La Noche del Alacrán: 5

Creative Commons License
La Noche del Alacrán escrita por Canek Peláez Valdés se distribuye bajo la licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 2.5 Mexico.

5

Alejandro y Ernesto iban de pie en el microbús rumbo al metro Copilco, el primero pensando en lo que tenía que hacer y cuál sería su estrategia una vez que estuviera en el concierto con Ana.

—Oye— le dijo de repente Ernesto —si cabe la posibilidad de que me mandes a la verga por esta reina, ¿no hay bronca si le digo a Érika que venga, no?

—No, claro que no— le contestó Alejandro, que en ese momento la verdad no le podía importar menos —; sólo considera que tendrás que ver cómo hacerle para llevarla a su casa.

—Ah, ese es el chiste— dijo Ernesto con una enorme sonrisa —; si todo sale como yo espero, no tendré que llevarla a su casa.

Ernesto ya varias veces había metido de contrabando a Érika en su recámara para pasar la noche, desde la vez que su mamá entró de improviso y los descubrió in fajanti. Para ser tan liberales sus papás con tantas cosas, resultó que sí tenían problemas (principalmente su mamá) con que metiera muchachas a pasar la noche. Así que desde esa vez la metía de contrabando.

La cosa era bastante absurda; Alejandro estaba seguro de que los papás de Ernesto sabían que Érika de repente pasaba ahí la noche, pero se hacían güeyes mientras no ocurriera de forma descarada. Y Érika siempre les decía a sus papás que se iba a quedar con una u otra amiga; o bien eran retrasados mentales, o también elegían hacerse de la vista gorda.

Pero como sus propios padres eran medio absurdos con un montón de cosas Alejandro no decía nada.

Ernesto procedió a llamarle a Érika y decirle que había un concierto, y que si quería él y Alejandro podían pasar por ella antes de que empezara, a lo que la muchacha estuvo de acuerdo.

El microbús en ese momento llegó al metro Copilco y los muchachos se bajaron para entrar a la estación subterránea.

—¿Y cuál es tu plan con la reina?— preguntó Ernesto una vez que pasaron los torniquetes.

—¿Podrías dejar de decirle “reina”? Se llama Ana.

—Bueno pues, ¿cuál es tu plan con Ana?

—No sé.

Y de verdad no sabía. Después de que su amistad con Elena se estabilizó en una relación puramente platónica cuando ella se consiguió galán, Alejandro tardó un rato en encontrar novia; y de hecho lo que ocurrió es que la novia lo encontró a él.

Antes de que Érika y Ernesto se hicieran novios, Alejandro y él solían ir con regularidad casi religiosa a la Cineteca porque salía algo más barato que las salas comerciales. Además de que el Cacotas tenía un valedor encargado de un puesto de películas piratas, y les pasaba casi todos los estrenos muchas veces incluso antes de que salieran. Así que en la Cineteca veían películas que el valedor del Cacotas ni siquiera sabía que existían en muchos casos.

Cuando Ernesto se hizo novio de Érika dejó de ir muchas veces con Alejandro al cine, y entonces iba solo. Un día de esos salió de la sala y fue a tomarse algo en la cafetería, hasta que de repente una chava sentada al lado le preguntó:

—Ya no vienes con tu amigo, ¿verdad?

Y así fue como conoció a Angélica. La verdad él no tuvo mucho que hacer en el sentido de la seducción; la muchacha lo llamaba constantemente por el celular, y le decía que hicieran tal o cual cosa. A Alejandro no le parecía particularmente bonita, y ciertamente no era (ni de lejos) la chava más interesante que hubiera conocido; pero poco a poco se fue encariñando con ella porque era razonablemente simpática, y siempre le sugería hacer cosas que él normalmente no haría, como ir a espectáculos de danza o a concursos de comida española.

Y a pesar del empeño con que lo buscaba, jamás dio un primer paso en nada físico; él tuvo que ser el primero en tomarla de la mano, en abrazarla y al fin en besarla.

Angélica resultó ser una novia que él no podía sino calificar como devota: le daba regalitos, lo mimaba, cuando él iba a su casa le hacía de comer. Estaba seguro de que podría haberle dado una canasta de calcetines sucios y ella los hubiera lavado. Pero por alguna razón todas esas atenciones tendían a deprimirlo, y suponía que tenía que ver conque a él no le nacía para nada hacer cosas de ese estilo.

Pero así siguieron hasta que un día los papás de Alejandro salieron de fin de semana, y él trató de coger ahí con Angélica. Estaban en su cuarto toqueteándose, hasta que ella dejó de besarlo, lo miró a los ojos, y le dijo:

—Corazón… yo no me voy a acostar con nadie hasta que me case.

Alejandro se quedó como pendejo mirándola durante casi un minuto entero, incapaz de articular palabra.

—Pero no te preocupes— le dijo ella al ver su cara que transitaba rápidamente a un estado de pánico —; eso no significa que no podamos hacer nada.

Y entonces comenzó el periodo que el cabrón de Ernesto definió como su periodo “semi activo” sexual. Alejandro y Angélica hacían montones de cosas, pero sin nunca llegar de hecho al coito; y aunque ciertamente varias de esas cosas eran muy placenteras, el hecho es que él se sentía como que ella lo aplacaba con paliativos, sin darle nunca el remedio necesario.

Y también se sentía medio mal al considerar que debía tronar con ella, porque entonces pensaba que sólo estaba con ella por el sexo.

—¿Cuál sexo?— le preguntó Ernesto cuando por fin le confió su conflicto.

Un día Alejandro se encontró con Elena en Coyoacán, para variar sin su galán, y le invito un helado Bing. Estuvieron platicando de banalidades un rato hasta que de repente Alejandro le soltó todas sus dudas respecto a Angélica. Ya le había contado antes a Elena de la muchacha; y aunque se dijo que no esperaba que se pusiera celosa, una parte de él se decepcionó cuando de hecho no lo hizo. Pero ese día en Coyoacán le contó las cosas íntimas; y fue literalmente catártico: comenzó con el problema del sexo, pero de ahí se siguió con cómo en el fondo le molestaban todas sus atenciones hacia él, y por último le terminó confensando que en el fondo ni le gustaba mucho, ni se la pasaba tan bien cuando estaba con ella.

—Déjame ver si entiendo— le dijo Elena —; no te gusta particularmente.

—Ajá.

—Y definitivamente no se te hace muy interesante.

—Sí.

—Y te molestan todas las atenciones que te dedica porque te hacen notar que tú no se las quieres dedicar a ella.

—Exacto.

—¿Y además no afloja?

—Ei.

Elena le volvió a lanzar una de sus miradas que le hacían pensar que podía ver hasta el fondo de su ser, y después le puso los dedos tiernamente en la mejilla.

—Mi rey— le dijo dulcemente —, ¿qué chingados haces con esa mosca muerta?

Esa noche Alejandro le llamó a Angélica y le dijo que fueran al Centro Cultural Universitario al otro día. Cuando ella llegó, él le dijo que tenían que hablar.

Alejandro jamás había terminado con nadie; sus “noviazgos” de la secundaria (por decirles de alguna manera) fueron tan ridículos que ni siquiera estaba seguro de cómo habían llegado a ser; mucho menos de cómo habían dejado de ser.

La mosca muerta, como le había dicho Elena, resultó terriblemente combativa ante la perspectiva de que su novio la tronara, y le gritó, le imploró, le mentó la madré, rogó una vez más y por último le preguntó dramáticamente si era porque no había querido acostarse con él.

Completamente hartado y cansado (llevaban horas en el drama) Alejandro le dijo que sí, que era por eso.

—Está bien— le dijo ella —; vamos a tu casa a coger si es necesario para que no te pierda.

Días después, Alejandro le contó el episodio con pelos y señales a Ernesto, que ponderó el asunto un momento.

—Déjame ver si entiendo— le dijo —; tú ya estabas hasta la madre de andar con ella, detonado porque no se acostaban.

—Sí.

—Y cuando le dijiste que terminaran ella te reclamó que en el fondo sólo lo hacías por el sexo.

—Ajá.

—Y entonces ella te dijo que OK, que cogieran.

—Ei.

—¿Y tú de todas formas te hiciste el digno y la mandaste al cuerno?

—Exacto.

—Tas pero si bien pendejo.

Ernesto y él se rieron, y Alejandro supo que en el fondo su amigo estaba de acuerdo con él. Elena fue mucho más explícita en su apoyo.

—Fue lo correcto— le dijo —. Eres demasiado chido para esa mosca muerta.

Así que Alejandro realmente no tenía mucha experiencia a la hora de tratar de seducir muchachas, y no tenía en el fondo ni puta idea de qué haría cuando viera a Ana.

—Cabrón— le dijo Ernesto —, desapendéjate; en esta estación transbordamos.

Él y Alejandro cambiaron de línea del metro y volvieron a subirse a un vagón.

—¿Tú qué crees que deba hacer?— le preguntó Alejandro a Ernesto de repente, en serio. Su amigo lo miró un segundo.

—Supongo que tratar de ser tú mismo. Parece funcionarte con las chavas que les gustas.

—¿Y si no le gusto?

—¿De verdad quieres estar con alguien a quien no le gustas?

—Bueno; no. Pero tal vez habría forma de que le guste más.

—Si es portándote distinto a como eres sería como estar engañándola, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

Se quedaron callados unos momentos, hasta que Ernesto le dio un codazo.

—No te preocupes; le gustas.

—¿Por qué lo dices?

—Esa impresión me dio cuando nos acompañó a la enfermería.

Pasaron un par de estaciones en silencio.

—Güey— dijo Alejandro.

—¿Qué onda?

—Gracias.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *