Sí; eres un pendejo.

—¿Perdón?

—Luego te platico bien; pero eres un pendejo.

—Si tú lo dices… pero sí, tenemos que juntarnos a platicar pronto. Estoy muy contento; esta chava es maravillosa, y conforme más platico con ella más me gusta. Quiere ser doctora.

Elena hizo un sonido gutural. No sabía si los calambres que sentía en el estómago eran porque para esa altura debía estar más allá de lo vacío, o sí era dolor de oír a Alejandro contarle de su nueva y perfecta novia.

—Además— continuó Alejandro, completamente ignorante del sufrimiento de su amiga —, me hizo un comentario que logró calmarme respecto a la elección de carrera.

—Alejandro— le dijo Elena medio harta de oírlo balbucear acerca de su felicidad con otra chava que no era ella —, has estado haciendo, para variar, una tormenta en un vaso de agua con lo de la carrera porque sabes que casi en cualquier cosa que elijas podrás sobresalir, porque eso haces: sobresales. Entonces crees que es difícil escoger carrera, por todas las opciones. Eso no es cierto, y tú lo sabes: vas a ir a la Facultad de Ciencias a estudiar Física, y lo único que te preocupa realmente es exactamente de qué vas a trabajar cuando termines. Pero sabes que para eso naciste; aunque seas absurdamente bueno en casi cualquier otra cosa, y te gusten áreas humanísticas como la historia y la filosofía, lo cierto es que naciste para ser físico.

Alejandro se detuvo. Aún mientras Elena hablaba, Alejandro se dio cuenta de que, una vez más, lo hacía como si lo conociera mejor que él mismo. En cuanto Elena dijo “Física”, Alejandro supo que la siguiente semana era la carrera que eligiría en las ventanillas.

—¿Por qué no me habías dicho nada al respecto?— preguntó Alejandro, con un ligero tono de reproche en la voz. La cuestión lo había estado angustiando durante meses, ¿y ella no le había dicho nada?

Elena se detuvo unos pasos más adelante y, todavía agarrándose la panza con las dos manos, lo miró por primera vez desde que había vomitado.

—Porque era evidente que no querías hablar del tema. Lo cual no me extraña; te encanta hacer drama con tu vida.

—La elección de carreras es la siguiente semana…

—Ya lo sé; pero ibas a elegir Física te dijera yo algo o no.

—¿Cómo podías saberlo? ¿Cómo puedes saberlo?

—Porque no eres un pendejo… en este tipo de cosas al menos. Al contrario, eres desesperantemente inteligente. Y además porque tengo fe en ti.

Los ojos de Elena se llenaron de pronto con lágrimas. La panza le estaba doliendo de forma espantosa, pero supo que no era por ello que lloraba.

—Podré no tener fe en Dios, pero tengo fe en ti— dijo con la voz entrecortada. Se acuclilló en el piso y comenzó a llorar de nuevo.

—¿Qué tienes?— preguntó Alejandro pasándole un brazo por los hombros.

—Me siento muy mal— le dijo Elena sin dejar de llorar.

—Vamos; deja nada más voy por Ana y te llevamos a tu casa.

—¡No!… digo, no; es tu primera noche con ella. Disfrútala; sólo llámame un taxi, por favor. O diles a Ernesto y Érika que me den un aventón con tu carro; van a aceptar.

Alejandro sacó su celular y le llamó a Ernesto; un par de minutos después entre los tres (incluyendo a Érika) ayudaban a Elena a entrar al carro del primero, en el asiento trasero. Ernesto y Érika habían tenido el buen sentido de decirle a Ana que esperara donde estaba a que regresara Alejandro. Para el momento en que la metían al carro, Elena había dejado de llorar.

Antes de que Alejandro cerrara la puerta, Elena tomó su solapa y lo acercó hacia ella.

—¿Te acuerdas que te dije que un día ibas a encontrar una chava que te haría darte cuenta de que, exceptuando que te desvirgué, yo no tengo nada de especial?— le preguntó.

—Sí— dijo Alejandro.

—Creo que es Ana— le dijo Elena sonriendo, las lágrimas volviendo a salir de sus ojos. Alejandro le regresó la sonrisa.

—Gracias— le dijo —; pero eres la chava más especial que conozco.

Y le dio un beso en la boca como los que ella acostumbraba darle a él; muy suave, casi fraternal. Después cerró la puerta, y Ernesto y Érika se la llevaron.

En cuanto estuvieron fuera del lote donde estaba el Alacrán, Elena empezó a llorar de nuevo, a grito pelado.

—¡Soy una pendeja!— gritaba, una vez más, a los pobres de Ernesto y Érika, que ya se habían resignado a que así sería todo el viaje de regreso —. ¡Y además, el último beso que me va a dar en la vida fue justo después de que vomité! ¡Y ni siquiera me pude enjuagar la boca!

Después de un par de minutos se quedó callada, y Ernesto supuso que se había quedado dormida. Eso fue hasta que Elena preguntó, con una voz impresionantemente firme:

—¿A dónde vamos?

—A tu casa.

—No.

—¿Perdón?— preguntó Ernesto mirándola por el espejo retrovisor; se sorpendió al ver cómo brillaban sus ojos.

—Necesito comer; mi estómago está completamente vacío. También tengo que tomar agua. Mucha agua.

—Haces eso cuando te dejemos en tu casa.

—No puedo llegar así a mi casa; mis papás me matan. Hay unos tacos en Periférico; ya sabes cuáles, viejo, hemos ido antes. Vamos ahí, por favor. Además, aunque mis papás no me mataran, no puedo regresar a mi casa todavía.

—¿Por qué?— preguntó Érika, alarmada por la decisión que se oía en la voz de Elena.

—Porque tengo que regresar al Alacrán. Tengo que bajarle a Alejandro a esa pinche vieja advenediza.