La Noche del Alacrán: 3

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

3

Los conciertos en general habían resultado en buenas experiencias para Alejandro. En uno de ellos había perdido la virginidad, entre primer y segundo semestre, con una chava que después los dos descubrieron se llevaban mejor como cuates. O eso se seguía repitiendo Alejandro.

Ernesto estaba apuntadísimo para ir; ese viernes en la noche no tenía todavía nada planeado con Érika, y en los toquines de Ciudad Universitaria seguro alguien estaría rolando.

—¿Vamos a comer a tu casa o a la mía?— preguntó Ernesto, mientras ambos salían de la enfermería.

—A la mía güey; tengo que bañarme y arreglarme.

—¿Por?

Alejandro lo miró incrédulo.

—¿Cómo que “por”? Porque quiero ligarme a Ana.

—¿A tu agresora? ¿De verdad?

—Güey— dijo Alejandro, ligeramente hartado —sé que desde que andas con Érika ninguna mujer te parece que se le pueda comparar, pero no podrás negar que es muy bonita.

—No está mal, supongo que varios podrían decir que está guapa. Pero no creí que te gustara.

—Bueno pues; me gusta.

—La chava que por poco te rompe espectacularmente la nariz…

—Sí.

—Que te humilló jugando básquet durante casi una hora…

—Eso sólo fue porque me distraía el tenerla en frente.

—Ajá. OK, vamos a tu cantón.

—También le voy a pedir la nave a mi jefe.

—¿Para qué?

—Por si puedo darle un aventón terminando el concierto, o si hay que ir a otro lado, o qué se yo.

—¿Y si vive hasta casa de la chingada?

—Hasta casa de la chingada iré.

—Imagínate que es Neza ka…

—A Neza iré.

—Cabrón, ni sabes dónde está Neza.

—Claro que sé dónde está Neza.

—A ver, ¿dónde está Neza?

—Hasta casa de la chiganda.

Habían llegado a una de las paradas de microbuses en frente del CCH, y se formaron para tomar el que los llevaba al metro Copilco, que era su ruta habitual cuando iban a la casa de Alejandro.

—¿Te das cuenta que si vas hasta casa de la chiganda me vas a arrastrar también a mí?— preguntó Ernesto.

—Güey— le dijo Alejandro mirándolo sorprendido —si la nena quiere jalar conmigo, lo siento mucho pero te me vas a tener que desaparecer.

Ernesto lo miró indignado.

—¿Me vas a cambiar por una pinche vieja? ¿Qué hay de “bro’s before ho’s”?

—Güey, ¿ya te olvidaste de la fiesta de cumpleaños de Érika? Me debes una por esa.

Ernesto lo consideró un segundo.

—OK, te debo una por esa.

Los dos muchachos se subieron al micro.

Lo que había ocurrido durante la fiesta de cumpleaños de Érika fue lo siguiente: ella y Ernesto llevaban apenas unas semanas andando, y él quería hacer algo especial por ella, así que le pidió a Alejandro que le pidiera el carro a su papá para que la pudiera llevar a un lugar chido.

Ernesto no podía pedirle el carro a sus papás porque justo unos días antes de que él y Érika se hicieran novios le había destrozado dos llantas, y desde entonces sus papás decían que no le prestarían el carro “por un tiempo”, donde “un tiempo” podían ser unas semanas o hasta que Ernesto pudiera comprarse uno.

La cosa estuvo así: Ernesto había salido con Érika (todavía como “cuates”, aunque realmente nadie se tragaba eso, pensó Alejandro), y regresó muy contento por Periférico. Tan contento estaba él en el carril de alta velocidad, que no se dio cuenta de que su salida ya estaba a unos cuantos metros, y se le hizo muy fácil cruzar todos los carriles de Periférico para agarrarla.

De milagro no le pegó a ningún otro carro, pero tampoco pudo salirse bien a la lateral, y las dos llantas izquierdas golpearon contra el camellón, reventándose espectacularmente al hacerlo, y forzando a Ernesto a utilizar todas sus habilidades como conductor (que como puede verse, no eran muchas) para llevar al carro doblemente cojo a un lugar seguro.

Las dos llantas quedaron hechas mierda completamente, y de puro milagro no jodió los rines ni nadie salió herido. Pero a partir de ese momento sus padres, por hippies que fueran, no se sentían muy cómodos en soltarle las llaves a su hijo.

Entonces el día del cumpleaños de Érika, Ernesto la quería llevar a un restaurante más o menos elegante, pero se le ocurrió que llevarla en micro o incluso taxi no sería lo más romántico del mundo; así que le pidió a su mejor amigo que le pidiera el carro a su papá.

Alejandro no se sentía terriblemente cómodo con la idea, pero su lealtad como cuate superó a sus dudas, y le hizo el favor. A espaldas de sus papás, por supuesto; ellos también se habían enterado del accidente de las dos llantas.

El plan era el siguiente: Alejandro se inventó una fiesta con unos cuates, y le dijo a su papá que para eso necesitaba el carro. Su papá le preguntó que como a qué hora pensaba regresar, y Alejandro le dijo que como a las una o dos de la mañana; supuso que eso daba tiempo más que suficiente para que Ernesto llevara a Érika a cenar y luego a su casa sin ningún problema.

Alejandro salió de su casa, recogió a Ernesto, unas cuadras más adelante cambiaron de lugar, y Ernesto lo dejó en un centro comercial cerca de su casa, ambos pensando que Alejandro vería una película en el cine y babosearía por ahí mientras Ernesto llevaba a cabo su plan.

Que hubiera sido un buen plan, excepto que a ninguno de los dos se les ocurrió que Érika tenía su propio plan, y una idea muy clara de lo que quería de regalo por cumplir diecisiete años.

Ernesto había sugerido recoger a Érika en su casa, pero ella le dijo que antes de ir a cenar con él estaría con unas amigas, cerca de ese restaurante, y que entonces mejor pasara por ella a una calle cercana. A Ernesto se le hizo ligeramente extraño, pero era el cumpleaños de ella, así que no dijo nada.

Estaba muy guapa cuando la recogió, usando falda, cosa que nunca hacía en la Prepa 6, donde estudiaba. Él se bajó del carro, la besó y le dio su regalo y un abrazo.

—Así que Alex fue el que te prestó las ruedas— dijo Érika fijándose en el carro.

—Es una ocasión especial— dijo él, sonriendo.

Se fueron caminando al restaurante, y se pasaron las siguientes dos horas platicando y comiendo muy a gusto. Ernesto estaba seguro de que Érika había apreciado el gesto, y básicamente con eso se daba por satisfecho. Entonces ella le tomó la mano y le preguntó dulcemente si podía pedir la cuenta.

Ernesto pidió la cuenta y pagó, y después caminaron de regreso al carro de Alejandro. En el caminó miró el reloj de su celular; no habían transcurrido todavía tres horas desde que había dejado a Alejandro en el centro comercial, así que tenía tiempo de sobra para ir a dejar a Érika a su casa, pasar por Alejandro, y poder decir “misión cumplida”.

Una vez dentro del carro, Ernesto iba a encenderlo cuando Érika le puso la mano en la pierna y lo besó.

—Gracias por todo…— le dijo, mirándolo con los ojos brillantes, y esa dulzura en la voz que, a pesar de que le encantaba, lo medio sacaba de onda porque no era la forma normal de hablar de Érika.

—Fue un placer— dijo él, aprestándose a encender el carro de nuevo.

—…pero quiero algo más.

Ernesto la miró sorprendido; no era de Érika ponerse berrinchuda.

—Ajá…— dijo él lentamente.

—Mis papás creen que me voy a quedar en casa de una amiga…

—Ajá…

—Mi prima Vero me prestó las llaves de la cabañita que tienen ella y su marido en el Ajusco…

—Ajá…

—Quiero que vayamos a pasar la noche allá.

Ernesto no dijo nada. En primera porque literalmente se quedó sin habla, y en segunda porque la pequeña porción de su cerebro que todavía le corría la ardilla estaba segura de que un “ajá” más lo haría verse más idiota de lo de por sí ya debía parecer.

De repente se le prendió el foco, y dos obstáculos pragmáticos se le presentaron clarísimos. Así que mencionó el primero, porque ése lo podían solucionar antes de subir el Ajusco.

—No tengo condones…

—Yo traigo— dijo, enfática, ella.

El segundo obstáculo era que tenía poco más de una hora (minutos más, minutos menos) para regresarle el carro a Alejandro. Hay que reconocer que la lealtad de Ernesto a su amigo era enorme, porque le dedicó casi un segundo entero a pensar en el dilema.

—Vámonos— dijo encendiendo el carro.

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