La Noche del Alacrán: 13

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

13

Alejandro y Ana platicaron durante un rato de cosas más ligeras que la elección de carrera o accidentes casi mortales, y cuando comenzó el escándalo del concierto se levantaron y se fueron alejando poco a poco del mismo, para poder seguir oyéndose.

Él notó lo fácil que era platicar con ella, que tenía un excelente sentido del humor, y que además lo hacía reír de manera natural. Platicaron durante un par de horas, sin ni siquiera fijarse por dónde caminaban. Alejandro tenía muchas ganas de besarla, pero no estaba seguro de si sería demasiado pronto, y no quería arriesgarse a hacer algo que a ella no le gustara.

Habían terminado de dar un largo recorrido por las zonas aledañas a las islas, y ya estaban de nuevo cerca del Estadio Olímpico Universitario. De repente Ana miró el reloj en su celular.

—Ya son casi las once— dijo —. Creo que nos perdimos de lo mejor del concierto.

—Yo me la pasé mejor platicando contigo— dijo Alejandro; y lo decía en serio.

—Yo también— dijo Ana sonriéndole.

Estaban cerca de Insurgentes, cerca el uno del otro, y Alejandro decidió que si no se arriesgaba a besarla, se iba a arrepentir el resto de su vida. Estaba a punto de inclinarse sobre ella, cuando sonó el celular de Ana.

—Perdón— le dijo a Alejandro y después contestó —. ¿Bueno?… Ajá… En CU… Ajá… ¿Dónde?… Sí, ya sé dónde… Ajá… Deja veo, te mando un mensajito… O mejor te caigo, si puedo… Ajá… Bye.

Alejandro la miró expectante; no le gustaba cómo se había oído esa conversación.

—Oye— le dijo Ana —, ya es medio tarde para que te pague aquí tu chela.

—Ajá.

—Me acaba de hablar una amiga, que hay una fiesta en casa de uno de sus cuates. ¿Quieres acompañarme? Te puedo pagar tu chela ahí.

Alejandro sonrió; preferiría haber estado solo con ella, pero era mejor a que lo dejara para ir sin él.

—Claro; mi carro está aquí en el estadio, podemos ir en él.

—Va.

Se encaminaron al estadio, y cuando bajaban las escaleras del paso peatonal de Insurgentes, Ana lo tomó de la mano. Alejandro siguió caminando como si nada, pero su corazón le latía rapidísimo y su cerebro trabajó furiosamente tratando de decidir qué hacía… hasta que lo detuvo y se dijo a sí mismo: “deja de pensar”.

Dejando de pensar bajó un escalón más rápido que Ana y, sin soltarle la mano, se puso frente a ella. Con la ayuda del escalón era más alta que él, así que se puso de puntas y, poniendo su mano libre sobre su cintura, la besó de la forma más tranquila y natural que pudo. Fue un beso rápido en los labios, que terminó saliendo casi como si estuviera jugando. Muerto de miedo, pero sin querer mostrarlo, la miró sonriendo.

Ella le puso la mano en el cuello, y jalándolo hacia su persona, lo besó con un beso más largo. Y más húmedo.

Ana lo miró con los ojos brillantes.

—Me estaba preguntando por qué no me besabas antes.

—Soy gay— dijo Alejandro.

Los dos muchachos se rieron y volvieron a besarse, acobijados por las sombras del cubo de la escalera peatonal. Después se separaron y siguieron caminando hacia el carro de Alejandro, que abrazó a Ana por los hombros y ella le pasó un brazo por la cintura.

Él estaba extático; un torrente de emociones lo inundaba. No recordaba haberse sentido tan feliz nunca… hasta que se acordó de una noche muy similar, casi dos años antes, donde se la pasó platicando durante horas con otra muchacha en un concierto…

De forma decidida bloqueó todo pensamiento relacionado con Elena; no quería que cosas del pasado le arruinaran ese momento. Pero no pudo evitar que una duda se formara en su mente, y le dijo a Ana:

—Oye…

—¿Dime?

—No quiero sonar ridículo, ni nada por el estilo, pero… ¿significa todo esto que eres mi novia?

—¿Qué?— preguntó, incrédula, Ana.

—Sí— dijo Alejandro, notando que no podía evitar ruborizarse —, sólo quiero saber si estás aceptando implícitamente que eres mi novia. Oficial.

Soltándolo y deteniéndose Ana comenzó a reír.

—¿Hablas en serio?— preguntó ella.

—Sí— dijo Alejandro, que se daba cuenta de que se había puesto rojo hasta las raíces de sus cabellos.

—¿Me estás preguntando si quiero ser tu novia?— volvió a preguntar, botada de la risa, Ana.

—Sí— contestó Alejandro, que quería que le contestara. Quería que quedara claro, explícito y tan oficial como pudieran hacerse esas cosas.

—Eres muy lindo— dijo Ana tomando la cara de él entre las suyas y besándolo, sin dejar de reír —. Nadie me había preguntado si quería ser su novia desde sexto de primaria.

—¿Y entonces?— preguntó Alejandro, sin quitar el dedo del renglón.

—Sí— dijo ella, esforzándose en parecer seria—, quiero ser tu novia.

Y lo besó algo más apasionadamente de como se habían estado besando.

—¿Pero por qué lo preguntas? Digo, ¿no es obvio?

—No, no es obvio— dijo él, sintiéndose ya menos avergonzado —. ¿Qué tal que sólo quieres gozar de mis atributos físicos?

—Mmmh. ¿Eso significa que no puedo gozar de tus atributos físicos?

—No; son todos tuyos. Sólo espero que no sea lo único que te importe.

—Ay; pobrecito— dijo Ana riendo —. ¿Te han usado sin que les importara tu corazoncito?

—Sí— dijo dramáticamente Alejandro —; todas son iguales. Excepto las que son peores.

Los dos muchachos se volvieron a reír y a besar, esta vez Alejandro abrazándola fuerte. Después emprendieron de nuevo la marcha hacia su carro, abrazados. Y Alejandro pensó que, ahora sí seguro, estaba más feliz que en cualquier otro momento de su vida.

Una vez dentro del carro Alejandro se disponía a encenderlo, pero se detuvo de improvisto. Pensó en lo apropiado o no de preguntarle lo que quería preguntarle, y dudó por un instante si hacerlo. Al final tuvo valor y lo dijo:

—¿Segura que quieres ir a esta fiesta?

—¿Perdón?— preguntó Ana.

—Sí; ¿no quieres que vayamos a otro lado?

Ana lo miró inquisitiva.

—Sí— explicó Alejandro —; a un lugar donde podamos estar solos. Tú y yo.

—¿Y como qué lugar se te ocurre?— preguntó Ana suspicaz.

—No lo sé… ¿mi casa?

Alejandro nunca había metido una chava de contrabando; siempre que había llevado muchachas a su recámara había sido mientras sus padres no estaban. Que a veces hubieran tenido que salir huyendo por la ventana era otra cuestión. Pero estaba seguro de que si Ernesto podía meter una chava de contrabando, entonces él también.

Ana lo miró tiernamente y lo besó.

—Es muy pronto— dijo dulce, pero decididamente.

—Ah— dijo Alejandro.

—¿Te molesta?

—No; no, no me molesta.

Mentira; sí le molestaba. Su parte racional comprendía que no había motivo para estar molesto, y de hecho pensaba que era terriblemente injusto que lo estuviera. Pero lo estaba.

Pero se controló y añadió:

—Digo, sí me gustaría. Pero tienes razón, es muy pronto. No hay ninguna prisa.

Y, con algo de esfuerzo (realmente no mucho), le sonrió. Ella volvió a besarlo y puso su mano sobre la suya, que estaba en la palanca de velocidades.

—Vamos a la fiesta. Conoces a mis cuates, que seguro a algunos ya has visto por el CCH, y te aseguro que nos la vamos a pasar bien. Vas a estar conmigo— dijo sonriendo, y besándole la mejilla.

—Vamos pues— dijo Alejandro.

Era un cambio, ciertamente, de Elena y Mayra, e incluso de cierta manera de Angélica. Y pensó que, tal vez, no fuera tan mala idea no ponerse a coger de inmediato. Ana le gustaba, y mucho, y no sólo físicamente; la pasaba bien a su lado y era muy agradable platicar con ella. El sexo llegaría cuando tuviera que llegar; al menos no se había puesto como Angélica de que no habría nada hasta que se casara.

Y la idea de que Ana tal vez sería la primera muchacha a la que realmente le “haría el amor” lo emocionó. Sonrió de nuevo, mucho más sinceramente, y repitió:

—Vamos pues. ¿A todo esto dónde es?

Ana le dijo y Alejandro (después de titubear un poco; se movía mejor en transporte público) encendió el carro y salió rumbo a la fiesta. Durante el camino él y Ana siguieron platicando, y riéndose mucho, porque los dos estaban de buen humor.

Por fin llegaron a la fiesta, que era un fraccionamiento de casas no muy grandes. Estacionaron el carro y caminaron hacia la casa, tomados de la mano, y sonriendo como dos idiotas.

Justo en ese instante, Érika tocaba la puerta del baño de la planta baja de dicha casa:

—Elena, ¿estás bien?

—Voy a vomitar— sonó la voz de la muchacha dentro del baño.

—Hazlo, yo creo que te hará bien.

Érika volteó a mirar a Ernesto que, recargado en un sillón cerca de ahí, le daba un toque a un churro de mota. Al ver la mirada de su novia preguntó:

—¿Qué?

—Elena se siente mal.

—Se fumó un churro completo la atascada, al mismo tiempo que se tomaba medio litro de vodka. No me extraña que se sienta mal. Déjala vomitar; le hará bien. ¿Por qué no entras al baño y le ayudas a sostener el pelo o algo así?

—Ay no, qué asco.

En ese momento oyeron cómo Elena hacía los desagradables sonidos de alguien que está tratando de vomitar.

—¿Y ora?— preguntó Érika.

—No puedo vomitar— contestó Elena.

—Métete un dedo— sugirió la primera.

—¿Qué pasó?— contestó albureramente la segunda.

Érika se rio, sorprendiéndose de que Elena conservara algo de su sentido del humor. No recordaba haber visto a nadie tan jodido emocionalmente nunca en su corta vida.

La fiesta se desarrollaba en la sala, que estaba al lado de la entrada principal de la casa, detrás de un jardincito que daba a la calle. El baño estaba en la parte de atrás, separado además por un pequeño estudio donde estaban Érika y Ernesto. El sonido de la música y los chavos en la fiesta hablando a gritos y riendo les llegaba medio apagado, porque el estudio tenía una puerta.

Mientras Érika trataba de vomitar (cosa difícil porque no había comido casi nada en el día), Alejandro y Ana tocaron a la puerta. Para sorpresa del primero, el dueño de la casa (o el hijo de los dueños de la casa) resultó ser nada más y nada menos que el Cacotas, el cuate de él y Ernesto que muchas veces les conectaba mota.

—¡Alejandro!— exclamó alegre al verlo, y al saludarlo lo jaló hacia sí y le dio un abrazo —, ¡qué milagro!

Cuando el muchacho (que estaba evidentemente pedo, o moto, o ambos) vio a Ana, reaccionó casi con la misma efusividad, y ciertamente con casi las misma palabras y gestos.

—¡Anita!— gritó abrazándola y besándola en la mejilla —, ¡qué milagro!

—Hola Carlos— dijo muy propia, pero alegre, Ana; a Alejandro por alguna razón le gustó descubrir que no le decía “Cacotas”.

—¿Qué hacen ustedes dos juntos?— preguntó Carlos (alias el Cacotas) —, no sabía que se conocieran.

—Ana casi me rompe la nariz hoy— dijo sonriendo Alejandro.

—Y lo compensé haciéndolo mi novio— dijo abrazándolo Ana.

—¡Órale!— dijo sinceramente alegre Carlos… aunque siendo justos se hubiera alegrado de que volara una mosca —, ¡qué chido! Sí, creo que Ernesto me platicó de que te habían pegado en las canchas hoy.

Alejandro frunció ligeramente el ceño; Ernesto había estado toda la tarde con él.

—¿Cuándo platicaste con Ernesto?— preguntó.

—Hoy; cayó aquí a la fiesta con su chava y otra reina que no conozco.

—Órale, qué cagado— exclamó Alejandro, y volviéndose hacia Ana le preguntó —. ¿Quieres conocerlo a él y a su novia? Es mi mejor amigo.

—Lo vi en las canchas, pero no nos presentaron. Y no conozco a su novia.

—¿Dónde está?— le preguntó a Carlos.

—Detrás de esa puerta está un estudio— le contestó señalándosela —, y más al fondo el baño. Se fueron él y su novia a acompañar a la otra chava, porque se estaba sintiendo mal. Que no me extraña; nada más llegó y apirañó un churro para ella solita, y se puso a beber como cosaca.

Un mal presentimiento se asentó en la boca del estómago de Alejandro, y se arrepintió de haberle dicho a Ana que le quería presentar a Ernesto.

—¿No vamos?— preguntó Ana.

—Sí— dijo él, confortándose con la idea de que él no había hecho nada malo.

Los dos entraron al estudio, donde vieron a Érika con la oreja casi pegada a la puerta del baño.

—¿Alejandro?— sonó la voz de Ernesto a espaldas de él y Ana.

Alejandro y Ana se dieron la vuelta para ver a Ernesto, que estaba recargado en la pared de la puerta del estudio. Justo cuando le daban la espalda al baño, salió de él Elena, que ya se había hartado de tratar de vomitar durante casi diez minutos.

Lo primero que entró en su campo de visión (ligeramente nublado por la mota y el alcohol) fue a Alejandro, Ana, y los dos tomados de la mano. Inmediatamente regresó al baño azotando la puerta, y ahora sí no tuvo el menor problema para vomitar, aunque su estómago estuviera casi vacío.

Al oír el escándalo que hacía Elena al vomitar su bilis, Alejandro frunció el ceño.

—¿Quién está ahí?— le preguntó sin poder contenerse a Érika, que era la más cercana al baño.

—Una amiga— contestó Érika con una cara que no podía ocultar su preocupación.

—Érika— dijo rápidamente Alejandro ocurriéndosele una idea —; ésta es Ana, mi novia.

Un particularmente desagradable sonido de regurgitación se oyó detrás de la puerta en cuanto Alejandro dijo esto. Ignorando el mismo Ana se acercó a Érika y las dos muchachas se besaron en la mejilla, diciendo “mucho gusto”.

Aprovechando esto Alejandro se acercó a su amigo y con voz baja le preguntó:

—Güey, ¿es Mayra la del baño?

Ernesto lo miró sin comprender durante medio segundo, pero de inmediato recuperó la compostura.

—Sí, es Mayra— dijo también susurrando —. Así que en cuanto puedas saca a Ana de aquí; Érika y yo nos encargamos de ella.

—Gracias— contestó Alejandro, y dirigiéndose de nuevo a Ana le dijo —; y éste es Ernesto.

—Hola— le dijo sonriente Ana alejándose del baño y besándolo en la mejilla.

Varios tosidos llegaron del baño, donde Elena por fin había terminado de soltar hasta cualquier idea del desayuno que pudiera tener en el estómago.

—¿Está bien tu amiga?— preguntó preocupada Ana a Érika.

—No, se peleó con su güey— inventó ella —; pero no se preocupen: vayan a la fiesta, nosotros aquí la cuidamos. Ya luego nos platican cómo se hicieron novios.

Un gemido y llanto comenzaron a oírse detrás de la puerta del baño.

—¿Segura?— preguntó Ana —. Alejandro tiene carro; igual y podemos llevarla a su casa o algo así.

—¡No!— dijeron al unísono Ernesto y Érika, y por poco también Alejandro, pero por suerte se contuvo. Ernesto continuó —. No, de verdad, no te preocupes. Ya nos ha hecho otras de este estilo antes; sabemos cómo manejarla.

—Bueno— dijo Alejandro tomando a Ana de nuevo por la mano —; entonces nosotros vamos a la fiesta. Cualquier cosa échenme una llamada al celular.

Y lo más naturalmente que pudo sacó a Ana de ahí, que se despidió de Érika y Ernesto agitando la mano.

—Eso estuvo bizarro, ¿no?— le preguntó Ana a Alejandro.

—Érika tiene muchas amigas re locas.

—Se oía mal la chava; pobrecita.

Nada más abandonaron el estudio y cerraron la puerta, Érika entró al baño, donde Elena estaba llorando en cuclillas junto a la taza del baño.

—¡Soy una pendeja!— repitió por enésima ocasión en la noche. La visión de Alejandro y Ana tomados de la mano, además del golpe de haberlo oído presentarla como su novia, habían conseguido borrar la mayor parte de los efectos de la mota y el acohol; así que estaba de nuevo básicamente como Ernesto y Érika la habían hallado en las islas.

—Elena— le dijo Érika —, tenemos que sacarte de aquí.

—¿Por qué?— preguntó la lagrimosa muchacha.

—No quieres que Alejandro te vea así, ¿o sí?

—No.

—Ándale entonces; lávate la cara y medio componte el pelo y nos salimos sin que nadie nos vea, ¿sale?

—Está bien.

Érika salió del baño, cerró la puerta detrás de ella y dijo:

—Chale.

—¿Qué?— preguntó Ernesto, que encendía su churro después de que se le hubiera apagado durante la confusión.

—Que Ana sí es imposiblemente bonita.

Mientras tanto Alejandro y Ana se habían aplastado en un sillón individual en la sala, ella en las piernas de él, y platicaban riéndose. Ana había conseguido un vaso con algún tipo de bebida alcohólica, y alguien les roló un churro. Ella le dio un rápido toque y se lo ofreció a Alejandro, que negó con la cabeza.

—No fumo mota cuando manejo— dijo simplemente.

—¿Y eso?— preguntó Ana.

Alejandro procedió a contarle de la vez que había perdido dos horas de su vida de las cuales no podía acordarse.

—Ah— dijo ella —. ¿Entonces tampoco vas a beber?

—No; no te pondría en peligro por nada del mundo.

Ella sonrió y lo besó, un poco más lenta y sensualmente de como lo había estado haciendo durante la noche. Al parecer la mota y el alcohol la afectaban de forma muy agradable. Después lo miró y funció ligeramente el ceño.

—¿Entonces no te voy a poder invitar tu chela?

—Me la invitas después.

—O te puedo pagar el balonazo de otra forma— dijo pícaramente Ana y comenzó a morderle la oreja.

—Creí que decías que era muy pronto— dijo Alejandro, medio en broma.

—Es muy pronto para ciertas cosas— dijo ella, con los ojos brillantes.

Elena mientras tanto terminó de lavarse la cara; entre eso y el océano de lágrimas que había derramado durante la noche habían causado que el rímel (que era el único maquillaje que usaba) le hubiera desaparecido. Se miró en el espejo del lavabo, y observó que se veía de la chingada. De por sí le parecía que no podía competir en lo bonita con Ana; en ese estado menos.

Pero entonces algo ocurrió en su cerebro, y decidió que no importaba que Ana fuera más bonita; ella conocía más y mejor a Alejandro, compartían muchos gustos similares, platicaban entre ellos como con nadie más, y además (en algo tenía que contar) ella lo había desvirgado. Y Elena estaba segura de que podía cogerse más rico a Alejandro que Ana. Cómo chingados no.

¿De verdad iba a permitir que una pinche vieja advenediza llegara y se lo quitara sólo porque tenía una cara bonita?

—Ni madres— se dijo a sí misma en el espejo, y una férrea determinación se apoderó de ella.

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