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La Noche del Alacrán: 19

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico [1].

19

Enrique detuvo su carro frente a la parada del PumaBús en la Torre de Rectoría. Elena se lanzó hacia los asientos de adelante para abrazar a Enrique y su hermano.

—Muchísimas gracias— dijo, besando a cada uno en la mejilla. Después se volvió para abrazar a Mayra —. Y muchas gracias a ti también; pásame tu teléfono, porque después te voy a platicar todo el chisme.

Mayra y Elena intercambiaron teléfonos, y Elena se le acercó para preguntarle al oído:

—¿Te puedo preguntar algo indiscreto?

—Dime.

—¿Traes tanga de hilo dental?

Mayra sonrió.

—Reina— le contestó susurrándole al oído —, no traigo ropa interior.

Elena la miró con los ojos abiertos y sonriendo.

—Definitivamente me estás cayendo muy bien; te llamo luego— le dijo dándole un beso en la mejilla.

Dando las gracias una vez más, Elena se bajó del carro y caminó a la banca de piedra de la parada, donde se sentó y subiendo los pies se abrazó las rodillas. Puso la barbilla sobre ellas y se dispuso a esperar.

Considerándolo apropiado, recordó cómo había conocido a Alejandro. Había sido también en un concierto, y Elena estaba emocionadísima de que era lo más sencillo del mundo comprar cerveza en ese tipo de eventos. Tenía todavía quince años, unos cuantos meses de haber perdido la virginidad (con un novio que quiso mucho, pero con el que duró poco), y ganas de divertirse.

Había ido sola, porque ya no tenía novio y ella nunca fue de tener muchas amigas o amigos, y escuchaba la música cuando Alejandro la empujó por la espalda haciendo que se le cayera su cerveza. Enojada volteó a mirarlo, y todo el coraje se le derritió al suelo; le gustó desde el momento en que lo vio.

Le gustaron sus manos, y su sonrisa franca y algo pedante, y cómo olía a que había estado jugando básquet esa tarde, y que era más alto que ella (y luego crecería aún más). Y le encantó lo apenado que pareciera de haberle tirado su chela, y que se ofreciera a comprarle otra.

Caminando hacia donde vendían las bebidas, Elena se lo comía con los ojos revisando su cuerpo, mientras él comenzaba a hablar y ella iba descubriendo poco a poco lo interesante que era, y lo increíblemente atractivo que resultaba que él mismo no se diera cuenta.

Quiso pellizcarle una nalga, meterle la lengua en la boca, chuparle el pene. Pero se contuvo; a duras penas, porque nada más Elena había descubierto el sexo no tardó en descubrir también que le encantaba. Y se contuvo también porque le interesaba lo que Alejandro decía y, tal vez más importante, cómo lo decía.

También se descubrió a sí misma contándole un montón de cosas que generalmente no le contaba a la gente; no excepto a sus amigos más cercanos, mucho menos a alguien que acababa de conocer. La hacía sentirse segura, en confianza. Y además la hacía reír; la hacía reír mucho, y a ella le encantaba eso.

La ponía de muy buen humor.

Platicaron de todo lo que dos muchachos normales de quince y dieciséis años pueden platicar, y de cosas que realmente no entendían, pero que les interesaban. Se contaron chistes e intercambiaron anécdotas, y se rieron como idiotas de cualquier cosa. Se gustaron y se quisieron de inmediato.

Elena estuvo tomando todo ese tiempo; no mucho, pero sí definitivamente más de lo que normalmente ingería de alcohol… que sería nada. Así que estaba más que mareada cuando Alejandro se ofreció a darle un aventón para su casa. Elena concluyó que había estado tomando con el único objetivo de agarrar valor para cogérselo a la primera oportunidad que tuviera; y cuando escuchó que traía nave hasta le brillaron los ojitos de anticipación.

Camino al carro ella fingió tropezar para que la agarrara (cosa fácil porque sí estaba mareada), y aprovechando ya no le soltó la mano. Cuando él no hizo ningún gesto que indicara que eso le desagradaba, ella supo que ni siquiera iba a poder proponerle que fueran a algún lugar apartado para coger; se le iba a lanzar encima en cuanto abriera la puerta del carro.

Que, por supuesto, fue lo que terminó ocurriendo.

Y esa fue la primera cosa con que Alejandro la sorprendió: el sexo no le gustó. Se dio cuenta de inmediato que Alejandro era virgen (se portó básicamente igual que el primer novio con el que se acostó, que también era virgen); pero además sencillamente no le gustó: ella esperaba a alguien que se mostrara en la cama tan seguro como parecía serlo al platicar, y no encontró nada de eso. Fue tierno, y atolondrado, y hasta cierto punto y de alguna manera agradable; pero nada de lo que ella esperaba.

Pero Alejandro le seguía cayendo muy bien, y siguió platicando y saliendo con él, siempre y cuando quedara claro que era estrictamente como amigos. Con algo de pena se admitiría mucho después que en gran medida lo hizo para jugar con él; quería ver cuánto podía soportar el muchacho hasta que se le lanzara de nuevo. Y aquí Alejandro volvió a sorprenderla: no se le volvió a lanzar. A regañadientes, y evidentemente en contra de lo que él quería, pero aceptó las condiciones que Elena unilateralmente impuso, y eventualmente se resignó a ser nada más su amigo.

Ella no pudo evitar encontrar eso increíblemente atractivo, y nada más tuvo la oportunidad se lo volvió a coger, sólo que con una diferencia fundamental a la primera vez: le gustó. Le gustó mucho.

Justo después de haberse venido Elena pensó qué haría; y llegó a la conclusión de que convenía que así siguieran las cosas entre ellos: siendo amigos, y cogiendo de vez en cuando. Lo justificó de muchas maneras, pero en el fondo ocurría que no había sentido nunca lo que sentía por Alejandro, y dada su (no muy amplia) historia con ex novios no quería arriesgarse a perderlo.

Alejandro de nuevo a regañadientes pareció aceptar el arreglo, aunque de vez en cuando le daba a entender que quería andar con ella, pero reculaba en cuanto Elena se ponía firme. La última de esas veces fue cuando Elena salió de casa de Alejandro en lágrimas, porque él le había dicho que sí la quería como novia.

Esa noche y gran parte del día siguiente Elena trató de entender por qué le había afectado tanto que Alejandro le dijera que sí la quería de novia, por qué la había hecho reaccionar así. No pudo encontrar una respuesta satisfactoria, pero decidió que las cosas no podían seguir como hasta ese momento con Alejandro; tenía que ver cómo dejar de coger con él sin que pareciera que lo hacía por el incidente (que de hecho era así). Y lo más sencillo fue conseguirse un novio.

Sorprendentemente su novio resultó ser un muchacho al que llegó a querer y que le dio una sensación de tranquilidad y de estabilidad, cosas a las que no estaba acostumbrada. Comenzó a disfrutar realmente el estar con él, e incluso se alegró cuando Alejandro pareció llegar a aceptarlo.

Fue poco después de un día en que fueron a comer, que Alejandro le dijo que se veía rara y ella le contestó que estaba feliz. Y ciertamente es lo que ella creía; que estaba feliz. Pero ya sentada en la banca de la parada del PumaBús en la Torre de Rectoría, Elena se admitió que no era cierto eso. No estaba “feliz”; estaba tranquila, estaba cómoda. Estaba a gusto; pero no estaba feliz.

Y entendió también por qué Alejandro sí se había tragado que lo fuera; él pobre nunca supo (porque ella nunca se lo dijo) que los momentos más felices que Elena había tenido eran aquellos que pasó a su lado. Confundió el que estuviera más tranquila con que estuviera feliz. Que por supuesto ayudó que ella le dijera que así era.

Elena tuvo un ligero escalofrío sentada en la banca de piedra. Hacía frío, y se preguntó cuánto más tendría que esperar. Miró el pedazo de cielo negro que podía observar debajo del techo de concreto que protegía la parada del PumaBús, tratando de calcular la hora. Hubiera podido ver su celular, pero no quería moverse, además de que se sentía entumida.

El miedo de nuevo le generó un hueco en el estómago; miedo de que Alejandro eligiera a la Loba, miedo de perderlo, miedo de no poder besarlo de nuevo. Se sentía muy cansada, y no podía imaginar algo mejor que estar en el cuarto de Alejandro, acostada junto a él en su cama, ambos desnudos. Ni siquiera por la agradable idea de coger; sólo por estar abrazándolo, olerlo, poder besar su pecho. Y la perspectiva de que tal vez eso jamás volvería a ocurrir le causaba un miedo espantoso; una especie de abismo infinito que al asomarse a él le hacía sentir un vértigo insoportable.

Cerró los ojos y respiró lentamente para calmarse.

—Va a venir— se dijo a sí misma en voz alta —. Ten paciencia y verás que llega. Ten fe y paciencia.

En el carro de Alejandro todos estaban callados. Ernesto y Érika de plano se habían dormido en el asiento trasero, mientras Ana cabeceaba en el asiento del copiloto. Alejandro en cambio no tenía nada de sueño; ni siquiera se sentía cansado.

Al contrario; estaba más despierto que nunca. Manejando a la casa de Ana (que ella le dijo cómo cuando se subieron), estaba al mismo tiempo haciendo trabajar furiosamente a su cerebro, tratando de determinar qué iba a hacer.

Una parte de él se decía que mandara al carajo a Elena con sus locuras y dramas y chantajes, y sencillamente hiciera como que no le había dicho nada. Así se evitaba cualquier tipo de problemas con Ana, y además Elena misma le había dicho que seguiría siendo su amiga no importaba qué eligiera.

Pero las palabras que le había dicho justo antes de besarlo, y lo que había sentido durante el mismo beso, habían tenido un profundo impacto en su persona. No podía tampoco dejar de pensar en lo guapa que se veía, en la sonrisa que siempre había adorado, en el beso con un ligero sabor a tacos de suadero.

Las dos palabras que le dijo justo antes de besarlo él había querido escucharlas durante tanto tiempo, que no pudo evitar sentir una ola de furia nacer en él cuando pensó en lo hijo de la chingada que era que se las dijera justo esa noche. ¿Por qué no el día anterior, o cualquiera de los que siguieron a que tronara con su novio y antes de que conociera a Ana?

Pero no pudo permanecer enojado mucho tiempo; la declaración de Elena de alguna manera hacía que sus acciones (de esa noche; de siempre desde que la conocía) se justificaran. Sencillamente como que, conociéndola, realmente no había otra forma de que le dijera esas dos palabras. Y hasta incluso le sorprendía que pudiera decirlas.

Volteó a mirar a Ana, que cabeceaba peleando contra el sueño, porque quería ver que Alejandro siguiera por el camino correcto y entonces trataba de mantenerse despierta para avisarle si se equivocaba en algún momento.

De verdad era muy bonita; y era dulce y cariñosa, y tenía todas las cualidades que él podría haber deseado en una novia. Bueno; no se había acostado con ella, pero no había ningún motivo para creer que habría algún problema con el sexo. Cuando se diera.

Ana notó que la miraba y le sonrió.

—No estoy dormida— le dijo frotándose los ojos —, aquí sigo contigo.

—Está bien; creo que sí entendí cómo llegar. Si quieres duérmete.

—No, no te voy a abandonar.

Ana recargó la cabeza contra el vidrio del carro, y se distrajo mirando las calles desiertas de la Ciudad. A pesar del cansancio, estaba realmente muy contenta; y muy emocionada de haber comenzado a andar con Alejandro.

Lo había visto muchas veces jugando básquet, y le había gustado mucho. Alejandro jugaba muy bien, y se veía ágil y concentrado cuando jugaba, y cuando su equipo iba ganando era muy común que sonriera e incluso se riera a carcajadas, y a ella la enloquecía su sonrisa, y su mirada concentrada cuando trataba de hacer un tiro particularmente difícil.

Un día vio que su cuate Gerardo también estaba jugando con él, y de manera discreta le preguntó que quién era. Gerardo le dijo su nombre, y que era de los tipos en su salón que siempre sacaban diez y entendían todo.

Conectando otras fuentes, Ana fue investigándolo, y se encontró deseando conocerlo. Pero siempre que lo veía en las canchas le daba pena presentarse, y eso incluso cuando más o menos de fuente fidedigna averiguó que no tenía novia y que la única que le conocían había sido una chava con la que no había durado más que unos cuantos meses.

Así pasó mucho tiempo; Ana de verdad era medio autista al hecho de que era muy bonita, y entonces le extrañaba la cantidad de chavos que se presentaban solitos y la invitaban a salir. Salió con algunos, pero se aburría horrores en general con ellos. Y en su mente realmente sólo estaba Alejandro; le parecía que él sería diferente: divertido, inteligente, además de guapo.

Y entonces ese día, cuando Alejandro pasó cerca de ella y sus amigos que jugaban básquet, y que justo les faltaba un jugador, por fin adquirió el valor suficiente de hablarle… o de silbarle, al menos. Durante un segundo entró en pánico de que él considerara vulgar o de mal gusto que lo hubiera hecho, pero al contrario, a Alejandro pareció gustarle.

El juego fue ligeramente decepcionante; Alejandro estaba jugando muy mal. Tal vez por eso ella le tapó el tiro de forma tan agresiva; ciertamente no quería darle un balonazo en la nariz. Cuando lo vio tirado en el suelo, cubierto de sangre, tratando de levantarse, le gustó más que nunca.

Y conforme fue platicando con él en la enfermería y más tarde en el concierto, descubrió que era diferente; era más divertido de lo que había pensado, y más inteligente incluso de lo que parecía. Era perfecto.

Y la había besado primero, que ella había estado temiendo tendría que ser ella la que tomara el primer paso, porque no se veía que él lo fuera a hacer. Estaba contenta; sentía que las cosas estaban empezando bien, y se moría de ganas de acostarse con él. Sin duda alguna todo iría avanzando de forma chida, si no hacía ninguna pendejada.

Alejandro mientras tanto comenzaba a llegar a la misma conclusión. Al carajo Elena y sus mega dramas; él tenía una novia que le gustaba, con la que se la pasaba chido, que al parecer quería estar con él fuera de toda duda, y que además tenía la no despreciable cualidad de parecer estar sana de la cabeza.

En ese momento Ana encendió la colilla de un churro, que se le había apagado durante la huida del Alacrán.

—¿Qué haces?— preguntó Alejandro.

—Me voy a dar un toquín para despertarme.

—Pensé que la mota daba sueño.

—A mí me despierta.

—¿Te cuento un secreto?

—Va.

—Nunca me ha afectado la mota. Bueno; excepto la vez que olvidé para siempre dos horas de mi vida… pero no recuerdo qué sentí.

—¿De verdad?

—Sí. En realidad no me gusta; pero a Ernesto le encanta, y es común en fiestas y cosas así que salga un churro, y entonces he seguido fumando. Pero la verdad creo que no he entendido cómo se le hace.

—¿En serio?

—Sí.

Habían llegado a un semáforo en rojo en una avenida grande, y Alejandro detuvo el carro. De haberse quedado callada, Ana tal vez hubiera seguido siendo novia de Alejandro mucho tiempo, y la Noche del Alacrán hubiera seguido siendo una noche muy especial en la vida de él, pero por razones distintas. Pero Ana tuvo que cometer, sin tener idea de que lo estaba haciendo, la única y más grande pendejada que pudo haber cometido.

—Tengo una idea— le dijo a Alejandro, y le dio otro toque a su churro. Después tomó la cabeza de Alejandro entre sus manos, y dándole un beso le pasó el humo de la mota —. Sostén el humo— le dijo cuando acabó de pasárselo.

Alejandro obedeció; varios segundos. Y entonces, de forma particularmente interesante, su cerebro hizo algo muy extraño; como si dentro hubiera tenido dos enormes engranes desacomodados, el toque de mota hizo que se reacomodaran con un rotundo click. En menos de lo que tarda en transcurrir medio segundo, las dos horas de su vida que había perdido aquella vez manejando el carro de su papá las recordó su cerebro en un único y particularmente alucinante golpe.

Alejandro se incorporó al Periférico, manejando él solo el carro de su papá, y comenzó a reírse solito. Notaba cómo la mota comenzaba a afectarlo, y la sensación le parecía hilarante. Sosteniendo el volante con una mano, sacó su celular con la otra y le llamó a Elena.

—¿Dónde estás?— preguntó sin decir ni siquiera hola cuando ella contestó.

—En Cuiculco. ¿Por?

—¿Estás con el pendejo de tu novio?

—Eh… no… ¿por?

—Voy para allá.

Alejandro llevó el carro a Cuiculco, donde lo estacionó y caminó hacia el Sanborn’s, sabiendo (porque la conocía bien) que ahí estaría Elena leyendo revistas gratis para no tener que comprarlas. Y ciertamente ahí estaba, leyendo revistas, cuando él llegó.

—Hola preciosa— le dijo abrazándola y besándola en la mejilla. Después la soltó y tomando la cara de ella entre sus manos, le dio un beso rápido, pero particularmente cachondo, en la boca.

—¿Qué te pasa?— preguntó Elena riendo, algo nerviosa.

—Nada. No me pasa absolutamente nada. Abso… abso… absoluta… absolutamente nada. Puta madre, qué chingona palabra. Absolutamente. Es… es absolutamente chida.

—¿Estás bien?

—¿Bien? ¡Estoy poca madre! ¡Chingón!

—Baja la voz— le dijo ella tomándolo por los brazos, que él en su efusividad había comenzado a levantar.

—Vine aquí a decirte que es chido que estés con tu novio…— dijo Alejandro, con la voz más baja y algo más serio.

—Muy amable de tu parte.

—…porque tengo toda la paciencia del mundo.

—¿Perdón?

—Que tengo toda la paciencia del mundo. Voy a esperar que se te quiten toda la bola de pendejadas que tienes en el cerebro, y que te des cuenta de que te sacaste la lotería conmigo y que so yo con quien quieres estar realmente.

Elena comenzó a reír. En ese particular momento era cuando mejor estaba con su novio.

—¿De qué hablas, mi rey?— le preguntó, comenzando a notar que Alejandro debía estar moto o algo por el estilo.

—Hablo de que tú quieres estar conmigo— dijo él acercándosele peligrosamente —. Hablo de que entiendo que también tienes un miedo idiota a estar conmigo porque, estúpidamente, crees que me puedes llegar a perder. Pendeja; ¿que no entiendes que soy tuyo? ¿Que así terminemos casados y con catorce hijos, o tronemos a los quince minutos de comenzar a andar, siempre voy a estar ahí si me necesitas? ¿Que no importa cualquier locura, chingadera o infidelidad que me hagas, podré enojarme y dejarte de hablar un tiempo, pero que eventualmente siempre volveré a ser tu amigo? A lo mejor seré algo más; novio, marido, ex-marido, padre de tus hijos, padrino en tu boda con alguien más, no lo sé: pero siempre tu amigo.

Elena se había puesto seria, tensa, y ligeramente paniqueada. Su corazón le latía muy rápido. Alejandro se acercó aún más y le dijo:

—Así que sigue con tu novio y termina con él cuando sea necesario. Yo voy a esperar; tengo todo el tiempo del mundo. Pero cuando termines con él, déjate de pendejadas y anda conmigo. Además de que extraño coger contigo; y sé que tú también los extrañas. Y todavía más: sé que estás perdida e irremediablemente enamorada de mí, pero tus miedos pendejos evitan que te lo digas incluso a ti misma. Está bien; voy a esperar. Voy a esperar hasta que me lo puedas decir, porque eventualmente vas a darte cuenta de lo pendeja que has sido al estarme rechazando.

Y sin ni siquiera dejar que el eco de su última palabra se apagara, Alejandro la besó. Un beso largo, húmedo y con tanto amor, que a Elena le temblaron las rodillas. Y después se dio media vuelta y se fue, sin decir una palabra más, sin voltear en ninguna ocasión. Se dirigió a su carro, fue a su casa, y se puso a ver la tele donde una hora después despertaría de su bizarro trance.

Elena mientras tanto se quedó en la sección de revistas del Sanborn’s como pendeja, el corazón palpitando, las rodillas temblándole. Si no fuera porque su amigo estaba evidentemente volando con las alas de alguna droga, hubiera ido tras él y probablemente no lo hubiera dejado ir nunca. O durante un buen tiempo.

Pero Alejandro se estaba comportando muy extraño, y en ese momento ella se sentía muy cómoda con su novio, así que sólo le llamó al otro día.

—Hola— le dijo por teléfono.

—Qué onda— contestó Alejandro.

—¿Cómo estás?

—¿Perdón?— preguntó él; Elena nunca le preguntaba cómo estaba.

—Sí; ¿cómo estás?

—Bien… bueno, medio friqueado.

—¿Por?

—Ayer fumé mota, y traía el carro de mi jefe. Y de repente perdí dos horas de mi vida.

—¿Cómo?

—Sí; recuerdo haber entrado a Periférico, y luego recuerdo estar en la sala de mi casa viendo la tele.

—¿Y no recuerdas nada más?

—No, nada. Salí corriendo a ver si el carro estaba bien, pero al parecer sí. No manches; nunca vuelvo a fumar si estoy manejando.

—¿Y no tienes idea de qué hiciste en esas dos horas?

—Nada; es como en RoboCop, pero sin las partes en negro. Sólo de repente estaba manejando, y luego de repente estaba viendo la tele.

—¿Y si hubieras violado o asesinado a alguien mientras tanto?

—Pues espero no haberlo hecho— contestó Alejandro riendo —; al menos no tengo sangre en las manos, ni un cadáver en la cajuela.

—Ajá. ¿Pero de verdad no recuerdas nada?

—No. Y ya sabes que a mí en general la mota no me hace nada; no manches, sí me espanté.

—Bueno, esperemos que no hayas espantado a nadie mientras estabas en tu viaje.

—Sí, yo también.

—Bueno; cuídate.

—Oye.

—¿Qué pasó?

—¿De qué?

—Pues, para qué me llamabas.

—Ah… nomás. No fumes mota cuando manejes.

—Chido.

—Bye.

—Bye.

Elena al inicio pensó que Alejandro le estaba tomando el pelo; pero lo vio para tomar café unos días después, y el muchacho fue tan inocentemente sincero al platicarle con pelos y señales el incidente, que le creyó. Y después fue al baño a llorar un poquito.

Cuando volvió del baño y Alejandro le preguntó que por qué tenía rojos los ojos, ella le dijo que le estaba dando gripe.

Todo eso entró a la parte consciente del cerebro de Alejandro en un solo golpe, lo que causó que tosiera violentamente el humo de mota que Ana le había pasado con su beso.

—¿Estás bien?— le preguntó Ana riéndose y dándole golpecitos en la espalda.

—Ajá— mintió Alejandro, temblando, sudando y con los ojos llorándole, por el humo y la alucinante sensación que le daba el haber recuperado una parte de sí que creía había perdido para siempre.

—Ay bebé, creo que sí la mota no es lo tuyo.

El semáforo se puso en verde, y Alejandro continuó manejando, todavía temblando. No era por la mota; era por el súbito entendimiento que había entrado a su ser: Elena lo amaba. Y sí, tenía todos los defectos del mundo, pero eso era lo que había estado esperando escuchar desde hacía mucho tiempo. Casi desde que la conocía.

Medio en automático Alejandro llegó a casa de Ana, y apagó el carro. Volteó a mirar el asiento trasero, donde Ernesto y Érika dormían plácidamente.

—Güey— dijo Alejandro, la voz algo más fuerte de lo que le hubiera gustado a el mismo.

—¿Para qué los despiertas?— preguntó, extrañada, Ana.

—Güey— repitió Alejandro ignorándola —, necesito que tú y tu mujer me den un segundo a solas con Ana.

Ernesto despertó y miró a Alejandro incrédulo.

—¿Te cae?

—Me cae. Ándale, espero no tardar.

Ernesto salió del carro y sacó del mismo a su novia, para motivos prácticos aún dormida, y mentando madres entre dientes.

—¿Querías despedirte a solas de mí?— preguntó dulcemente Ana.

—Ana— dijo él lo más tranquilamente que pudo —, no puedo ser tu novio.

La muchacha había estado haciendo escenas en su cabeza justo antes de que llegaran a su casa; ir a comer con sus amigas más cercanas para que lo conocieran, presentarle a sus padres, la primera vez que lo metería a su cuarto… No se imaginó la boda y los niños nada más porque no era su estilo, pero Ana ciertamente esperaba un noviazgo que durara más que unas cuantas horas.

—¡¿Qué?!

—Lo siento; de verdad, de verdad lo siento. Pero es que estoy enamorado de otra chava, y no sería justo para ti que yo anduviera contigo así.

—¡¿Qué?!

—No lo sabía… bueno, sí lo sabía pero creí que ya lo había superado, pero me acabo de dar cuenta que no es así, y eres demasiado perfecta como para andar con alguien que no esté única y exclusivamente enamorado de ti.

—¿Es Elena?

La pregunta agarró en curva a Alejandro. Nunca habría podido adivinar que ella tan siquiera lo sospechara.

—Eh… sí pero…

Alejandro nunca terminaría la frase; Ana le dio un soberano puñetazo en su recientemente lastimada nariz. No fue un golpe de niña; fue un golpe bien puesto, recargando todo el peso de su cuerpo en el mismo, el puño bien cerrado, el pulgar en el lugar correcto para no lastimarse la mano. Además perfectamente acomodado, que si hubiera sido un poco (poquito) más fuerte, ahora sí habría roto la nariz de su recién ex novio.

—¡Eres un pendejo!— declaró Ana mientras salía hecha la chingada del carro para dirigirse a la puerta de su casa, mientras Alejandro trataba de detener el flujo de sangre que, de nuevo en menos de veinticuatro horas, brotaba de su nariz.

Unos segundos después, Ernesto entraba a ocupar el lugar del copiloto y Érika al asiento trasero.

—¿Total que siempre que la veas te va a golpear la nariz?— preguntó, riendo, Ernesto.

Alejandro lo hubiera mandado a chingar a su madre, pero estaba demasiado adolorido.

—Ten Alex— le dijo Érika extendiendo un pañuelo.

—Gracias— dijo Alejandro haciendo presión con el mismo sobre su cara.

—Voy a hacer una suposición aventurada— dijo Ernesto —, y afirmar que de hecho terminaste con ella.

—Te pasas— le dijo, femeninamente solidaria, Érika.

—¿Te gustaría que Ernesto anduviera contigo si estuviera enamorado de alguien más?— preguntó, malhumorado, Alejandro.

—Por supuesto que sí— dijo sonriendo Érika, y acariciándole el pelo a su novio —, ¿si no cómo le haría la vida imposible en venganza?

Alejandro consideró eso durante medio segundo, pero después encendió el carro con su mano derecha, mientras sostenía el pañuelo con la izquierda.

—Voy a hacer otra suposición aventurada— dijo, divertido, Ernesto —, y afirmar que nos dirigimos a donde sea que se encuentre Elena.

—Andas cabrón hoy con tus suposiciones aventuradas— contestó Alejandro encaminando el carro a Ciudad Universitaria.

Aceleró el carro cuando llegaron a Insurgentes, pasando rápidamente varias estaciones del MetroBús. Sentía una euforía como no recordaba ninguna, y sólo quería llegar a decirle a Elena lo que sentía. Una parte de su ser se sentía de la chingada respecto a Ana; pero lidiaría con eso en otra ocasión. Tenía cosas más importantes que hacer; no podía faltar mucho para que amaneciera.

Elena mientras tanto seguía esperando pacientemente en la parada del PumaBús de la Torre de Rectoría. Un par de veces pasó una patrullita de Auxilio UNAM, y la tercera uno de los guardias se bajó y le preguntó que si estaba bien, que si podían ayudarla con algo.

—No, estoy bien. Sólo estoy esperando a alguien— contestó sonriendo Elena.

Nada más el carrito desapareció en una curva, la sonrisa se le borró a la muchacha. El hueco en el estómago ya no desaparecía por más que respirara profundo y se dijera que tuviera fe y paciencia. ¿Qué haría si Alejandro no la elegía a ella? ¿Cómo podría continuar viéndolo sabiendo que otra vieja se lo cogía y era a la que besaba y decía que quería?

Le dieron ganas de llorar. De nuevo. Elena sabía que era bien chillona, pero incluso para ella le parecía que ya era demasiado para una sola noche.

Su celular sonando la sacó de sus elucubraciones. Seguía abrazando sus rodillas, y no tenía la menor gana de moverse por el frío y lo entumida que estaba, pero hizo un esfuerzo y sacó su teléfono. Era Mayra.

—¿Qué onda?— contestó.

—Hola; ¿qué pasó? ¿Sigues en Rectoría?

—Sí.

—No manches. ¿Y no llega?

—No, pero va a llegar— dijo Elena haciendo uso de toda la fuerza de voluntad que le quedaba —. Vas a ver que va a llegar. ¿Tú donde estás?

—En casa de los hermanos.

—¿Se te hizo tu pene doble?

—No; Enrique resultó ser sinceramente fiel a la ausente novia. Pero Juanito me convenció de que me acostara con él.

—¿Por qué me parece que no tuvo que hacer mucha labor de convencimiento?— preguntó Elena riendo. Le daba mucho gusto que le hubiera llamado Mayra.

—Pues algo; no soy tan fácil como pudieras creer.

—Reina; no me llevabas conociendo ni quince minutos y ya te estabas dando de besos conmigo.

—…

—¿Mayra?

—Bueno, a lo mejor sí soy tan fácil como crees.

Las dos muchachas rieron.

—No por quererte recordar malas experiencias— dijo Elena —, pero yo que tú dejaba claro con Juanito si van a ser novios o es únicamente un acostón. Digo, a menos que sólo quieras un acostón.

—No lo sé; me está gustando. Tengo que pensarlo. Pero bueno, sólo quería saber cómo estabas; voy a volver con él, estoy en el baño.

—¿Segundo round?

—¿Qué pasó? ¿Cómo que segundo round? Ya vamos por el cuarto.

—¡Órale, quien viera al Juanito!

—Reina; no es el león, es el domador.

Volvieron a reír. A Elena le dio gusto saber que, pasara lo que pasara con Alejandro, había encontrado una nueva amiga.

—Ya me voy— dijo Mayra —; mucha suerte, espero que sí llegue.

—Va a llegar, no te preocupes. Pero muchas gracias.

Elena colgó su celular. Miró el cielo, que parecía haberse puesto más negro todavía. Se preguntó cuanto faltaría para que amaneciera; ese era el límite que le había dado a Alejandro. Pensó que si él elegía a la Loba, debía intentar seguir siendo su amiga; estar cerca de él. No porque fuera a intentar bajárselo (que por supuesto lo iba a intentar), sino porque de verdad creía que debían seguir siendo amigos. Aunque le doliera en el alma verlo con alguien más.

Mientras tanto Alejandro atravesó el Eje 10 y divisó el Estadio Olímpico Universitario. Se metió por el retorno que pasaba debajo de Insurgentes y salió unos cuarenta metros adelante de donde estaba Elena, que ni volteó a ver porque creyó que era otra vez la patrullita de Auxilio UNAM.

Alejandro estacionó el carro y lo apagó. Mirándose en el espejo retrovisor, se limpió de sangre la nariz lo mejor que pudo, y volteando a ver a Érika le preguntó:

—¿Qué tal?

—Te ves muy guapo— le dijo Érika sonriendo.

—Tampoco es para que te burles; estoy desveladísimo, despeinado, y con la nariz y los ojos hinchados.

—Ay Alex; un día les tengo que explicar a ti y a tu amigo varias cosas, porque los hombres son rete pendejos. Pero confía en mí: te ves muy guapo. Hay una razón por la que los hombres no se enchinan las pestañas ni se ponen lápiz labial, y es que a las mujeres no nos gustan los hombres bonitos; nos gustan guapos. Habrá veces que estés sucio y sudando, y serán las ocasiones en que Elena más apetecible te va a encontrar. Así que ve por ella, pobrecita, que se debe estar muriendo de frío.

Alejandro bajó del carro y caminó hacia la parada del PumaBús. El corazón le latía rapidísimo, y notó que, a pesar del frío, las manos le estaban sudando. Se pasó las manos por el cabello, tratando infructuosamente de peinarlo.

Elena mientras tanto estaba usando las pocas fuerzas que le quedaban para evitar llorar. Pero entonces escuchó pasos, y volteando hacia la calle vio aparecer a Alejandro, con la cara definitivamente golpeada.

—¿Qué te pasó?— preguntó preocupada.

—Me golpearon en la nariz— dijo Alejandro acercándose a donde ella seguía abrazando sus rodillas.

—¿Quién te pegó en la nariz?

—La Loba— le dijo Alejandro, poniéndose en cuclillas en frente de ella.

Alejandro se aclaró la garganta. Quería que le saliera bien lo que tenía que decir.

—Nunca me vas a perder. Hasta el día que me muera, me vas a tener como uno de tus amigos más cercanos. No sé qué nos depare el futuro; no sé si acabaré casado contigo, y terminarás siendo la madre de mis hijos, o si en dos semanas te aburrirás de mí y me mandarás al carajo. O si en unos meses tendrás uno de tus mundialmente famosos ataques de histeria, y yo en pánico saldré huyendo. O si cuando entremos a la universidad tendremos yo otras novias y tú otros novios, y ya nunca volvamos a besarnos y a coger. O si tal vez tendremos otras parejas, pero eventualmente regresemos el uno al otro, para que podamos pasar el resto de nuestros días besándonos y cogiendo, mientras mi cuerpo me lo permita.

—Ya hay Viagra— dijo Elena riendo y, como era previsible, llorando sin poder detenerse. Había comenzado a hacerlo desde que él empezó a hablar.

—Mientras mi cuerpo y la ciencia moderna me lo permitan— continuó Alejandro —. No sé qué vaya a pasar. Lo que sé es que en todos y cada uno de esos escenarios yo seguiré siendo tu amigo, si me lo permites, y que siempre iré a tu lado si tú me llamas. Me podrás hacer cuanta chingadera seas capaz de hacer (y créeme; sé que eres capaz de muchas chingaderas), y a lo mejor me encabronaré y te mandaré al carajo un par de semanas, de meses o de años. Pero eventualmente siempre te perdonaré, y volveré a ser tu amigo. Porque te equivocas Elena; no sólo eres especial por haberme quitado mi virginidad. Eres la persona más especial que yo conozco. Y nunca me vas a perder.

Y casualmente eso sí lo cumplió.

—Sí te acordabas de la vez en Cuiculco— dijo Elena limpiándose inútilmente las lágrimas de los ojos, porque más y más salían.

—No, no me acordaba; me acordé hasta hace una hora, con un toque de mota.

Alejandro la tomó por los brazos y la hizo levantarse. La abrazó completamente; los brazos de ella quedaron entre los dos cuerpos. Elena era tan delgadita que Alejandro podía casi tocarse los bíceps al abrazarla.

—Elena— continuó, su cara a unos cuantos centímetros de la de ella —: te amo.

Un par de segundos pasaron en silencio, mientras los dos muchachos se veían. Y entonces Alejandro agregó, sonando un poco más apresurado de lo que le hubiera gustado:

—¿Quieres ser mi novia?

Elena seguía llorando. A pesar de que él había dicho exactamente lo que necesitaba oír, no pudo evitar volver a sentir el pánico que siempre le había dado andar con Alejandro.

—¿Estás seguro?— preguntó ella, la voz entrecortada.

—Segurísimo.

—A lo mejor si te disculpas la Loba te aceptaría de nuevo…

—No me interesa.

—…ella es más bonita…

—Tú eres más atractiva.

—…y más simpática…

—Tú eres más divertida.

—…y definitivamente está menos loca…

—Lo dices como si eso fuera algo bueno.

—Todavía estás a tiempo de cambiarme por alguien menos inestable y voluble.

—Mi amor, no estoy interesado en lo más mínimo en cambiarte. Por nadie.

Alejandro la apretó un poco más entre sus brazos, y sintió como ella temblaba, de frío y de tenerlo tan cerca.

—¿Quieres ser mi novia?

Elena cerró los ojos y trató de besarlo, pero Alejandro echó la cabeza hacia atrás.

—No, ni madres— dijo —; contéstame bien: ¿quieres ser mi novia?

—Sí— contestó Elena, sorprendentemente seria, pero con la sonrisa que él adoraba, y los ojos más brillantes que nunca —. Sí quiero ser tu novia.

Y por fin se besaron siendo novios.

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4 Comments To "La Noche del Alacrán: 19"

#1 Comment By Antike On mayo 12, 2009 @ 6:41 AM

Aquí:
“Platicaron de todo lo que dos muchachos normales de quince y dieciséis años pueden platicar, y de cosas que realmente no entendían, pero que les interesaban. Se contaron chistes e intercambiaron anécdotas, y se rieron como IDIOTAS de cualquier cosa. Se gustaron y se quisieron de inmediato.”

#2 Comment By Canek On mayo 12, 2009 @ 7:19 AM

Corregido, gracias.

#3 Comment By Victoria On enero 25, 2010 @ 9:17 PM

—DEFINITIVAMENTE me estás cayendo muy bien; te llamo luego— le dijo dándole un beso en la mejilla.

#4 Comment By Canek On enero 25, 2010 @ 10:47 PM

Corregido; gracias.