La Noche del Alacrán: 2

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

2

Todas las veces que Alejandro acabó en la enfermería del CCH Sur fue por hacer alguna pendejada.

La primera pendejada fue un día correr por la piedra volcánica con zapatos de vestir, lo que causó un resbalón seguido de una espectacular caída que le ocasionó la primera fractura de su vida, al querer meter la mano para no romperse el hocico. No se rompió el hocico, pero sí la muñeca, que el cabrón de Ernesto se apresuró a recordarle le arruinaba la única vida sexual que tenía.

En la enfermería del CCH Sur estaban acostumbrados a las pendejadas; no sólo las de Alejandro, sino de todos los chavos que entre los quince y dieciocho o diecinueve años suelen hacer. Así que cuando Ernesto y la muchacha bonita que había invitado a Alejandro al partido de básquet (cuyo nombre era Ana) llegaron ayudándolo a caminar a la enfermería, la enfermera que regularmente atendía procedió a preguntarles que qué pendejada había hecho:

—¿Y qué tarugada hizo esta vez?

—Nada más lo taparon, ¿usté cree?— se apresuró a contestar el entretenidísimo Ernesto, que bajo circunstancias normales habría encontrado la pendejada de Alejandro muy divertida: pero que dado que ya había dado tres o cuatro toques a un churrito de mota la encontraba hilarante.

La última pendejada de Alejandro fue que miraba demasiado a Ana, en lugar de poner atención al juego. No lo podía evitar; realmente era muy bonita: no podía creer que todo mundo a su alrededor actuara de forma normal cuando él únicamente quería postrarse a sus pies y seguirla mirando. Además de eso era buenísima jugando básquet; ciertamente estaba por encima del nivel de casi todos los que estaban en la cancha. Hombres y mujeres.

Alejandro era también muy bueno… generalmente, pero ese día estaba demasiado ocupado viéndola, además de que trataba de ser casual al respecto para no parecer agresivo, descarado, o idiota. Que en retrospectiva llegaría a pensar que dos de tres no está tan mal.

Lo que había pasado es que Alejandro tenía el balón y se dirigía a la canasta, cuando Ana lo bloqueó (era casi de su misma estatura). Alejandro se acomodó y quiso lucirse con un tiro de tres puntos, pero justo cuando se agachaba para brincar, el sol se reflejó de alguna manera en los ojos de Ana, y Alejandro se pasmó porque estaba seguro de que no había visto algo tan hermoso en toda su vida.

Su cuerpo sin embargo actuó en automático y trató de saltar; sin muchas fuerzas ni muy bien que digamos, además de que hasta los brazos y las manos se le habían aflojado ante la bonita muchacha. Y ella, que no se pasmó para nada, le tapó el tiró. Y el balón se le estrelló en la cara a Alejandro. Y luego todo él se cayó de espaldas, mientras una cantidad ridídula de sangre comenzaba a brotar por su nariz.

El golpe que su cabeza dio contra el piso, encima de todo lo anterior, causó que la sangre brotando alegremente de su nariz salpicara a todos alrededor, principalmente a las piernas de Ana, que horrorizada se llevó las manos a la boca y la nariz mientras decía “¡lo siento, lo siento!”.

Ernesto se levantó de la banda rolando la mota y corrió a la cancha sinceramente preocupado; sólo que cuando vio a Alejandro (severamente apendejado por el golpe a la nariz y a la cabeza) comenzar a gemir, no pudo evitarlo y lanzó una estentórea carcajada. En su defensa, ciertamente era divertido.

Ana miró molesta a Ernesto, y se acuclilló al lado de Alejandro, que trataba inútilmente de ponerse de pie. Inútilmente porque en ese momento su cerebro no se daba cuenta de que “arriba” estaba para “arriba”, sino que creía que estaba “al lado”, y entonces sus pies sólo pateaban débilmente el aire.

—¿Estás bien?— preguntó Ana, y al ver que Alejandro estaba haciendo algo (no había forma de que descifrara que estaba tratando de ponerse en pie), añadió agarrándolo del hombro—, no te muevas.

Alejandro dejó de moverse y, no sin esfuerzos, enfocó la mirada en Ana. En ese momento cayó en cuenta del lamentable estado en el que se encontraba: todo sudado de haber estado jugando, sucio de polvo del piso que se había pegado a su piel y ropa húmeda, su pelo suelto hecho un absoluto desmadre, y además acostado en el suelo. Por suerte no se dio cuenta de que además tenía la cara bañada en sangre, y que un hilillo de la misma salía de su nariz, le daba vuelta a su boca por la mejilla y caía de su quijada para manchar alegremente su playera blanca.

Así que quiso compensar apariencia con hombría, y se puso en pie diciendo “estoy bien”… o al menos esa fue la orden que su cerebro envió a sus piernas y boca. Lo que ocurrió fue que pareció que quiso dar un brinquito acostado mientras balbuceaba algo parecido a “eshb fen”.

Incluso ese pobre intento de movimiento ejerció demasiada presión sobre su cuerpo, y no pudo seguir sosteniendo la cabeza, la cual se estrelló de nuevo contra el suelo salpicando una vez más a Ana, sólo que ahora en su también blanca playera. La muchacha hizo presión con su mano, que seguía en el hombro de él, y repitió:

—No te muevas, te digo. Te golpeaste dos veces la cabeza.

—Tres si contamos el balonazo— añadió Ernesto, que seguía desternillándose de la risa.

Ana lo volvió a mirar con una mezcla de desagrado y molestia, pero cuando regresó su mirada a Alejandro había una sincera preocupación y culpa en ella.

—Creo que deberías ir a la enfermería. Vamos, deja te ayudo.

Alejandro para ese momento estaba completamente plano sobre el suelo, de espaldas, aprovechando la situación para ver a la bonita muchacha.

—Chido— dijo él, alegrándose de, al parecer, haber recuperado la capacidad de hablar.

Una bola se había formado alrededor de su desgracia, consistente principalmente de los que habían estado jugando básquet con él (y que parecían molestos de que perdían a dos jugadores), y de los roladores de mota, que siguiendo el ejemplo de Ernesto se morían de la risa de la situación.

Entre Ana y Ernesto (que eran los más cercanos) ayudaron a Alejandro a levantarse y lo ayudaron a caminar a la enfermería. Sobre planito caminaba sin ningún problema, pero por alguna razón subir o bajar escalones presentaban una ligera dificultad. Y en el CCH Sur no se pueden dar tres pasos sin encontrar una escalera.

Además Alejandro se dio cuenta de que cada vez que trastabilleaba un poco, Ana ponía su delicada mano sobre su pecho y lo ayudaba, así que también exageraba un poquito. Fue así que llegaron a la enfermería, donde comprobaron que no tenía rota la nariz, y básicamente le pusieron algodones en los orificios nasales, además de limpiarle la cara.

Alejandro alcanzó a verse reflejado en el cristal de un dispensario, y al verse con los algodoncitos fuera de sus narices, pensó que más pérdida de estilo era ligeramente imposible.

Ana seguía ahí, a pesar de que hacía ya rato habían confirmado que fuera de un ligero dolor de cabeza Alejandro estaría bien; Ernesto había recibido una llamada en su celular (por el tono Alejandro supo que era Érika), y estaba afuera atendiéndola.

—De verdad lo siento—repitió Ana por enésima ocasión, lánzandole una mirada de preocupación con unos ojos que Alejandro encontraba criminalmente bonitos.

—No te preocupes; lo que más me duele es el orgullo.

Era verdad; hacía años que no lo tapaban, y mucho menos de forma tan humillantemente espectacular.

—No es necesario que te quedes— agregó Alejandro, que lo único que quería es que se quedará. Ahí. Con él. Toda la vida, ¿por favor? — La doña ya dijo que no me va a pasar nada, mi cuate Ernesto está aquí, y entiendo si tienes que hacer otras cosas. Como ir y humillar a otros jugadores de básquet, por ejemplo.

La muchacha sonrió, y bajó la mirada. Parecía estar pensando algo.

—Me pongo muy agresiva a veces cuando juego— dijo al fin.

—¡No!, ¿en serio?

Los dos se rieron. A Alejandro le dolió la cabeza, y además uno de los algodoncitos, sangriento y (horrorizado se dio cuenta) con un moco pegado, cayó al suelo. Quiso recogerlo, pero se resbaló de la camilla donde estaba, y (por segunda vez en el día) fue a dar al suelo. Al menos el algodoncito moquiento quedó tapado por su cuerpo.

—¿Estás seguro de sentirte bien?— alcanzó a oír a Ana.

—Perfecto—, dijo él recogiéndo el algodoncito sin que ella viera. Se puso de nuevo de pie, y se sentó en la camilla.

Ana lo miró a los ojos. Alejandro sintió claramente cómo se le hacía un hueco en el estómago, pero le sostuvo la mirada, e incluso logró sonreír.

—Gracias por la preocupación— dijo.

Ana se pasó la mochila al frente (la había llevado en la espalda desde que la recogió de abajo de una de los tableros de la cancha de básquet), y sacó su celular para ver la hora. Eran casi las cuatro.

—Tengo que irme…— le dijo, mirándolo de una forma que él estaba seguro era apenada.

—Está bien —dijo él, tratando de que la desilusión no se le notara en la voz.

—…pero quiero compensarte.

Alejandro pensó rápidamente que justo así comenzaban varias películas porno que había visto, y ciertamente varias fantasías suyas.

—¿Vas a hacer algo en la noche? —preguntó ella.

—No— se apresuró a decir él —, justo mi cuate y yo íbamos a las canchas a ver si algo se armaba.

—Hay un toquín en las islas, atrás de la Torre de Rectoría. ¿Quieres ir? Te invito una chela y así te compensó el golpe.

—Chido; perfecto. ¿A qué hora es?

—A las ocho; ¿cuál es tu celular?

Alejandro tomó su mochila, que Ernesto había llevado y dejado al pie de la camilla, y sacó su celular. En un momento los dos muchachos tenían cada quien el número del otro.

—Bueno— dijo ella dándole una alegre sonrisa —, tengo que irme porque quedé de comer con mis papás. ¿Me llamas cuando llegues a las islas?

—Claro.

Ana se inclinó y le dio un rápido beso en la mejilla, y Alejandro se preguntó cómo era posible que alguien que había estado jugando básquet bajo el sol casi una hora pudiera oler tan bien. Y le hizo tomar dolorosa conciencia de su propio olor.

—Bye— dijo ella echándose la mochila al hombro y encaminándose a la puerta.

—Bye— dijo Alejandro.

Se quedó sentado en la camilla unos minutos, mirando el número del celular de ella guardado en el suyo.

—¿Donde está tu agresora?— preguntó Ernesto, que regresaba de haber platicado con su novia.

—Mi agresora me invitó a un concierto esta noche— contestó Alejandro, sonriendo de oreja a oreja, y mostrando el número de ella en su celular.

4 comentarios sobre “La Noche del Alacrán: 2

  1. es muy poco lo publicas de tu novela, por dios, ponla toda en linea de una vez, me caga tener que esperar para leer la historia completa (por eso nunca veo una serie en tiempo real, siempre espero que se termine la emporada y luego la bajo).

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