La Noche del Alacrán: 7

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

7

Camino al metro Zapata, para recoger a Érika, Alejandro y Ernesto se rieron de lo que acababa de pasar con el cactus.

—Hay que darle una medalla a tu cactus.

—Sí güey; tomó una por el equipo.

—Ei; y después de todo lo que había sobrevivido.

—¡Oye!, yo creo que se va a poner bien. No creo que algo de fuego lo haya matado.

—¿Tú crees?

—No tengo ni puta idea, pero eso espero. Mañana le llamo a Elena y le pregunto qué tengo que hacer para que se componga.

Porque el cactus era regalo de Elena. Más o menos así había ocurrido: poco después de que Alejandro terminara con Angélica, Elena y él volvieron a frecuentarse más o menos seguido. Se habían alejado un poco después de que ella consiguiera su novio, y todavía más cuando Alejandro comenzó a salir con Angélica.

Un día Elena le pidió que la acompañara al mercado de flores de Xochimilco, y Alejandro fue porque no tenía nada mejor que hacer. Estuvieron baboseando un ratote, viendo flores, macetas y plantas en general, mientras Elena al parecer buscaba algo. Alejandro no decía nada porque estaban platicando muy chido, pero después de cerca de dos horas comenzó a desesperarse.

—¿Qué estás buscando, a todo esto?— preguntó por fin.

—Unas flores.

—Mmmh. ¿De qué tipo?

—Básicamente del tipo que más te gusten.

—¿A mí?

—Sí, a ti. ¿Si no para qué crees que te traje?

—Ah. No sé; esperaba que por el placer de mi compañía.

Elena lo miró con ternura.

—Esa la puedo tener por teléfono. Necesito tu opinión como hombre.

Y ciertamente todo ese tiempo había estado preguntándole qué le parecían tales o cuáles flores, lo que a él básicamente había estado contestando con “están chidas” casi todas las veces.

—¿Y se puede saber para que necesitas la opinión de un hombre?

—No; no la opinión de un hombre; tu opinión como hombre.

—Bueno, ¿se puede saber para qué necesitas mi opinión como hombre?

—Para elegir unas flores; ¿no pones atención?

Alejandro suspiró. Elena solía hacer cosas como esa.

—Quiero decir: ¿para qué necesitas las flores?

—Ah. Para mi novio.

Habían estado caminando, viendo los puestos con distintas flores. Alejandro se detuvo en seco.

—¿Perdón?

—Sí; pasado mañana es su cumpleaños, y platicando con él hace unos meses, después de que me regaló un ramo muy chido de flores, me confesó que nunca le habían regalado a él flores. Y pensé que sería chido, ¿no? Digo, no tiene por qué ser exclusivo de los chavos el dar flores.

Alejandro estaba de acuerdo; pero no era por eso que se había detenido. Una combinación de celos, despecho y simple furia se habían apoderado de él. Una cosa era el aceptar que Elena no quisiera andar con él, o que él de verdad pudiera estar feliz por ella y su novio. Pero era algo completamente distinto que lo usara a él para elegir el regalo de su novio.

Hasta ese momento Elena notó que Alejandro se había detenido. Se dio la vuelta buscándolo.

—¿Qué tienes rey?— dijo al ver cómo la estaba mirando.

—Elena; vete a la chingada.

Alejandro dio media vuelta y se fue, dejando a Elena sola y perpleja en el mercado de flores de Xochimilco. Él se fue derechito a su casa, donde se encerró en su cuarto a escuchar música deprimente con las luces apagadas.

No estaba muy seguro de porqué lo afectaba tanto. Sí creía tener cierto derecho a sentirse molesto, pero no tardó en reconocer que había hecho un berrinche como no hacía desde que tenía diez años y sus papás no le habían querido comprar cierto juguete un día de reyes.

Siguiendo con la autoflagelación no cenó, diciéndole a su mamá que no tenía hambre. Y la verdad no tenía; para ese momento se sentía mal de haber dejado a Elena ahí sola, haciéndole mega berrinche.

Cerca de las once de la noche oyó un golpe contra su ventana, y cuando corrió la cortina para ver qué era descubrió ahí a Elena, trepada al árbol que crecía en el patio trasero de su casa y al que una de sus ramas casi casi llegaba a su ventana.

Durante la época donde Elena lo utilizaba como consolador humano habían ido varias veces a casa de él a coger, y rápidamente ella aprendió a salir huyendo de su recámara por el árbol cuando sus papás llegaban intempestivamente. Al parecer también había aprendido el camino contrario.

—¿Qué haces ahí?— preguntó él abriendo la ventana —. Pásate.

—¿Ya se te quitó el síndrome premenstrual?— preguntó ella, mirándolo suspicazmente desde su rama, sin moverse.

Alejandro suspiró.

—Sí. Lo siento. Pásate.

Elena entró a su recámara.

—Mmmh— mumuró mirando el cuarto, dejando su mochila en el piso —. Hacía un rato que no estaba aquí.

—Sí— dijo Alejandro, y antes de que él mismo pudiera detenerse añadió— desde que encontraste alguien con quien coger y al que quieres como novio.

Nada más acabó de decir eso se arrepintió de haberlo hecho. Se avergonzó de lo despechado que había sonado.

—Lo siento— repitió, poniendo las palmas de sus manos en sus ojos y apretándolos hasta que vio estrellitas. Suspiró y la miró —. Sólo es que estoy celoso de que tú nunca me darás flores.

Elena lo miró con esa intensidad que al parecer sólo ella podía tener para él.

—Quiero a mi novio— le dijo —. Lo quiero muchísimo, de hecho, y sí, sólo a él le doy flores. Pero lo cierto es que tengo dieciséis años, y lo más seguro es que, tarde que temprano, me voy a aburrir de él, lo voy a lastimar horrible, y no va a querer volver a hablarme el resto de su vida.

Alejandro la miró impresionado. Ella lo dijo con una calma increíble, pero a la vez como si estuviera tan segura de ello como que al otro día saldría el sol.

—La diferencia entre tú y mi novio— continuó Elena —… y de hecho entre tú y un montón de güeyes en este mundo, es que contigo me he asegurado de no hacer nada que pueda causar que te pierda para siempre. Y la primera de esas cosas es no andar contigo.

Le tocó la mejilla dulcemente.

—No te has dado cuenta, porque para ser tan increíblemente inteligente para algunas cosas, eres encabronadamente pendejo para otras, pero un día vas a encontrar una chava que te hará darte cuenta de que, exceptuando que te desvirgué, yo no tengo nada de especial. De hecho, probablemente encuentres a varias.

Le dio un beso en los labios, pero tan suave que Alejandro lo sintió casi como si fuera su hermana.

—No trates de encontrarle sentido a esto que te digo— le dijo ella —; ya sabes que estoy loca. Sólo entiende que no ando contigo no porque tengas nada malo. Al contrario. La de los problemas soy yo.

—Claro— dijo Alejandro riéndose amárgamente—; “no eres tú, soy yo”.

—Pero en este caso es verdad— dijo ella sonriendo dulcemente, y recogiendo su muchila —. Además, a lo mejor no te doy flores, pero sí otros vegetales.

Y de su muchila sacó el cactus. Alejandro lo miró algo desconcertado.

—¿Un cactus?

—Mi rey— dijo ella —, si te conozco, sé que es la única planta que no vas a asesinar en unos cuantos días. Con algo de suerte y hasta te dura.

La puso en su escritorio, cerca de la lámpara.

—Además— agregó, mirándolo pícaramente —, es como nuestra relación. Es espinosa, no muy bonita, y algo seca; pero ciertamente perdura.

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