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La Noche del Alacrán: 11

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La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico [1].

11

Alejandro se quedó un par de segundos como estúpido, hasta que pudo recuperar el habla y dijo:

—¿Qué haces aquí?

Elena frunció un poco el seño.

—Me gustan los toquines— dijo, y sonriendo de nuevo, pero ahora pícaramente, agregó —; nos conocimos en uno… ¿o ya se te olvidó?

Alejandro miró a su alrededor por si veía a Ana.

—No— dijo al no verla cerca de ahí —; sólo me sorprendió verte.

—¿Y tú? ¿Por qué no me llamaste para decirme que vendrías? ¿Vienes solo?

—Vine con Ernesto y Érika… y Mayra…

—¿Te cae?

—La invitó Érika, pero como me invitó a mí una chava agarró la onda y se fue por su lado cuando llegamos.

—¿Perdón?

—Sí, agarró y se fue…

—No, menso; ¿te invitó una chava?— Érika volvió a sonreír pícaramente —, ¿una galana?

—Pues es la idea— contestó Alejandro, que siempre sentía que Elena se burlaba descaradamente de su vida emocional.

—Ooooooh— dijo la muchacha —; ¿y quién es la Loba?

—No te he hablado de ella; la conocí hoy.

—¿Hoy?

—Sí; hoy. En la tarde.

—¿Cómo la conociste?

—Jugando básquet; me dio un balonazo en la nariz y me dijo que me invitaba una chela aquí en el concierto para disculparse.

—¿Te dio un balonazo en la nariz?

En ese momento Alejandro vio a Ana unos cuantos metros más adelante. Parecía estar buscando a alguien, y notó con gusto que la muchacha se había arreglado bastante… eso o era que él de por sí la veía bonita.

—¡Ana!— gritó agitando la mano.

La muchacha dio media vuelta, y a Alejandro le dio el corazón un vuelco cuando la muchacha sonrió alegre de verlo. Se acercaron el uno al otro y se saludaron con un beso en la mejilla.

—Hola— dijo ella, sonriendo, al parecer sinceramente alegre de verlo —te estaba buscando antes de llamarte por celular.

—Yo también— dijo Alejandro.

Y se quedaron callados un par de segundos antes de echarse a reír, como dos idiotas, sin ningún motivo. En ese momento Alejandro notó que Elena se había acercado calladamente, y que (de forma ligeramente descarada) estudiaba a Ana.

—Ella es Elena— dijo Alejandro, presentándolas —, una amiga que me acabo de encontrar aquí. Elena, ella es Ana.

Las muchachas se saludaron con un beso en la mejilla y un “hola”.

—¿También te gustan estos conciertos?— le preguntó Ana a Elena.

—Sí— contestó ella, y miró pícaramente a Alejandro —; generalmente me pasan cosas chidas en ellos. Me comentaba Alejandro que te conoció porque le azotaste un balón de básquet.

—Sí— dijo Ana poniendo cara apenada y tomando a Alejandro por el brazo —, perdónanme de nuevo.

—No te preocupes— dijo Alejandro sonriendo, sintiendo muy chido que Ana le tocara el brazo y (más importante aún) que no lo soltara de inmediato. Elena no apartó sus ojos de la mano de Ana hasta que lo hizo.

—Bueno— dijo Elena —; me voy a buscar a mi novio.

Alejandro y Ana se despidieron de ella con rápidos besos en la mejilla, y se alejaron platicando. Él no se dio cuenta, pero Elena se les quedó mirando hasta que desaparecieron entre la multitud, que seguía creciendo.

—¿Quieres que te invite tu chela ahorita?— dijo Ana sonriendo.

—Mejor al ratito, ¿no? Ahorita yo digo que nos sentemos en alguna isla, en lo que empienza el concierto.

—Va.

Comenzaron a caminar hacia una de las islas, sin decirse nada. Lo que le dio mucho gusto a Alejandro era que no se sentía incómodo en absoluto estando en silencio con ella; y ella tampoco parecía molestarle.

—¿Estudias también en el CCH?— preguntó Alejandro.

—Sí; estoy en quinto semestre.

—¿De verdad?— preguntó Alejandro sorprendido —; qué loco, yo también, y nunca te había visto.

—¿No me habías visto?

—Me acordaría de haberte visto; eres muy bonita.

El piropo se le salió sin que se diera cuenta; pero cuando vio que ella se sonrojaba un poco y sonreía se alegró de haberlo dicho.

—Gracias. Yo sí te había visto.

—¿En serio? ¿Dónde?

—En las canchas. Jugando básquet generalmente, aunque de vez en cuando con la bola de tu amigo.

—¿Cómo es posible que no te viera entonces?

—No lo sé; a lo mejor estabas concentrado jugando. Yo creo que sí, porque generalmente juegas muy bien; no sé qué te pasó hoy— Ana sonrió al decir esto, y lo miró a los ojos. Alejandro no podía creer que Ernesto no viera lo bonita que era; se le cortaba un poco la respiración cuando le sonreía.

—Estaba distraído— dijo sonriendo también.

—¿Con qué?

—Contigo; ¿no te digo que estás muy bonita?

Habían llegado a una isla sin mucha gente, y se sentaron sobre el pasto ligeramente frío. Ella se sentó mucho más cerca de él de lo que esperaba, pero no le molestó en absoluto. Se estaba sintiendo muy cómodo con ella, hasta que dijo:

—¿Y ya decidiste qué carrera vas a elegir?

La sonrisa de Alejandro se desvaneció lentamente. No era justamente de lo que tenía pensado hablar con Ana esa noche.

—No, aún no— le dijo, y de repente, sin poder contenerse comenzó a hablar —. Y mis papás y amigos están jode y jode con que elija, y yo la verdad no tengo ni la más remota idea de lo que quiero estudiar en la licenciatura. Y ya sólo faltan unos días y me da un pánico enorme elegir ahí, en la cola, y luego descubrir que cometí un error garrafal, y entonces…

Se quedó de repente callado, porque comenzaba a sentir ese pánico del que había empezado a hablar. Ana lo había escuchado abrazando sus propias rodillas, y cuando se quedó callado le puso una mano sobre la pierna, en un gesto simple pero sorprendentemente tierno.

—Tal vez sólo te cuesta porque tienes mucho de dónde elegir.

—¿Perdón?— preguntó Alejandro, que experimentaba una combinación extraña de sentimientos; su pánico con lo referente a la elección de carrera, vergüenza de haberse desahogado tan de golpe con Ana, alegría y asombro de que ella le hubiera puesto la mano en la pierna…

—Sí— continuó Ana, sin quitar su mano —; por lo que he oído eres muy listo en todas las materias que tomas, entonces supongo que te cuesta elegir carrera porque es posible que puedas ser bueno y te gusten varias de las alternativas, y…

—¿“Por lo que he oído”?— la interrumpió, incrédulo, Alejandro. Ana se ruborizó de nuevo, lo cual la hacía verse, por difícil que pareciera, todavía más bonita.

—Gerardo— dijo ella —, uno de los chavos con los que estábamos jugando hoy, es cuate mío y toma varias materias contigo. Me comentó que siempre participas, y que entiendes todo, y que sacas diez siempre.

—No saco diez siempre— dijo Alejandro, sintiéndose extrañamente avergonzado… y técnicamente era verdad; tuvo un nueve en su primer semestre porque un profesor no lo aguantaba.

—Bueno— continuó ella —, pero el punto es que eres bueno en casi cualquier cosa que te propongas. Si yo fuera así supongo que también me costaría elegir, teniendo tantas opciones. Quiero decir; muchos chavos saben que más les vale no pedir ciertas carreras porque su promedio, o que se han retrasado, hace casi imposible que los acepten. O los mandan a Acatlán o cosas por el estilo. Así es más sencillo poder elegir. Pero tú en cambio es casi seguro que te aceptarán en cualquier carrera que elijas; y como al parecer no te cuesta ningún área entonces tienes un abanico de posibilidades demasiado amplio. A mí también me costaría elegir en esas circunstancias.

Alejandro la miró; nadie le había hablado así de la elección de carreras, en general todo mundo sólo lo había estado chingue y chingue al respecto. Excepto Elena; pero ella porque parecía que no le interesaba hablar de eso. Al menos no había hablado con él de ello.

—¿Tú qué vas a elegir?— preguntó Alejandro.

—Medicina.

—¿De verdad?

—Sí.

—Órale.

—¿Qué?

—Nada… es que he oído que es muy difícil. No sólo las materias, sino la vida como estudiante de medicina. Que no duermes, y que es de que al primer error te corren, y que luego si de verdad quieres hacer algo interesante son varios años de carrera y luego otros tantos de especialización.

—Sí, más o menos así es.

—¿Cuándo te decidiste?

—Cuando tenía seis años.

Alejandro la miró asombrado.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Y cómo fue que a los seis años decidiste estudiar medicina?

Ana se quedó callada un momento, como pensando si decirle o no, así que Alejandro añadió:

—Si no es problema que pregunte, claro.

—Mi papá me estaba llevando a la primaria un día cuando chocamos contra un camión que llevaba varillas. Fue culpa de mi papá, que venía jugando conmigo, y una de las varillas rompió el parabrisas y lo atravesó por el pecho completamente. Yo sólo me lastimé el pecho al llevar el cinturón de seguridad, y eso me sacó todo el aire e hizo que me medio desmayara. Cuando abrí los ojos mi papá había perdido la consciencia, y la varilla que atravesaba su cuerpo salía de la parte de atrás del asiento, chorreando sangre. Yo estaba segura que estaba muerto, y traté de quitarme el cinturón para acercarme a él y tratar de hacer algo, pero por la histeria no pude.

Alejandro estaba callado, sin tener ni puta idea de qué decir o hacer. Así que sólo continuó oyendo a Ana:

—En ese momento llegaron los paramédicos, y te lo juro que fue como en las películas; me sacaron del carro rompiendo el cinturón, y luego llevaron unas pinzas especiales con las que cortaron la varilla mientras otra mujer chiquita chiquita pero increíblemente hábil atendía a mi papá en el asiento. Luego lo movieron del carro a una camilla, donde lo pusieron de lado porque no querían sacar la varilla, y lo metieron a una ambulancia. Ahí me pusieron también, y nos llevaron al López Mateos en Avenida Universidad. La mujer súper hábil me abrazó todo el camino y en el hospital me acompañó mientras revisaban que estaba bien, y se quedó conmigo hasta que llegó mi mamá medio histérica al hospital. Yo estaba al lado de mi mamá cuando llegó un doctor a decirle que la varilla había pasado cerquísima del corazón de mi papá, y que lo estaban operando pero que la cosa no se veía bien. Yo le pregunté que qué le pasaba a mi papá, moqueando como la niña que era, y el doctor, que era joven y muy guapo, y nos miraba a mi mamá y a mí con decisión, pero también con compasión y ternura, se puso de cuclillas y me explicó exactamente, pero con la sencillez necesaria para que le entendiera, cuál era el problema y cómo pensaban arregarlo. Fue un desmadre larguísimo; operaron a mi papá como tres veces, y hubo varias semanas en las que fue de que no sabíamos si iba a vivir o no.

Entonces la expresión de Ana se iluminó.

—Pero mi papá era (todavía es, para su edad) muy fuerte, y los médicos que lo atendieron muy buenos, y se recuperó completamente. Y ahí fue cuando supe que tenía que ser cirujana. Del corazón, si puedo.

Alejandro la miró, con la boca semi abierta del asombro. Asombro de la historia que acababa de oír, y de que se la hubiera contado con menos de un día de conocerlo.

—¿Sabes?— le dijo Ana, ruborizándose de nuevo un poco y mirándolo —. Jamás le había contado esto a nadie tan pronto. En general lo platico tras mucho tiempo de conocer a alguien. Cuando lo platico.

—¿Por qué me lo contaste a mí?

—No sé. Siento que puedo confiar en ti.