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La Noche del Alacrán: 15

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico [1].

15

Érika bajó del segundo piso de la casa, y se acercó a Ernesto que la esperaba al pie de la escalera.

—Nada— le dijo —; es como si se la hubiera tragado la tierra.

—No te preocupes— le dijo Ernesto —; ha de haberse ido porque quería estar sola.

—Me preocupa; estaba de la chingada.

—Hiciste todo lo que pudiste.

Érika lo abrazó.

—Me da pena— le dijo, y volteó a ver a Alejandro y Ana, que seguían en su sillón pero que participaban en la plática con varios amigos de la última —; y enterarse así de que su amor se acaba de hacer novio de una chava tan linda.

—¿Tú cómo sabías que estaba enamorada de Alejandro?

—Ay mi vida; te explicaría, pero es que sencillamente todos los hombres son unos pendejos.

—¿Yo incluido?

—Tú más, mi vida; pero yo te quiero así— y le dio un beso mientras los dos reían. Ernesto frunció el ceño.

—Pero ella es la pendeja, ¿no? Digo, Alejandro la perreó un ratotote, y ella se hizo siempre la inalcanzable.

—Pues sí, pero es que Alex no entendió cómo debía hacerle. ¿No te digo que todos son unos pendejos?

En ese momento Alejandro se les acercó, habiéndose separado de Ana y sus amigos.

—Oigan— les dijo —, nosotros dos y varios amigos de Ana nos vamos a lanzar a un lugar que le dicen el Alacrán. ¿Quieren venir?

Ernesto y Érika se miraron.

—Como tú quieras— le dijo Érika a su novio.

—¿Y por qué nos invitas?— preguntó Ernesto —. Creí que si Ana jalaba contigo nos ibas a mandar al carajo.

—Si fuéramos solos sí los mandaba al carajo, pero va a ir más gente, y conozco a pocos. Prefiero que vayan ustedes también. Además así después no la tengo que hacer de chofer con desconocidos.

Ernesto y Érika se volvieron a mirar, como si estuvieran discutiendo telepáticamente. Alejandro frunció el ceño.

—Oigan— les dijo —; me deben de la vez de tu cumpleaños, Érika.

—OK— dijo Ernesto.

—Sale— dijo Érika.

—Chido; dejen voy por Ana y nos vamos a mi carro.

Unos minutos después los cuatro salían de la casa rumbo al carro de Alejandro; se había puesto de acuerdo con uno de los cuates de Ana que traía carro en seguirlo.

—¿Qué fue de tu amiga la que se sentía mal?— le preguntó Ana a Érika.

—Tomó un taxi para su casa— le mintió tranquilamente Érika.

—Ah. Se oía mal.

—Sí; pero no te preocupes, ya debe estar en su casa descansando.

Y Erika volteó a ver a Ernesto, que alzó los hombros en un gesto que decía que ellos ya no podían hacer nada. Los cuatro muchachos se subieron al carro.

—¿Qué es el Alacrán?— le preguntó Érika a Ana.

—Es un lugar bien chido— dijo sonriente Ana —; es un lote baldío cerca de Ciudad Universitaria donde un viejito hace años comenzó a vender chelas ilegalmente a los estudiantes, y se junta un buen de banda y ponen el sonido de los carros. Lo único malo es que de vez en cuando cae la tira, así que estén listos para correr de ser necesario.

—Eso suena divertido— dijo Ernesto, con un tono ligeramente sarcástico.

—También vende mota el viejito— añadió Ana.

—Cabrón— dijo Ernesto —, acelérale.

Alejandro arrancó el carro y comenzó a seguir al amigo de Ana.

—¿Desde cuándo son novios?— la muchacha les preguntó a Érika y Ernesto.

—Como año y medio— dijo el último.

—Órale. ¿También eres del CCH Sur, Érika?

—No, yo soy de la Prepa seis.

—Ah; ¿y cómo se conocieron?

—En un concierto cuando estábamos en cuarto.

—¿Semestre?— preguntó extrañada Ana.

—No, perdón; en el primer año del bachillerato— corrigió Érika.

—¿Por qué le dijiste cuarto?

—Así le decimos en las prepas; cuarto, quinto y sexto año.

—Órale; no sabía.

Alejandro sonrió, alegrándose de que al parecer Ana se llevaba bien con sus amigos. Un relámpago de su memoria le hizo recordar cuando Érika y Ernesto habían conocido a Elena.

Fue de hecho antes de que fueran novios, aunque ya se veía que eso era lo que iba a pasar. Y Alejandro estaba tratando todavía de ligarse a Elena, que salía con él siempre y cuando fuera “como amigos”.

Habían ido a una obra de teatro en el CUC, y después fueron al Paseo de la Salmonela a comer algo. Elena y Érika de inmediato se habían caído bien, y comenzaron a chismear de un montón de pendejadas. Se la habían pasado muy padre, y ya cuando se hizo de noche todavía se fueron a Coyoacán a tomar helados.

Después Alejandro acompañó a Elena durante varias estaciones del metro, y un par de estaciones antes de que ella tuviera que bajarse, él la besó. Elena lo miró con los ojos brillantes, y le preguntó si quería ir a su casa; él sabía que eso significaba ir a coger.

Sus hormonas se exaltaron, pero él las contuvo y le dijo:

—No sólo quiero coger contigo.

—Puedes coger con cuantas viejas quieras, mi rey— le dijo ella sonriendo.

—No, mensa; quiero decir que quiero ser algo más que tu consolador humano.

—No lo tomes a mal, pero en ese caso tengo unos eléctricos mucho más efectivos.

Alejandro soltó un gemido de hartazgo.

—No es cierto— dijo riendo Elena —; coges muy rico.

—Quiero más— dijo Alejandro, serio.

—¿Qué más puedes querer?

—Quiero salir contigo, quiero platicar contigo…

—Ya hacemos eso…

—Quiero que me presentes con tus cuates como tu novio, quiero que conozcas a mi mamá…

Lo último le pareció tan ridículo a él mismo que se ruborizó, pero se mantuvo firme.

—Quiero saber que voy a ser con el único que coges. Y que no va a llegar un pendejo de repente con el que vas a querer coger exclusivamente, que no sea yo.

Elena se puso de puntitas y lo besó tiernamente en los labios, tocando suavemente su mejilla con su mano.

—No quieres eso…— comenzó a decir.

—¡Deja de decirme qué es lo que quiero o no quiero!

Varias personas en el vagón voltearon a verlos. Habían llegado a la estación donde Elena se bajaba, y cuando las puertas se abrieron ella, con un movimiento simple y lleno de gracia descendió del metro y se despidió con la mano, dejando a un incrédulo Alejandro con la palabra en la boca.

Las puertas se cerraron y el convoy comenzó a avanzar y Alejandro vio cómo Elena se quedaba en el andén agitando la mano, con una mirada muy triste en el rostro.

—¿Y por qué le llaman el Alacrán?— le preguntó Érika a Ana, que seguían platicando mientras Alejandro se perdía en sus recuerdos.

—Porque está lleno de alacranes el lote baldío.

—No, definitivamente suena divertido— dijo Ernesto.

—Se pone chido— dijo Ana, y de forma natural y espontánea puso su mano sobre la de Alejandro en la palanca de velocidades, y le acarició la muñeca mientras le decía a él en particular —, van a ver que les va a gustar.

Alejandro hizo un esfuerzo y sacó de su mente todo pensamiento de Elena. No le estaba gustando que su recuerdo le saltara cada cinco minutos; le había costado el aceptar que ella sólo quería que fueran amigos. Era algo ya superado.

Creía.

Un poco más adelante de ellos, en el carro al que se había trepado sin pensarlo, Elena había escuchado una explicación más o menos similar de lo que era el Alacrán. Le parecía que ya había oído del lugar, pero nunca había ido.

—Por cierto— dijo el conductor —, ¿cómo te llamas?

—Elena— dijo ella.

—Yo soy Enrique, y éste es mi hermano Juan— dijo el conductor señalando al copiloto —. Y ella es Mayra.

Mayra le sonrió a Elena, y le dijo:

—Mucho gusto.

Elena la miró suspicazmente. Trató de recordar las descripciones que Alejandro le había hecho de su “novia” con la que nada más cogía; pero entonces recordó que en general no lo había dejado describirla, porque se ponía celosa.

La muchacha a su lado era guapa, muy guapa; pero además estaba muy bien arreglada. Durante un lapsus estuvo a punto de preguntarle que le enseñara sus calzones, a ver si llevaba tanga. Luego consideró que, tal vez, eso no sería tan buena idea.

—¿Y se puede saber por qué te trepaste a un carro con tres desconocidos que podríamos resultar ser asesinos seriales?— preguntó Enrique.

—Estoy huyendo de un pendejo— dijo Elena, que no le vio mucho sentido a ocultar sus motivos. Además, si los decía de forma suficientemente exagerada, los chavos tal vez creerían que bromeaba.

—¿Tú también?— preguntó, impresionado, Juan.

—¿Tú huyes de algún pendejo?— preguntó Elena.

—No; yo no. Pero Mayra sí; tú eres la segunda chava que se sube a nuestro carro huyendo de alguien, sólo que Mayra se trepó en Ciudad Universitaria, a dónde habíamos ido mi hermano y yo a un concierto.

—¿De verdad?— le preguntó Elena a Mayra.

—Sí.

—¿Se puede saber cómo se llama tu pendejo?

Mayra consideró un segundo la pregunta; debió decidir que no tenía caso ocultarlo, porque le contestó:

—Alejandro.

“Vámonos a la chingada”, pensó Elena, llegando a la conclusión de que qué pequeña era la pequeña burguesía.

—¿Y el tuyo?— preguntó Mayra.

—Ernesto— contestó Elena inventando sin tener tiempo para escoger otro nombre.

—Mmmh— murmuró, pensativa, Mayra.

—¿Qué?

—Que el mejor amigo de mi pendejo se llama Ernesto. Su novia es mi mejor amiga.

—¿Tu mejor amiga es la novia de tu pendejo?

—No; la novia del mejor amigo de mi pendejo es mi pendeja. Digo, mi mejor amiga.

Los cuatro chavos dentro del carro se rieron. Elena pensó que, bizarra como fuera la situación, se la estaba pasando sorprendentemente bien.

—¿Y del concierto se lanzaron a la fiesta del Cacotas?— preguntó Elena.

—Sí— dijo Juan —, es cuate mío. De hecho fuimos de los primeros en llegar, pero ya nos estábamos aburriendo y a mi hermano se le ocurrió que fuéramos al Alacrán; Mayra estuvo de acuerdo en venir también. Y entonces tú apareciste.

—¿Tu pendejo estaba en la fiesta?— preguntó Mayra.

—Sí— contestó Elena, pensando que lo peor que podía pasar es que Mayra creyera que Ernesto tenía una admiradora secreta —, y llegó con su novia.

—Chale, qué mala onda.

—Sí. ¿El tuyo llegó al concierto con su novia?

—No; mi amiga me dijo que iba a ir al concierto, y yo pensé en verlo y ver si algo se armaba.

—¿Y luego?

—Pues que me dijo que iba al concierto porque lo había invitado otra chava.

—Chale, qué mala onda.

—Sí.

Las dos chavas se sonrieron, solidarizándose una con otra; Elena se sintió algo mal de no estar siendo completamente honesta, pero las cosas se podían poner medio incómodas si Mayra se enteraba que ella sabía de todo el chisme (o casi todo) entre ella y Alejandro.

—Así que están de suerte chavos— dijo de repente Mayra dirigiéndose a los dos hermanos que iban al frente —; si se portan bien, igual y cada uno sale con reina esta noche.

Elena la miró entre escandalizada y divertida, y Mayra le guiñó el ojo. Los hermanos se rieron.

—Yo no puedo— dijo sonriendo Enrique, que parecía era el mayor —; tengo novia.

—Pero no se preocupen— dijo Juan volteando a mirarlas, sonriendo —; yo puedo con las dos.

—¿De verdad?— preguntó Mayra, comenzando a acariciarle la pierna a Elena para que Juan la viera.

El instinto desmadroso de Elena tomó control y, no queriendo quedarse atrás, abrazó a Mayra.

—Sí, ¿seguro que puedes?— le preguntó a Juan.

Las dos muchachas se miraron sonriendo; sus caras estaban peligrosamente cerca. Entonces, y sin que Elena hubiera podido ni siquiera imaginarse que podía ocurrir, Mayra la besó en la boca. La sensación fue sorprendentemente agradable; no lo más rico que hubiera sentido en la vida, ni de lejos, pero agradable en cierta manera.

“Chale” pensó Elena mientras besaba por primera vez en su vida a una mujer en la boca, “Alejandro tenía razón; esta reina es bien caliente.”

Juan las miraba con la boca abierta; Enrique también lo hacía por el retrovisor, las cejas levantadas.

—¿Seguro que te importa tener novia?— preguntó Mayra cuando terminó de besar a Elena, pero sin dejar de abrazarla y acariciarla.

—Chale— dijo Enrique.

Sin que nadie en ambos carros supiera, Alejandro, Ana, Ernesto y Érika estaban a menos de un kilómetro de distancia en el carro del primero, siguiendo al cuate de Ana que se dirigía también al Alacrán. La nueva novia de Alejandro les comentaba a sus amigos que quería estudiar medicina y especializarse en cirugía, pero cuando le preguntaron que por qué ella sólo les dijo que desde chiquita eso había querido.

—Lo entiendo— dijo Ernesto —; yo he sabido que quiero estudiar Arquitectura desde que agarré mis primeros lápices de colores.

—¿De verdad?— preguntó Ana.

—Sí; quiero hacer edificios.

—Dibuja muy bonito— dijo Érika orgullosa, y le dio un beso.

—¿Y tú?— le preguntó Ana.

—Yo voy a biología.

—Tienes cara.

—¿Sí?

—Sí; las biólogas son muy guapas.

—Gracias.

Alejandro sonrió; no sabía si Ana estaba siendo sincera o sólo trataba de ganarse a Érika, pero le gustó que dijera eso.

En el carro donde iba Elena mientras tanto había llegado al Alacrán, y lo estacionaron donde mejor les pareció; no había estacionamiento “oficial” (obviamente), pero sí era costumbre que si alguien llevaba un buen sonido en su nave, entonces dejaba el carro más o menos al centro del lote y ponía la estéreo a todo volumen, para mejorar (o empeorar, dependiendo del escucha) el ambiente del lugar. Los que no tenían sonido, o no querían “mejorar” el ambiente, lo dejaban más al fondo. Ahí lo dejó Enrique, y se bajaron para tratar de comprar unas chelas.

Poco después llegó Alejandro, siguiendo al cuate de Ana, y estacionó su carro donde le pareció quedaba bien. Los cuatro muchachos se bajaron del carro.

—¿Qué va a querer cada quién?— preguntó Alejandro.

—Yo una chela— dijo Érika.

—Yo un churro— dijo Ernesto.

—Yo te acompaño— dijo Ana.

Ana le guió el camino a una camioneta grande cerca de la entrada, donde un señor ya algo grande le vendía cervezas en caguamas y mota a los chavos, a un precio sorprendentemente no muy caro. Alejandro se acercó para pedir una caguama y un porro, cuando reconoció al señor.

—¿Maestro?— preguntó incrédulo.

El OjoCaido, su profesor de filosofía, levantó la mirada (uno de sus ojos, pues, caído), y le sonrió a Alejandro.

—Alejandro— le dijo con calma —, me sorprendía que nunca te hubiera visto por aquí antes. Comenzaba a creer que eras medio ñoño. ¿Qué vas a querer?

—Eh… una caguama y un churro… por favor.

El maestro le dio lo que pedía y le dijo el precio, que Alejandro pagó. Estaba sacadísimo de onda; no podía creer que su maestro de filosofía se dedicara los viernes en la noche a vender ilegalmente cerveza y mota. Sí había oído que era pachequísimo, pero nunca que regenteara un lugar como el Alacrán.

—¿Qué pasa, muchacho?— preguntó el OjoCaido cuando Alejandro se quedó donde estaba.

—Sólo… sólo no entiendo qué hace usted aquí vendiendo chelas y mota.

El señor le sonrió.

—Había un lugar de este estilo cuando yo estudié en la Prepa 6, hace ya varios años. Duró mucho tiempo más después de que salí de la prepa, e incluso continuó mientras yo estudiaba mi carrera y siguió también cuando entré a dar clases en el CCH. Hasta que un día desapareció; ni siquiera fue que cayera la policía o nada por el estilo: sencillamente el lote donde estaba ese otro lugar un día apareció cerrado, y después comenzaron a construir sobre él. Yo ya no iba, claro; me lo dijeron mis estudiantes. Pero justo por ese tiempo yo heredé este lote, y nunca se me ocurrió qué hacer con él. Y recordaba con mucha nostalgia las noches que pasé en el Cuervo (así se llamaba el otro lugar), siendo chavo y haciendo las estupideces que tienen que hacer todos los chavos a esa edad, así que decidí continuar la tradición. Y después vi que además de ser muy divertido, no dejaba mal dinero, así que aquí sigo. Ahora vete y déjame trabajar.

—Sí, profesor— dijo Alejandro, todavía sorprendido.

—Sólo dos cosas, Alejandro.

—¿Dígame?

—La primera; jamás digas nada de esto en el CCH, por obvias razones.

—Sí, claro.

—La segunda; si veniste en tu carro, ten listas las llaves del mismo, porque si llega la tira hay que correr. Generalmente yo me entero diez o quince minutos antes que lleguen, y soy el primero en salir (tengo que hacerme el sorprendido de que otra vez se hayan metido truhanes a hacer desmanes en mi lote). Así que si de repente no ves esta camioneta, sal de aquí en cuanto puedas.

—Sí; gracias.

Alejandro y Ana regresaron con la cerveza y la mota; ella había oído toda la conversación, y estaba entre escandalizada y botada de la risa.

—¿El OjoCaido es tu profesor?

—Sí; de filosofía. Chale.

—No tenía idea de que diera clases en el CCH.

Regresaron con sus cuates y Alejandro le dio el churro a Ernesto y la caguama a Érika.

—¿Qué?— dijo ella —; ¿se supone que me chupe todo esto yo solita?

—Yo te ayudo— le dijo sonriendo Ana.

Alejandro abrió la botella con las llaves de su carro, y las muchachas comenzaron a tomar directamente de ella. Ernesto mientras tanto prendía su porro con toda la calma del mundo. Cuando lo tuvo encendido, y sabiendo cómo era Alejandro al respecto, ni siquiera le ofreció, pero sí a las muchachas.

Al poco rato las dos parejas estaban conversando alegremente, y Alejandro notó que los otros tres comenzaban a mostrar ya obviamente que estaban chupando y fumando mota. Él mientras tanto se sentía cómodo y a gusto.

En algún momento volteó a mirar a su alrededor, y entonces le dijo a Ana que volvía en un ratito; la muchacha estaba metidísima en un chisme que le contaba Érika, y además supuso que iría al baño, así que le dio un beso y le dijo “ajá”, y volvió a escuchar a la otra chava.

Alejandro recorrió unos cuantos metros y le tocó el hombro a Elena.

—¿Y qué andas haciendo por aquí tú?— le preguntó a su amiga.

Elena volteó a verlo con los ojos pelados como platos, y perdió el uso de la palabra.