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La Noche del Alacrán: 14

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico [1].

14

Lo primero era salir del baño. No podía hacerlo por la puerta; aunque Érika y Ernesto se habían portado muy chidos, lo cierto es que Elena no era una pendeja y se daba cuenta de que no querían sacarla para que Alejandro no la viera mal; querían sacarla para que no le causara broncas a él con su nueva novia. Y lo entendía; eran primero amigos de él que de ella.

Pero de pendeja iba a permitirlo. Vio la ventana del baño, y decidió que era lo suficientemente delgada para salir por ella. Estaba todavía algo mareada, y le dolía la cabeza y se sentía morir de hambre; pero estaba determinada a hacer lo necesario para que Alejandro viera que era con ella con quien debía estar.

Con no pocos esfuerzos Elena logró colarse por la diminuta ventana del baño… y perdió el equilibrio y fue a caer casi de hocico en el jardín trasero de la casa del Cacotas. Recuperando la postura Elena trató de ver dónde estaba, pero la única luz disponible era la ventana del baño, y realmente no iluminaba bien el jardín.

Siguiendo la pared trató de encontrar cómo volver a entrar a la casa.

Mientras tanto Alejandro se separó un momento de Ana y fue a la cocina (después de preguntarle al Cacotas dónde quedaba) por un vaso de agua. Ahí se encontró a Ernesto, dándole un toque tranquilamente a su churro en la oscuridad.

—¿Cómo está Mayra?— preguntó Alejandro prendiendo la luz.

Ernesto lo miró como desde una inmesurable distancia, y cuando por fin entendió que su amigo seguía sin saber que la del baño era Elena le respondió:

—No sé; no quiere salir del baño. Érika está lidiando con ella.

—Se veía bien cuando se separó en el concierto; no puedo creer que se pusiera tan mal. ¿Fue mi culpa?— preguntó preocupado.

—Oh sí, sin duda.

—No, no fue mi culpa. Yo fui claro con ella.

Ernesto le entró el payaso y comenzó a reírse sin poder evitarlo; toda la situación (incluyendo que su noche de sexo parecía haberse ido al carajo) le parecía hilarante. Cuando se calmó miró a su amigo y le dio un golpecito en el hombro.

—¿Cómo fue que cayó en tus garras Ana?

Alejandro sonrió y comenzó a contarle la historia. La cocina tenía una puerta que daba al jardín trasero, y él estaba de espaldas a ella. Ernesto estaba frente a él, así que pudo ver cuando Elena por fin encontró la puerta (gracias a que Alejandro había prendido la luz) y la abrió sin hacer ruido. Se quedó petrificada al ver de nuevo a Alejandro, que en ese momento le decía a su amigo:

—Es bonita, tierna, simpática y muy divertida. Nos la pasamos horas platicando, y riéndonos. Creo que nunca me había sentido así respecto a una muchacha— Alejandro frunció el ceño un poco, y agregó —… bueno, excepto tal vez Elena… pero Ana de hecho quiere andar conmigo, y definitivamente no está tan demente.

La puerta de la cocina que daba al jardín se azotó, y Alejandro la vio extrañado.

—¿Qué fue eso?— preguntó.

—El aire— dijo tranquilamente Ernesto dándole otro toque a su churro. Para ese instante ya no le sorprendía nada que ocurriera esa noche.

Elena caminó en el oscuro jardín abrazándose y espetándose “¡pendeja, pendeja!” a sí misma varias veces. No sabía qué hacer, y toda la determinación que había adquirido para tratar de atraer de nuevo a Alejandro se le había vaciado del cuerpo. Le parecía injusto hacer algo ahora, cuando él había encontrado a alguien que le gustaba y al parecer no lo lastimaría. Todas las dudas que siempre habían causado que se negara a aceptar andar con Alejandro le volvieron multiplicadas por mil, y su comportamiento de las últimas horas le hizo pensar que tal vez si de verdad lo quería (como hombre, como amigo o como lo que chingados fuera), entonces no debía arruinarle una oportunidad de estar bien con una chava que sin duda sería menos inestable que ella. Porque pocas personas podían ser tan inestables como ella; lo acababa de demostrar.

Lo que sí es que tenía que salir de ahí; y aunque Érika y Ernesto parecían sinceramente preocupados por su bienestar, no tenía ganas de que la anduvieran cuidando. Con precaución se asomó por la ventana de la cocina y vio que Alejandro y Ernesto se habían retirado. Con cuidado volvió a entrar y se acercó a la puerta que conectaba la cocina con un pasillo que terminaba en la sala de la casa.

Casi de puntitas Elena recorrió el pasillo. Asomándose vio que Alejandro tenía sobre sus piernas a Ana, y que ella lo besaba y acariciaba el pelo. Se veían repulsivamente felices.

Elena entendió por primera vez en su vida qué querían decir al referirse a que a uno se le “caía el alma a los pies”. Sintió muchas ganas de llorar, pero se las contuvo, y aprovechando que los novios recientemente juntados estaban embobadísimos el uno con la otra, atravesó la sala y se dirigió a la puerta principal de la casa.

En el jardincito de enfrente habían varios chavos con vasos de plástico, platicando y aprovechando que afuera el sonido de la música era más bajo que dentro de la casa para platicar sin necesidad de hacerlo a gritos. Elena vio que tres chavos, dos muchachos y una muchacha, se dirigían a un carro estacionado no lejos de ahí. Corrió para alcanzarlos y les preguntó con su característica desfachatez:

—Oigan chavos, ¿me les puedo pegar?

Los muchachos la miraron algo extrañados.

—¿Para dónde vas?— preguntó el conductor, que ya tenía las llaves del carro en la mano.

—A donde sea que se dirijan.

Los chavos se miraron entre ellos, y luego miraron a la muchacha que los acompañaba, como pidiendo autorización. La chava alzó los hombros, como diciendo que le daba igual (que le daba), y el conductor le dijo a Elena:

—Trépate.

Uno de los chavos tomó el asiento del copiloto, y Elena y la otra chava se sentaron atrás. Elena lo único que quería era largarse de ahí, así que no pensó mucho en el desconocido destino; pero ya que estaban lejos de la fatídica casa le entró la duda.

—¿A dónde vamos, por cierto?

El conductor la miró a través del espejo retrovisor y le preguntó:

—¿Has oído del Alacrán?