La Noche del Alacrán: 6

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

6

Después de unas cuantas estaciones más los chavos se bajaron del metro para tomar el micro a casa de Alejandro, que para ese momento había dejado de pensar en las posibilidades que tendría con Ana porque se empezaba a morir de hambre. Cuando por fin llegaron a su destino, ambos chavos estaban con ánimo de comerse una vaca, con todo y pezuñas. Sólo que la mamá de Alejandro se paniqueó cabrón cuando vio a su hijo con la playera bañada en sangre.

—¿Pero qué te pasó?— le preguntó alarmada.

A Alejandro le caía bien su jefa, pero lo exasperaba que se asustara con todo; y más aún que siempre le estuviera diciendo que debía tomar a Ernesto como ejemplo. A veces le daban ganas de decirle todas las cosas que Ernesto hacía y que ella no sabía, comenzando con la mota; pero entonces sólo la haría preocuparse más. Así que no lo hacía.

Alejandro y Ernesto le platicaron el accidente jugando básquet mientras comían; para ese momento, y ya en retrospectiva, al primero le parecía muy gracioso todo el asunto.

—Y entonces la chava me invitó a un concierto hoy en la noche, para disculparse del santo madrazo…

—¡Alejandro!— lo interrumpió escandalizada su madre, que todavía no podía sentirse cómoda con su hijo diciendo groserías en frente de ella.

—…perdón, del trancazo. ¿Tú crees que mi papá me preste la nave?

La señora lo miró preocupada. Se le veía en la cara que no le gustaba la idea de que Alejandro se fuera con carro a un concierto, y menos invitado por una muchacha que por poco le rompía la nariz.

—Ay hijo, no sé. ¿No será muy peligroso? Luego se ponen muy locos los chavos en esos conciertos.

—No madre, no te preocupes; además, Ernesto me va a acompañar.

Ernesto sonrió, poniendo la cara de niño inocente que siempre ponía en frente de la mamá de Alejandro.

—Bueno— dijo la señora, todavía con inseguridad en su voz —; pregúntale a tu papá cuando llegue.

Alejandro y Ernesto comieron como degenerados y después subieron al cuarto del primero, donde Alejandro se cambió la playera por una que no estuviera llena de sangre. Como todavía no llegaba el papá de Alejandro, y probablemente tardaría un rato más, se pusieron a jugar videojuegos mientras retomaban la conversación del metro.

—¿Y qué te dijo Érika?

—Ah, que sí, que sí iba.

—¿Hay que ir por ella?

—Sí, por favor.

—¿A dónde?

—Va a tomar un micro de su casa, así que la recogemos en Zapata.

—Chido. Nada más estoy calculando a qué hora irnos etc. ¿No quedaron en una hora, o sí?

—No; quedé en llamarle.

—Ya.

Ernesto puso de repente pausa en el videojuego.

—Cabrón— le dijo a su amigo —, ¿tienes condones?

—Eh… creo que sí. No estoy seguro.

—Yo traigo en mi mochila; dime si vas a querer.

—Sí, mejor dame un par. Igual y hasta tengo suficiente suerte con Ana y los necesito.

Ernesto sacó de su mochila dos condones y se los pasó. Era extremadamente cuidadoso con eso; desde que él y Érika se desvirgaron, y fue ella la que llevó los condones, Ernesto siempre cargaba condones en su mochila. Y también siempre andaba arrastrando a su amigo a que donaran sangre en las campañas de donación voluntaria que hacía la UNAM cada semestre. Además de que se sentían bien los chavos de hacer algo atruista, sacaban gratis un análisis del VIH y otras enfermedades venéreas.

La primera vez que lo arrastró a donar sangre, poco después de haber comenzado a coger con Érika, Alejandro le dijo:

—No entiendo tu paranoia al respecto; Érika y tú no se han acostado con nadie más. Además por lo que me cuentas utilizan condón hasta para saludarse; ¿qué es lo que tanto te preocupa?

—No está de más. Y tú deberías agradecerme; te has acostado con chavas de más dudosa precedencia…

—¡Hey!

—…y no tienes una pareja que te conste sea única. Así que ni siquiera sabes si alguna no te ha pasado chancros vietnamitas.

Eso dejó pensando a Alejandro un rato, y cuando algunas semanas después fueron por los resultados de sus análisis, no pudo evitar dar un suspiro de alivio. Y a partir de entonces cada semestre él y Ernesto donaban sangre para aprovechar y sacar un análisis gratuito.

Los dos muchachos siguieron jugando unos momentos en silencio, pero Alejandro la verdad no estaba muy concentrado; después de comer había comenzado de nuevo a pensar en qué haría con Ana.

—¿Qué le vas a decir a tú papá?— preguntó de repente Ernesto.

—¿Perdón?—

—Que qué le vas a decir a tu papá, para pedirle la nave.

—Ah. ¿Que vamos a un concierto y como vamos a salir tarde necesito carro?

—Mmmh. ¿Y crees que te lo preste así nada más?

—Contrario a ti, yo no he destrozado las llantas de la nave de mi jefe, así que no tengo que hacer circo, maroma y teatro para que me la suelten.

—Necesito un carro.

—Yo también.

—Y vamos a necesitarlo todavía más en la universidad.

Alejandro hizo un ligero gesto de molestia. No quería hablar de la elección de carrera, y ya sabía qué era lo siguiente que Ernesto diría.

—¿Ya pensanste qué vas a elegir?— preguntó éste último, confirmando lo que Alejandro temía.

—Güey— dijo con tono cansado —, todavía faltan semanas, ¿sí? No es mañana ni nada por el estilo.

—Cabrón, es la próxima semana.

—Bueno pues; sigue sin ser mañana.

—¿De verdad no tienes ni idea o nada más te haces pendejo?

Alejandro puso pausa al juego.

—No tengo idea— dijo.

—¿Sabes el desmadre que es intentar cambiar de carrera si llegas a arrepentirte? Y sólo puedes cambiarte a una carrera que tenga menos demanda que la que hayas pedido originalmente; y aún así no siempre se puede.

—Lo sé.

—Pues ya decídete, cabrón.

—En esas ando.

—“En esas ando”. En esas andas haciéndote pendejo.

—Bueno pues, ya; el fin de semana acompáñame a la Biblioteca Central y me ayudas a hojear la guía de carreras.

Ernesto se quedó callado unos momentos.

—¿De verdad?— preguntó incrédulo; Alejandro no le había sugerido nada del estilo nunca.

—Si con eso dejas de estar chingue y chingue sí, el fin de semana lo vemos.

—OK. Pero en serio.

—Es en serio.

Siguieron jugando un rato, hasta que Alejandro oyó el característico sonido de las llaves de su papá abriendo la puerta principal de la casa, y bajó para pedirle el carro.

—Papá, ¿me puedes prestar el carro hoy?

—Hola hijo— dijo el señor, sarcástico.

—Perdón; hola papá. ¿Me puedes prestar el carro hoy?

—¿Para qué?

—Hay un concierto hoy en Ciudad Universitaria al que me invitaron, y de verdad tengo ganas de ir. Ernesto me va a acompañar —dijo justo cuando su amigo aparecía por las escaleras.

—Hola señor— le dijo al papá de Alejandro.

—Hola Ernesto. Mmmh. ¿Quién te invitó al concierto?

Alejandro repitió la historia del taponazo de Ana. Como lo esperaba, su papá pareció ablandarse con la idea de que una chava lo hubiera invitado.

—Bueno. ¿A qué hora planearías regresar a la casa?

—Eh… no sé, pero probablemente tarde.

Una agradable e inesperada consecuencia de que Ernesto secuestrara el carro de su papá, es que Alejandro ya no tenía que dar una hora exacta para regresar a su casa; sólo tenía que avisar dónde estaba y tener su teléfono prendido todo el tiempo.

—Está bien; sólo váyanse con cuidado.

—Gracias pa.

Alejandro y Ernesto regresaron al cuarto del primero, y a falta de algo mejor que hacer siguieron jugando. Ernesto había conectado algo de mota en las canchas, y sugirió que se dieran un toque; pero en primer lugar Alejandro no tenía la menor de las ganas, y además no quería arriesgar de ninguna manera que no le prestaran el carro o (mucho peor) que no lo dejaran salir.

Cerca de las siete Alejandro se metió a bañar. Cuando regresó a su cuarto, luego luego detectó el olor a petate quemado.

—¡Güey!— dijo abriendo la puerta y encontrando a Ernesto fumando tranquilamente un churro —¡Eso se huele desde afuera!

Rápidamente le quitó el churro a su amigo y lo apagó. Abrió las ventanas y comenzó a agitar una almohada para que el cuarto se aireara.

—¿No podías esperarte una hora a que estuviéramos en Ciudad Universitaría.

—Relájate cabrón. Tus papás no se van a dar cuenta.

En ese momento, tocaron a la puerta.

—Alejandro— llamó su mamá —, ¿está todo bien? Algo huele raro.

Ernesto y Alejandro se miraron horrorizados el uno al otro. El segundo quiso ir hacia la puerta para contestarle a su madre, pero al mismo tiempo el primero se levantó, causando que chocaran y los dos cayeran al piso. Tratando de detenerse Alejandro se agarró de la lámpara de su escritorio, que cayó encima de los dos estrepitósamente.

—¿Alejandro?— volvió a llamar su mamá.

En el suelo, y seguro de que su noche, y probablemente su vida misma, habían valido madre, Alejandro vio su cuarto desde el piso y al ver su cactus (la única planta que sobrevivía a sus cuidados) se le ocurrió una idea.

Unos segundos después, Alejandro le abría la puerta a su mamá.

—Qué onda— preguntó.

—Algo huele a quemado— dijo su mamá, mirándolo sospechosamente.

—Ah; es que mientras me bañaba Ernesto estaba jugando y sin darse cuenta tiró mi lámpara sobre mi cactus.

Y le enseñó el pobre cactus, con un lado completamente ennegrecido.

—Ah— dijo su mamá —. Tengan más cuidad.

—Sí… bueno, de hecho ya nos vamos en un ratito.

Alejandro apenas había tenido tiempo de pasarle el encendedor de Ernesto a su cactus, rogando que su mamá no se diera cuenta de la diferencia con el olor a la mota. Cerró la puerta, suspirando.

—Cabrón— le dijo Ernesto sonriendo —, tienes suerte de que tu jefa no haya olido nunca mota.

—Cállate; por poco nos cagan por tu culpa.

—Bueno pues; no pasó a mayores. Ahora termina de enchinarte las pestañas y ya vámonos, que le llamé a Érika mientras te bañabas.

Alejandro terminó de arreglarse y, después de despedirse de sus papás y asegurarles que tendrían mucho cuidado, salió de su casa atrás del volante, con Ernesto a su lado.

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